24 ago 2015

Fasano responde a Amodio Pérez

DESPUÉS DE 43 AÑOS DE SILENCIO

En 1972, Héctor Amodio Pérez le entregó a Federico Fasano un manuscrito para que, a partir de él, escribiera un libro. Fasano comprendió enseguida que el libro legitimaría el golpe de Estado que estaba por producirse, y se negó a escribirlo. En esta entrevista con Caras y Caretas recuerda los detalles de aquel episodio negro y aventura las razones que pudieron haber traído a Amodio de regreso a Montevideo.


Por    Mateo Grille  ago 22, 2015





Federico Fasano Mertens es bien conocido por los uruguayos. Fue director de seis diarios nacionales, de tres radios, de dos canales de televisión y del periódico francés Le Monde Diplomatique para América Latina. También fue director de Comunicación Social de la Presidencia de la República de México y autor del Plan Nacional de democratización de la prensa, radio y televisión de ese país, que propuso una ley de 450 artículos que la Unesco consideró, en 1981, como “única en América Latina”. Ocupó la Secretaría de Cultura de la Federación Latinoamericana de Periodistas y presidió el Tribunal de Honor de la Asociación de la Prensa Uruguaya. En 1983 le fue otorgado, en España, el Premio Internacional de Periodismo, que donó a los familiares de los presos políticos uruguayos.


¿Cuándo y cómo conoció a Héctor Amodio Pérez?


Lo conocí a principios de la década del 60, cuando se fundó BPColor, el primer diario offset de América Latina. Él era dirigente del Sindicato de Artes Gráficas, trabajaba en la sección fotomecánica del matutino, y yo era dirigente de la Asociación de la Prensa y trabajaba como jefe de noticias en el diario. Ambos integrábamos las comisiones internas sindicales, en las que también militaba Samuel Blixen, cronista policial. Amodio compartió con nosotros esas jornadas sindicales, exhibiendo su solidaridad, su energía y su capacidad organizativa.

Nos hicimos amigos. Todos lo queríamos. Así como nos sorprendía su coraje, que no contemplaba consecuencias.


Un año después dejé de verlo. Había pasado a la clandestinidad. Fue uno de los fundadores del MLN.

Amodio, un hombre de acción por sobre todas las cosas –las palabras dividen, decía en esas épocas–, se constituyó en leyenda. Muchas de las increíbles acciones tupamaras que asombraron al mundo le fueron atribuidas, con o sin razón. Cuando las prisioneras tupamaras fueron liberadas de la Cárcel de Mujeres, dejaron como recuerdo un corazón dibujado con la foto de Amodio, como símbolo de gratitud por su valor.

¡Qué tragedia la de Amodio Pérez, qué tragedia! Cuanto más alto es el pedestal, más dolorosa es la caída. Los sueños, en general, vuelan alto, pero si tocan el suelo, como pasó con Amodio, se arrastran y mueren.


¿Cuándo volvió a verlo?


Diez años después. Al comienzo de la primavera de 1972, hace 43 largos años. Su padre, un proletario a quien yo había designado jefe del taller de Impresora Alborada y que había trabajado conmigo en los otros diarios que dirigí hasta que fueron clausurados, me entrega en mi domicilio, frente a la Plaza del Entrevero, una esquela de puño y letra de su hijo Héctor, donde me informa que está detenido en una unidad militar y que quiere verme para sacar un libro con sus memorias. Aclara que tiene escrito un borrador al que yo debo dar forma periodística y editarlo. Insiste en que quiere explicarme personalmente las razones de su decisión, y que si acepto, la reunión podría llevarse a cabo en el Batallón Florida. Le contesté que iba a reflexionar sobre el tema y lo llamaba.


Me llamó mucho la atención que fuera posible reunirme con Amodio en el Batallón Florida. Lo primero que hice fue hablar con mi hermano Carlos, dirigente de los GAU, quien de inmediato se reunió con Héctor Rodríguez, secretario general de su organización. Aunque había rumores, nadie sabía que Amodio estaba detenido en un cuartel. Con Rodríguez y mi hermano fuimos a ver al general Liber Seregni, quien me pidió que continuara el diálogo para saber qué estaba pasando, “que tirara del piolín a ver hasta dónde llegaba”. Le informo a Amodio padre que acepto reunirme con su hijo, pero que primero debo ver el borrador que escribió, para saber dónde estoy parado.


