Estados Unidos, con 300 millones de habitantes, tiene un ejército de más de un millón de efectivos. Colombia, con 48 millones de habitantes, tiene un ejército de más de 500.000. Colombia debería ser, pues, uno de los países más seguros del mundo.
William Ospina
23/08/2015
Jaime Garzón. Humorista asesinado ¿por el ejército o los paramilitares?
Pero seis millones de hectáreas arrebatadas a sus dueños, seis millones de ciudadanos desplazados, una aterradora lista de masacres desde 1946, la mayor cifra de desaparecidos en la mayor impunidad, una guerra de guerrillas de 50 años y diez millones de colombianos en el exilio demuestran que las soluciones para un país como Colombia no son ni fueron nunca militares.
La función de ese inmenso ejército no parece ser la defensa de las fronteras. Es más, recientemente hemos perdido una parte considerable de nuestro mar territorial. Su misión es la de defender el orden público, que sin embargo ha padecido violencia por 80 años. La porción del presupuesto nacional que consume es elevadísima, y la principal justificación de ese presupuesto son los ocho, o diez o veinte mil guerrilleros alzados contra el orden legal. ¿Por qué no han podido exterminarlos en 50 años? Porque la guerra de guerrillas es imposible de controlar. No es una guerra regular: atacan y desaparecen. Y si nadie pudo acabar con el IRA en ese campo de flores que es Irlanda, y si nadie pudo acabar con ETA, en ese bosque sereno que es el país vasco, ¿cómo acabar con las guerrillas en esta selva equinoccial, en estos páramos de niebla, en esta jungla inaccesible? Nada como el gobierno de Uribe Vélez, con su guerra total, demostró que era necesaria una negociación.
Lo más alarmante es que este ejército descomunal a partir de cierto momento no consiguió proteger a los ciudadanos amenazados por una lucha guerrillera que, lejos de atacar el poder central, terminó cebada con los pequeños propietarios y con la clase media que viajaba por las carreteras. Este ejército acabó permitiendo y a veces propiciando la formación de ejércitos paralelos, y todos vimos inermes en Colombia cómo la justicia constitucional cedía paso a la justicia por mano propia, al crimen disfrazado de justicia, armando ejecuciones atroces en las plazas de los pueblos, a menudo con la complicidad de las fuerzas armadas.
El espanto final fue ver cómo el ejército proporcionalmente más grande del continente, en vez de combatir a sus enemigos, se aplicaba a disfrazar de guerrilleros a jóvenes humildes de las barriadas y presentarlos como éxitos de la política de guerra, en un holocausto del que los únicos que no se enteraban eran el ministro de Defensa y el presidente de la República.
Ahora, Santos, que subió al poder entonando el hosanna del “mejor gobierno de la historia”, mira en el espejo retrovisor y declara que los dineros de la salud fueron robados por los paramilitares en los gobiernos precedentes. Y Uribe, que se ve atacado de ese modo por su heredero, le recuerda que Santos era ministro de Defensa, y que si los paramilitares robaron el tesoro público es porque él lo permitió. Con lo cual admite que no puede haber paramilitarismo sin la complicidad del Estado y de los altos poderes.
También él podría mirar en el retrovisor para ver a Santos en todos los espejos anteriores, como ministro de Defensa, de Hacienda, de Comercio Exterior, como alto funcionario de la Federación de Cafeteros, como propietario del más influyente diario nacional. Con acceso a esas fuentes uno no puede alegar ignorancia, con esas responsabilidades uno no puede alegar inocencia.
Pero Santos, que ya lleva cinco años gobernando y estuvo en todos los gobiernos anteriores, se sigue ofreciendo como una esperanza. Colombia será la más educada en el 2025, la más moderna en el 2018, y la paz está, como siempre, a las puertas.
Ambos quieren acabar con la guerra, pero pretenden no tener ninguna responsabilidad en ella. Acusan a la guerrilla de ser responsable de todas las violencias colombianas y se sienten con derecho a ser los impugnadores del mal, a señalar a los culpables.
