11 jul 2016

ARGENTINA DEL BICENTENARIO

Lección de antihistoria

 Por Horacio González

En este escueto 9 de Julio, como conmemoración abollada y escuálida, hemos visto sorprendentes publicidades, repletas de simulados bucolismos, de mansos folklorismos y un ignorante acervo oficial de opiniones que demuestran un preocupante desprecio por la historia. Sin embargo, el desprecio garantiza la proliferación de lugares comunes que finalmente tienen usos múltiples. Trivializan el paisaje, desdeñan genealogías políticas, excluyen las primicias artísticas y no perciben ningún drama en la naturaleza. Pero la expresión desarticulada de ideas, no obsta para que la historia despojada de matices, retorne brutalmente al presente, con un proyecto no declarado de maniatar toda vitalidad social con una soterrada reivindicación de los momentos más oscuros de la historia contemporánea.
Esta efeméride les ha servido para ofrecer la visión de un mundo plano y uniforme. La tierra plana siempre fue una creencia de espíritus menores, pues en todas las épocas, la gran filosofía, la metafísica y la teología eligió la forma esférica para representar el planeta.
Más allá de lo que bruscamente se le endilga, una abaratada idea de globalización, ellos son la esfera destruida por el plano. Aquí lo que llamamos “globalización” es una forma empecinada e imprecisa de aplanar, extenuar y abatir las asincronías históricas. Todo lo que tiene la historia de “desigual y combinado” es desmantelado por escenografías chatas y desapasionadas, donde solo subsisten los ritos nostálgicos en lejanos patios escolares, por la vía de un virulento retroceso pedagógico de la conciencia ciudadana. Pasar por alto las singularidades, los desvíos y excepcionalidades del mundo histórico, es propio de los poderes tecno-gerenciales, que con sus tegumentos jurídicos emiten continuamente imágenes de arrasamiento de las incertidumbres y destinos cruzados que hay en toda existencia colectiva. Las honras oficiales prefirieron dejar en pie a Favaloro y al Jaguareté. Son escasas efigies, cada una en lo suyo, que nada tienen de objetables. Pero en su exigüidad nos permiten apenas la benevolente invocación de una agraciada fiera de sugestivo nombre guaranítico, y por otro el recuerdo del médico angustiado y suicida, parvo en definiciones más ambiciosas, pero lector de Martínez Estrada. Ni el admirable felino ni el extraño facultativo pueden resolver la penuria iconográfica y la sequedad de imágenes, filtradas por espíritus olvidadizos y lacónicamente informados.
Todos los dichos por los actuales gobernantes sobre esta conmemoración son penosas interpretaciones de un pasado fijo, pegado con chinches en el telgopor, que sin embargo tiene de vigorosamente actual un repertorio de amenazas y sorprendentes y rendiciones del sinuoso avatar nacional ante las plantas elefantinas del Borbón. Han racionalizado linealmente los sucesos de julio de 1816, como si se tratara de los dibujos de un mundo raso, sin las ondulaciones y quiebres que determinan toda asociación humana. La publicidad oficial y el propio presidente han insistido en una extraña idea de independencia. Lo que habitualmente se refiere a las relaciones de dominación y sujeción entre países, lo remiten a la “independencia personal”, a “estar cada día un poquito mejor”, a “tomar tus propias decisiones”. Confunden los procesos de autonomía nacional con la ideología del “emprendedor”, del “self made man” o del beatífico empleado al que le obligan a poner cara radiante frente al yugo cotidiano, prohibiéndole además el último, pobre y maltrecho recurso de la “viveza criolla”. Macri parece considerar a un evento complejo como éste como una reunión más, un poquito más problemática que otras, de concesionarios de supermercados ante nuevos métodos de comercialización. Su fraseología llena de atroces primitivismos desconoce las profundas significaciones que encierran los congresos del siglo XIX en cuanto al malogrado constitucionalismo, la imperfecta forja de derechos colectivos y las magras utopías sociales amortiguadas en sangre.