El domingo 24 de setiembre me entrega los originales de las 61 carillas de cincuenta líneas y ochenta espacios cada una, que debían ser transformadas por mí en un libro de trescientas páginas.


Sólo hojear esas carillas me bastó para comprender que se trataba de un texto cuya difusión implicaba el desafuero y la prisión de varios legisladores del Frente Amplio y de parlamentarios antigolpistas del Partido Nacional e, incluso, aunque en menor proporción, legisladores del Partido Colorado; gran excusa para hacer florecer las condiciones subjetivas para un golpe de Estado.


Con mi hermano Carlos y Héctor Rodríguez le llevamos el texto a Seregni, quien, visiblemente preocupado, citó a una reunión en su propia casa para la mañana del jueves 28 de setiembre, a la que asistieron Zelmar Michelini, Rodney Arismendi, José Pedro Cardozo, Juan Pablo Terra, Héctor Rodríguez y yo, mientras que a Mario Benedetti, que estaba internado con un ataque de asma, se le informó, recién al día siguiente, para conocer la opinión del 26 de Marzo. Ahí informé sobre el contenido de los apuntes y la posibilidad de mi encuentro con Amodio en el Cuartel Florida.


Hubo unanimidad: había que abortar la idea de ese libro, que comprometería a todos los antigolpistas de izquierda y de los partidos tradicionales, y para ello yo debía correr el riesgo de reunirme con Amodio en el Batallón Florida, a fin de descubrir los alcances del complot contra las instituciones. También se resolvió que la tarea le quedaba grande al Frente Amplio, asediado por el autoritarismo en ciernes, y que se debía buscar el apoyo de Wilson Ferreira Aldunate.


Culminado el cónclave me dirigí, en horas de la tarde, al despacho del presidente de la Cámara de Diputados, Héctor Gutiérrez Ruiz, de quien era amigo personal, confidente de primicias en largas tertulias nocturnas que manteníamos en El Balón de Oro, cuando yo dirigía aquellos cinco diarios clausurados por Pacheco. Asombrado, el Toba convocó de inmediato a su despacho a Wilson, a quien le dije que actuaba por instrucciones del general Seregni y que estaba autorizado a entregarle una copia de las 61 páginas del manuscrito de Amodio.


A esa reunión siguieron otras en la casa de la madre de Wilson, frente al Gaucho, y finalmente Ferreira se comunicó con el entonces comandante en jefe del Ejército, general César Martínez, e intentaron proteger mi vida.


Me habían advertido que en cualquier momento me pasaban a buscar para ir al Florida. Me reúno con el padre de Amodio el domingo 1º de octubre, y la reunión queda para el día siguiente, a las 10 de la noche.


Mi esposa, Charo Márquez, médica siquiatra, un lujo de mujer, intenta por todos los medios convencerme de no encontrarme clandestinamente con Amodio, alegando el peligro al que me exponía no sólo yo, sino también a ella y a mis cinco hijos. Estoy atado al mástil, le dije. Nunca me lo pudo perdonar. Fue una de las causas de nuestra separación; cuando me condenó el Escuadrón de la Muerte, cuando me avisan que los capitanes del Florida me buscan para vengarse, cuando irrumpió el infame golpe de Estado, el asalto a mi casa, la huida, mis hijos quedando como rehenes del inspector Víctor Castiglioni, el exilio y todo lo demás. Fue otra de las tristes consecuencias de mi intervención en el caso Amodio. Y Charo tenía razón. Pero, como en las tragedias griegas, hay hechos que son inevitables. No me arrepiento de haber corrido el riesgo por una causa justa.