Mi opinión es que la guerrilla es responsable de muchos crímenes, de muchas atrocidades y de muchas locuras, pero que no lo habría sido si este país no hubiera crecido bajo el arrogante poder de los Santos y de los López, de los Gómez y de los Uribes, que convirtieron sus discordias en las discordias de todos.
Esos viejos conservadores y esos viejos liberales que mataron a Gaitán son los responsables de las guerrillas, del narcotráfico y de los paramilitares, porque ya gobernaban a este país mucho antes de las guerrillas, de los narcotraficantes y de los paramilitares.
Durante 50 años justificaron la guerra, hicieron la guerra, nos ordenaron la guerra, y perseguían al que no la quisiera. Ahora quieren la paz, pero una paz sólo suya, con sus métodos herméticos y ocultos a la manera de Santos, con sus sistemas de guerra implacable y de arbitrariedad militar a la manera de Uribe, pero sin cambiar en nada la injusticia que hizo nacer la guerra, y para seguir siendo los dueños del país, los arrogantes dueños de sus soluciones.
Tiene que haber en el Ejército alguien que entienda que el honor de las armas de la República exige poner fin a esta guerra y a todas las degradaciones que trajo sobre el país entero. Tiene que haber en el Estado muchos que sepan que necesitamos un nuevo orden de grandeza y de generosidad, no esta feria de vanidades, de violencias y de indignidad.
Tiene que haber en la sociedad millones de ciudadanos que sepan que merecemos una paz verdadera, no apenas decretada por las elites militaristas sino construida por los ciudadanos.
Que el país no necesita limosna sino empleo, que los jóvenes no necesitan armas sino horizontes de futuro en diálogo con el mundo.
Porque hasta ahora todos, incluida la izquierda parlamentaria, seguimos viviendo de las migajas del bipartidismo.
La reconfiguración cooptada del Estado
Alpher Rojas Carvajal | Si faltaran argumentos para identificar el estado de decadencia de la democracia en Colombia, presionada por la progresiva deslegitimación de sus instituciones y la inacción de su pusilánime clase dirigente, el llamado “festival de los avales” en esta época electoral, otorgados por los partidos a personajes de punible moral, bastaría para sustentar su deterioro.
Ahora no se trata tan sólo de la reciprocidad mercantil entre actores de asimétrico status, que por esta vía buscan incrementar el capital electoral de su colectividad o asegurarse el usufructo particular y prolongado de los bienes públicos. Al eludir instancias y despreciar los valores de la meritocracia para privilegiar el ascenso de familiares, socios o compadres en la jerarquía política, se reconfigura la institucionalidad política de forma contraria a las reglas democráticas de competencia entre iguales. Al mismo tiempo es una compra al menudeo de una certificación que les confiere peso significativo en el sistema de poder y les sirve de base para articular las relaciones que ordenan el funcionamiento de la política.
Candidato. Jesús I. Londoño, intermediario de narcos.
Los partidos políticos se han convertido en el escenario apropiado para que actores legales e ilegales adelanten procesos de captura y reconfiguración cooptada del Estado. A través de la infiltración y penetración de las “líneas de mando” de las fuerzas políticas tradicionales y de las subsidiarias creadas para su aparente competencia –como el uribismo–, grupos y redes criminales contactan a funcionarios públicos, líderes políticos y candidatos a cargos de elección popular, entre otros agentes sociales, para manipularlos y así intervenir en decisiones políticas, administrativas y legislativas, y cambiar el curso de la historia en su beneficio particular. La Asamblea Nacional Constituyente de 1991, sobornada por las mafias del narcotráfico y la alteración de los estatutos del Partido Liberal por su director Rafael Pardo; o la modificación del estatuto de rentas e impuestos municipales para favorecer las casas de apuestas, son un ejemplo de las anomalías que interfieren la democracia para reconfigurar el Estado y limitar el espacio público.
Hay evidencias de que estados cooptados descentralizados con democracias débiles configuran un entorno propicio para la sumisión de autoridades en el nivel local; en este sentido, “grupos económicos transnacionales pueden capturar fácilmente distintas instancias del Estado, lo cual se acentúa cuando no operan sistemas efectivos de rendición de cuentas o accountability”, o se dan debilidades técnicas o administrativas frente a las expectativas de lucro de redes y agentes legales e ilegales con fuerte capacidad de ejercer lobby.
Por esta vía, el Estado se convierte en rehén de las redes criminales, de los fraudes corporativos y de la cultura mafiosa. Ya no es indispensable armar una estructura, una fuerza política coherente y ética para representar los intereses colectivos, basta ser amigo del director del Partido. Los intereses de la cultura mafiosa y de la pequeña política se movilizan para lograr sus objetivos individuales.
Ya en un pasado, todavía no muy remoto, el neoliberalismo como doctrina económica de derecha se tomó al Partido Liberal de la mano de un presidente que reconfiguró el Estado no solo para reducir su autonomía y privatizar los bienes públicos sociales, sino para construir la formulación pseudojurídica de “sometimiento a la Justicia” favorable al narcotraficante Pablo Escobar. Como el Congreso es la corporación facultada para elegir a los magistrados de las altas cortes, la ciudadanía no espera mucho de la rectitud y la independencia de sus juicios y fallos. Las relaciones entre justicia, política y dinero han puesto de manifiesto la precariedad de la división de poderes.
Así, digamos, por ejemplo, que el Estado, al renunciar a la autonomía respecto del poder económico, al demostrarse incapaz tanto de asegurar el bienestar de los ciudadanos como de poner límites a la voracidad capitalista o de impedir la manipulación de su legislación por los circuitos mafiosos (no sólo los del narcotráfico, sino los de los juegos de azar y de trata de personas), ha perdido toda su legitimidad.¿No es hora de exigir la sumisión de la economía a la política y de las mafias a la Justicia?.
Jaime Garzón. Humorista asesinado ¿por el ejército o los paramilitares?
Pero seis millones de hectáreas arrebatadas a sus dueños, seis millones de ciudadanos desplazados, una aterradora lista de masacres desde 1946, la mayor cifra de desaparecidos en la mayor impunidad, una guerra de guerrillas de 50 años y diez millones de colombianos en el exilio demuestran que las soluciones para un país como Colombia no son ni fueron nunca militares.
La función de ese inmenso ejército no parece ser la defensa de las fronteras. Es más, recientemente hemos perdido una parte considerable de nuestro mar territorial. Su misión es la de defender el orden público, que sin embargo ha padecido violencia por 80 años. La porción del presupuesto nacional que consume es elevadísima, y la principal justificación de ese presupuesto son los ocho, o diez o veinte mil guerrilleros alzados contra el orden legal. ¿Por qué no han podido exterminarlos en 50 años? Porque la guerra de guerrillas es imposible de controlar. No es una guerra regular: atacan y desaparecen. Y si nadie pudo acabar con el IRA en ese campo de flores que es Irlanda, y si nadie pudo acabar con ETA, en ese bosque sereno que es el país vasco, ¿cómo acabar con las guerrillas en esta selva equinoccial, en estos páramos de niebla, en esta jungla inaccesible? Nada como el gobierno de Uribe Vélez, con su guerra total, demostró que era necesaria una negociación.
Lo más alarmante es que este ejército descomunal a partir de cierto momento no consiguió proteger a los ciudadanos amenazados por una lucha guerrillera que, lejos de atacar el poder central, terminó cebada con los pequeños propietarios y con la clase media que viajaba por las carreteras. Este ejército acabó permitiendo y a veces propiciando la formación de ejércitos paralelos, y todos vimos inermes en Colombia cómo la justicia constitucional cedía paso a la justicia por mano propia, al crimen disfrazado de justicia, armando ejecuciones atroces en las plazas de los pueblos, a menudo con la complicidad de las fuerzas armadas.