La reunión en el Florida finalmente se llevó a cabo en la medianoche del lunes 2 de octubre de 1972 y duró hasta las 7 y 30 de la mañana del martes 3. Me llevó el capitán Luis Eduardo González. Al entrar al Florida conmigo, la guardia se cuadró ante él. González me presentó a los capitanes Calcagno y Aguirregaray y luego me dejaron a solas con Amodio durante casi 8 horas.


¿Qué pasó en esas 8 horas?


Es muy largo para resumirlas. Algún día lo contaré in extenso, pero por ahora, después de 43 años, siento con orgullo haber cumplido con el mandato que me dieron la izquierda uruguaya y los propios compañeros tupamaros consultados: no publicar ni una sola letra de ese manuscrito.


Puedo decir que Amodio intentó convencerme de las bondades del golpe antioligárquico, protagonizado por oficiales nacionalistas de las FFAA, que detonaría en diciembre con la publicación de sus memorias.


¿Fue esa idea la que llevó a Amodio a elegirlo a usted para escribir sus memorias?


Fue multicausal. La amistad, el compañerismo sindical, el haber designado a su padre como jefe del taller de la impresora, mi revisionismo histórico, la necesidad de nuevos recursos económicos para editar un nuevo diario de izquierda, la lucha de mis diarios contra la rosca oligárquica –término éste que se constituyó en el santo y seña de la denuncia de esos diarios contra la corrupción del poder económico–, así como otras circunstancias que convergieron en una “alineación de astros” para estar en el lugar y en el momento exactos para ser parte de esta historia, para nada agradable.


Me ofreció 200 millones de pesos de la época, que yo podría utilizar para la edición del nuevo diario de izquierda, ya que todos los anteriores estaban clausurados.


Salí en defensa de Sendic, a quien respetaba por su honestidad política y personal. Y en eso fue intransigente. Culpaba a Sendic de la derrota. Todo su manuscrito resumía un gran rencor hacia la máxima figura de los tupamaros. Me aseguró que Fernández Huidobro y otros dirigentes guerrilleros, no así Sendic, estaban trabajando con los militares del Florida en la investigación de los ilícitos económicos del poder oligárquico, y que mi amigo Ettore Pierri, a quien yo había contratado como periodista en mis diarios, trabajaba en esa tarea 8 horas por día. Le dije que me parecía muy bien que los prisioneros trataran de convencer a sus captores, haciéndoles saber que estaban al servicio de la oligarquía y no de la emancipación popular. Es la regla de oro de la contradicción principal, oligarquía-pueblo.


Pero muy distinto era unirse a los militares, como hacía él, para intentar editar un libro que terminaría con el procesamiento de los principales líderes de la izquierda uruguaya y de los dirigentes antigolpistas de la burguesía nacional.


En ese punto todo se trancaba. No podía explicar cómo revelaba los encuentros del MLN con el Frente Amplio y con los líderes antigolpistas, principalmente del Partido Nacional y algunos del Partido Colorado. El manuscrito era el pretexto perfecto para el inicio del terrorismo de Estado más implacable que conoció el país.


A sabiendas de encontrarme en un cuartel, del cual podría no salir, le dije que consideraría la idea siempre y cuando se suprimieran todos los nombres de los dirigentes de izquierda y de los antigolpistas que no eran de izquierda. Me contestó que eso era lo único que no podía suprimir.


La confesión era clara. La moneda de cambio de su libertad y la de su mujer no era el arreglo de los papeles del teniente Méndez, ni la señalización de lugares o la entrega de compañeros: era la edición de ese libro, buscando el desafuero de gran parte de la clase política, para legitimar el golpe de Estado.


Amodio me miró por última vez y creo que se dio cuenta de que su misión conmigo había fracasado. Sin embargo me dejó ir con la derrota en su rostro. Quizás aún no había condiciones para intentar retenerme prisionero.


Han pasado tantos años y aún no puedo explicarme cómo a Amodio se le ocurrió pensar, aunque fuera por un instante, que yo podría escribir un libro en el que delataba a los principales dirigentes del Frente Amplio, la organización política que ayudé a formar con todas las fuerzas de los diarios de masas que fundé, sufriendo clausuras, prisión, atentados, persecuciones y penurias. Sólo la insensatez puede explicar esa falta de intuición y de análisis sobre el destinatario de su propuesta.