El espanto final fue ver cómo el ejército proporcionalmente más grande del continente, en vez de combatir a sus enemigos, se aplicaba a disfrazar de guerrilleros a jóvenes humildes de las barriadas y presentarlos como éxitos de la política de guerra, en un holocausto del que los únicos que no se enteraban eran el ministro de Defensa y el presidente de la República.
Ahora, Santos, que subió al poder entonando el hosanna del “mejor gobierno de la historia”, mira en el espejo retrovisor y declara que los dineros de la salud fueron robados por los paramilitares en los gobiernos precedentes. Y Uribe, que se ve atacado de ese modo por su heredero, le recuerda que Santos era ministro de Defensa, y que si los paramilitares robaron el tesoro público es porque él lo permitió. Con lo cual admite que no puede haber paramilitarismo sin la complicidad del Estado y de los altos poderes.
También él podría mirar en el retrovisor para ver a Santos en todos los espejos anteriores, como ministro de Defensa, de Hacienda, de Comercio Exterior, como alto funcionario de la Federación de Cafeteros, como propietario del más influyente diario nacional. Con acceso a esas fuentes uno no puede alegar ignorancia, con esas responsabilidades uno no puede alegar inocencia.
Pero Santos, que ya lleva cinco años gobernando y estuvo en todos los gobiernos anteriores, se sigue ofreciendo como una esperanza. Colombia será la más educada en el 2025, la más moderna en el 2018, y la paz está, como siempre, a las puertas.
Ambos quieren acabar con la guerra, pero pretenden no tener ninguna responsabilidad en ella. Acusan a la guerrilla de ser responsable de todas las violencias colombianas y se sienten con derecho a ser los impugnadores del mal, a señalar a los culpables.
Mi opinión es que la guerrilla es responsable de muchos crímenes, de muchas atrocidades y de muchas locuras, pero que no lo habría sido si este país no hubiera crecido bajo el arrogante poder de los Santos y de los López, de los Gómez y de los Uribes, que convirtieron sus discordias en las discordias de todos.
Esos viejos conservadores y esos viejos liberales que mataron a Gaitán son los responsables de las guerrillas, del narcotráfico y de los paramilitares, porque ya gobernaban a este país mucho antes de las guerrillas, de los narcotraficantes y de los paramilitares.
Durante 50 años justificaron la guerra, hicieron la guerra, nos ordenaron la guerra, y perseguían al que no la quisiera. Ahora quieren la paz, pero una paz sólo suya, con sus métodos herméticos y ocultos a la manera de Santos, con sus sistemas de guerra implacable y de arbitrariedad militar a la manera de Uribe, pero sin cambiar en nada la injusticia que hizo nacer la guerra, y para seguir siendo los dueños del país, los arrogantes dueños de sus soluciones.
Tiene que haber en el Ejército alguien que entienda que el honor de las armas de la República exige poner fin a esta guerra y a todas las degradaciones que trajo sobre el país entero. Tiene que haber en el Estado muchos que sepan que necesitamos un nuevo orden de grandeza y de generosidad, no esta feria de vanidades, de violencias y de indignidad.
Tiene que haber en la sociedad millones de ciudadanos que sepan que merecemos una paz verdadera, no apenas decretada por las elites militaristas sino construida por los ciudadanos.
Que el país no necesita limosna sino empleo, que los jóvenes no necesitan armas sino horizontes de futuro en diálogo con el mundo.
Porque hasta ahora todos, incluida la izquierda parlamentaria, seguimos viviendo de las migajas del bipartidismo.