¿Volvió a verlo o a saber de él en alguna otra oportunidad?


Nunca más lo vi, ni supe de él.


Después de la entrevista, los hechos ya han sido revelados: mis cinco reuniones con dirigentes de todas las organizaciones frentistas y con Wilson y Gutiérrez Ruiz, mi condena a muerte por el Escuadrón de la Muerte –publicada en el semanario Azul y Blanco–, el intento de los capitanes del Florida de llevarme de nuevo por la fuerza al cuartel, desestimado por el coronel Legnani, el secuestro del que fui objeto en mi domicilio, donde me encapucharon y trasladaron a una casa secreta donde me interrogó el coronel Trabal, mi reunión con el comandante del Ejército, el general antigolpista César Martínez, mi retorno al Batallón Florida para reconocer todos los lugares donde estuve, ya que el jefe del batallón negaba mi presencia clandestina en su unidad, mis citaciones al Regimiento Nº 1, en el kilómetro 14 de Camino Maldonado, del cual dependía el Batallón Nº 1 Florida. Ese regimiento estaba comandado por un militar de honor, antigolpista, el coronel Caballero, con el cual mantuve varias reuniones con mensajes para Seregni. El primer papelito que me dio el padre de Amodio, redactado por su hijo, y que le entregué al senador Dardo Ortiz, permitió confirmar mi denuncia sobre los preparativos del golpe de Estado.


En la sesión parlamentaria del 8 de mayo de 1973, cuyas actas conservo con orgullo luego de los peligros vividos, todos los partidos políticos reconocieron, a través de las exposiciones de los senadores Ferreira Aldunate, Michelini, Paz Aguirre y Terra, que “la conducta intachable y muy digna del señor Fasano, desechando una abultadísima suma de dinero, contribuyó eficazmente a desbaratar una conjura contra las instituciones y el sistema político del país”.


¿Por qué estima que volvió Amodio Pérez?


No tengo ninguna duda, conociéndolo, de que volvió porque no quiere llevarse a la tumba su imagen de traidor.


Se irá con las dos versiones. Si el silencio lo condenaba, la elocuencia de hoy, también.

Un hombre que deja su tranquila vida de trabajador especializado y la pone en riesgo al servicio de una idea noble y solidaria, que es concretar ese sueño milenario de justicia y libertad, que nos era tan esquivo; que pierde poder en la correlación de fuerzas internas y es desplazado de todos los mandos, escurriéndosele, además, todo aliciente en la lucha social debido a su orgullo, su falta de autocrítica, su rencor frente al líder y fundador; agravada su desolación por la captura de su compañera afectiva, hundiéndose en el abismo de colaborar con los torturadores y ayudar a los terroristas de Estado en su macabro plan de exterminio selectivo de las fuerzas populares, no puede irse de este mundo sin una oportunidad de expiación personal.


Creo que en sus últimos 43 años de vida debe haber padecido un infierno dantesco. No soy de los que creen que al huir, en la forma en que lo hizo, obtuvo su felicidad.


Fui su amigo. Fue, durante una década, un idealista, y el hubris lo derrotó. Y como la historia, como me enseñó Tácito, debe escribirse sin pasión y sin ira, no puedo ocultar que me duele Amodio Pérez. No me solazo con su tragedia personal. Me entristece.


Hubiera preferido que volviera a pedir perdón a la izquierda uruguaya y a sus compañeros tupamaros por los crímenes de conciencia cometidos. Le digo lo mismo que a los militares que instalaron el terrorismo de Estado en nuestra Nación: no puede haber perdón sin un acto de contrición, sin el reconocimiento de las terribles sevicias cometidas.


Pero no fue así. Volvió con el orgullo herido, atacando nuevamente a su organización, a sus compañeros, en definitiva, a la izquierda en el poder, y lo hizo de la mano de un diario que fue el intelectual orgánico de la dictadura.