La reconfiguración cooptada del Estado
Alpher Rojas Carvajal | Si faltaran argumentos para identificar el estado de decadencia de la democracia en Colombia, presionada por la progresiva deslegitimación de sus instituciones y la inacción de su pusilánime clase dirigente, el llamado “festival de los avales” en esta época electoral, otorgados por los partidos a personajes de punible moral, bastaría para sustentar su deterioro.
Ahora no se trata tan sólo de la reciprocidad mercantil entre actores de asimétrico status, que por esta vía buscan incrementar el capital electoral de su colectividad o asegurarse el usufructo particular y prolongado de los bienes públicos. Al eludir instancias y despreciar los valores de la meritocracia para privilegiar el ascenso de familiares, socios o compadres en la jerarquía política, se reconfigura la institucionalidad política de forma contraria a las reglas democráticas de competencia entre iguales. Al mismo tiempo es una compra al menudeo de una certificación que les confiere peso significativo en el sistema de poder y les sirve de base para articular las relaciones que ordenan el funcionamiento de la política.
Candidato. Jesús I. Londoño, intermediario de narcos.
Los partidos políticos se han convertido en el escenario apropiado para que actores legales e ilegales adelanten procesos de captura y reconfiguración cooptada del Estado. A través de la infiltración y penetración de las “líneas de mando” de las fuerzas políticas tradicionales y de las subsidiarias creadas para su aparente competencia –como el uribismo–, grupos y redes criminales contactan a funcionarios públicos, líderes políticos y candidatos a cargos de elección popular, entre otros agentes sociales, para manipularlos y así intervenir en decisiones políticas, administrativas y legislativas, y cambiar el curso de la historia en su beneficio particular. La Asamblea Nacional Constituyente de 1991, sobornada por las mafias del narcotráfico y la alteración de los estatutos del Partido Liberal por su director Rafael Pardo; o la modificación del estatuto de rentas e impuestos municipales para favorecer las casas de apuestas, son un ejemplo de las anomalías que interfieren la democracia para reconfigurar el Estado y limitar el espacio público.
Hay evidencias de que estados cooptados descentralizados con democracias débiles configuran un entorno propicio para la sumisión de autoridades en el nivel local; en este sentido, “grupos económicos transnacionales pueden capturar fácilmente distintas instancias del Estado, lo cual se acentúa cuando no operan sistemas efectivos de rendición de cuentas o accountability”, o se dan debilidades técnicas o administrativas frente a las expectativas de lucro de redes y agentes legales e ilegales con fuerte capacidad de ejercer lobby.
Por esta vía, el Estado se convierte en rehén de las redes criminales, de los fraudes corporativos y de la cultura mafiosa. Ya no es indispensable armar una estructura, una fuerza política coherente y ética para representar los intereses colectivos, basta ser amigo del director del Partido. Los intereses de la cultura mafiosa y de la pequeña política se movilizan para lograr sus objetivos individuales.
Ya en un pasado, todavía no muy remoto, el neoliberalismo como doctrina económica de derecha se tomó al Partido Liberal de la mano de un presidente que reconfiguró el Estado no solo para reducir su autonomía y privatizar los bienes públicos sociales, sino para construir la formulación pseudojurídica de “sometimiento a la Justicia” favorable al narcotraficante Pablo Escobar. Como el Congreso es la corporación facultada para elegir a los magistrados de las altas cortes, la ciudadanía no espera mucho de la rectitud y la independencia de sus juicios y fallos. Las relaciones entre justicia, política y dinero han puesto de manifiesto la precariedad de la división de poderes.
Así, digamos, por ejemplo, que el Estado, al renunciar a la autonomía respecto del poder económico, al demostrarse incapaz tanto de asegurar el bienestar de los ciudadanos como de poner límites a la voracidad capitalista o de impedir la manipulación de su legislación por los circuitos mafiosos (no sólo los del narcotráfico, sino los de los juegos de azar y de trata de personas), ha perdido toda su legitimidad.¿No es hora de exigir la sumisión de la economía a la política y de las mafias a la Justicia?.