En lo que a mí respecta, sigue sin entender que hice lo que debía hacer.


Me dedica, en el libro Palabra de Amodio, veintitrés referencias. Afirma en la página 218 del primer libro de Marius, Tiranía de la miseria, que “contactar con Fasano fue uno de los errores más grandes de mi vida”.


Y tiene razón. No se le ocurre, por un instante, que si yo hubiera escrito sus memorias, el traidor era yo; traidor a mi conciencia, a mis ideas, a mi historia y a la izquierda a la que entregué mi vida. No puedo ni imaginarme en esa situación. En ese mismo libro también me acusa de haberle “tendido una trampa y caí como un chorlito” (página 218), para agregar que lo usé para “encumbrar a Fasano como salvador de la democracia y a punto estuvo de conseguirlo” (páginas 219 y 224).


En el libro reitera el tema de la trampa de Fasano (página 136) y me acusa de construirle “una encerrona con el MLN y Ferreira Aldunate” (página 197) y de haber pergeñado, junto con Trabal, Ferreira Aldunate y Fernández Huidobro, “la estratagema de mi manuscrito escrito en hojillas” (páginas 211, 219 y 220).

Acá lo único cierto es que yo no traicioné mi conciencia y él sí lo hizo, y vaya si lo estará pagando, porque Amodio es también un ser humano y también tiene conciencia, y debe estar sufriendo como sufría Shylock en El Mercader de Venecia.

Traicionar su conciencia debe ser lo más terrible que puede pasarle a un ser humano, cuando se mira todos los días al espejo de su propia alma.


Y cómo cuesta curarse de la infección del alma. La única vacuna es la humildad y el arrepentimiento.


Volvió con más de lo mismo. Denigrando a la organización que fundó, siendo funcional a los intereses contrarios a un gobierno de izquierda, llevado a todos lados de la mano del diario que fuera intelectual orgánico de la dictadura. Este rifirrafe que está protagonizando es la reiteración de un gran error.


¿Tiene algún mensaje para su ex amigo?


Se me ocurren rápidamente tres.


El primero, que intente ser el original de los años 60, tirando al basurero de su historia la fotocopia impresentable que es hoy. Y no comparo los crímenes de conciencia que cometió un prisionero aterrado ante el horror de la tortura y la muerte, suyas y de su compañera, con los crímenes de lesa humanidad que esa jauría uniformada, que gozaba con las torturas y violaciones de seres humanos indefensos, cometió contra prisioneros desarmados.


Segundo, que lea a Hegel, que explica cómo cuando se tiene una segunda derrota generalmente es por no haber comprendido el significado de la primera.


Este retorno es su segunda derrota.


Y finalmente, decirle que aún tiene espacio y tiempo para expiar sus culpas. Que aproveche esta estadía prolongada en nuestro país, no prevista en sus planes, para ponerse al servicio de la Justicia, demandada a gritos por veintiocho mujeres dignas, ultrajadas por esa cobarde pandilla de bribones armados que, violando su juramento estatal, transformaron su obligación de proteger a los ciudadanos en el miserable derecho de pernada sobre mujeres indefensas.


No creo que Amodio haya torturado a nadie. No lo concibo. Pero si es verdad, como afirma una de las denunciantes, que estaba presente en la tortura, obligado o no, si es verdad que presenció cómo violaban a sus compañeras, delito estatal imprescriptible, que agradezca al destino haber retornado, para denunciar con nombres y apellidos a esas lacras humanas. Puede ser su gran minuto de piedad de los últimos 43 años. Como decía el genio Jorge Luis Borges en su ‘Biografía de Tadeo Isidoro Cruz’, “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Quizás este sea el momento más importante en el presente de Amodio. El momento de mirarse al espejo queriendo encontrar la imagen de su juventud perdida, comprometida antaño con el mejor humanismo, y quizás, ¿por qué no?, se anime a zambullirse en ese gesto que le propongo.


Quizás un gesto que cambie el rumbo de su desdichada vida.


Y así, podría morir en paz consigo mismo.