Se sorprenderían los predicadores de la felicidad futura si dijéramos que los eventos que conmemoramos tienen también la oscura atracción de constituirse en proyectos fallidos. Son señeros en sus esfuerzos inconclusos, ricos en sus alarmantes desvíos, y poderosos en sus ensoñaciones desmanteladas. En parte, se correspondían con la cruda realidad de estilos políticos sospechosamente parecidos a los que hoy elaboran la complaciente pedagogía sobre el 9 de Julio del 16 en la remota Tucumán, y en parte era lo que palpitaba en esa tragedia parca, que tocaba cuerdas cuya hondura no atinaba a comprender cuando proponía un Monarca Inca o cuando atinaba a redactar la declaración independentista con los idiomas subyacentes pero mayoritarios.
Diluido, destruido el Congreso por una Constitución desafortunada, en 1819, no por eso deja de demostrarse que las leyendas nacionales tienen una rara selectividad para rescatar muy sumariamente, y obtener lo que importa, de estos eventos múltiples, rodeados como un inesperado cometa de toda clase de detritus y polvillos que ennegrecen la atmósfera. Un agraciado concepto del acervo de Bolívar lo encontramos en la idea de Congreso Anfictiónico, como se sabe, su gran fracaso de 1826, diez años después de las justamente festejadas jornadas del Tucumán en la casita de Francisca Bazán de Laguna, que pasó a la historia por la efectiva insistencia de nuestras maestras de segundo grado, y donde Laprida presidió la sesión fundamental, cuya presencia se cuela siempre en nuestros recuerdos por los cuadernos escolares que llevaban su nombre y el tremendo alegato de Borges en el “Poema conjetural”.
Consultemos la edición de La Gazeta de Buenos Ayres en su largo editorial anónimo del 6 de diciembre de 1810, para considerar como debería ser una lección de historia. Leemos allí un raro artículo del cual vacilaríamos hoy en decir en qué reside su revulsivo interés. Su adicional atractivo estriba en que no sabemos quién lo ha escrito, usando una vigorosa primera persona. No podemos rebajar su importancia en virtud de las atormentadas acciones que luego se desarrollarían por el mismo asunto, a saber: se trata, eminentemente, de la cuestión del federalismo o cuestión anfictiónica (semejante a la construcción federativa). El articulista cita a Jefferson, quien había trazado un idílico panorama de las formas de resolución de conflictos entre las tribus indígenas de Norte de América, con una mezcla de federalismo y patriarcalismo. Lo compara también a los cantones suizos con una “dieta general” que respetaba que cada cantón eventualmente se atuviese a formas democráticas, o bien aristocráticas.
El autor (¿Moreno?) condena el espíritu anfictiónico, dando ejemplos provocativos de una imposibilidad, adelantándose muchos años con esta condena al Congreso que luego citará Bolívar en 1826 (en Panamá, su istmo de Corinto) admitiendo la suave y entusiasta comparación entre el istmo de Paraná y el que une la Hélade con el Peloponeso. (El canal de Corinto antecede en algunos años al Canal de Panamá). Se trataría de las imposibilidades geográficas que harían inútil al federalismo sin que eso suponga volver al Rey. Fijarse en la grave razón de las distancias geográficas lleva a preguntarse: ¿qué hacer con Filipinas, o quién “conciliaría nuestros movimientos si no tenemos con México más relaciones que con Rusia y Tartaria”? Los congresos anfictiónicos de la Antigüedad, prosigue el ignoto escritor de la Gazeta, únicamente se referían al ordenamiento del culto de Delfos, a fin de unirse solo en términos del ejercicio de lo sagrado.
El severo articulista no parece entonces ver otra salida que una mínima fraternidad entre las provincias que están imbricadas en el proceso de emancipación, y que al mismo tiempo evite la disensión interior. ¿Quién escribió estos extraños párrafos, que motivarán luego guerras civiles y estruendosos fracasos políticos? Al leerlos, se tiene el mismo sentimiento de provisoriedad reflexiva y frágil autoría que alberga el lector futuro. Sentimientos no diferentes que tendría el ignoto espectro del pasado que los ha escrito. Son tiempos cuya sabiduría está esparcida en lecturas que no parecen más que chispas de raciocinios apenas insinuados.
El Congreso de Tucumán declaró la independencia de un país que ya es otro, que ni territorialmente, ni lingüísticamente, ni socialmente, ni económicamente, pertenece a nuestra esfera contemporánea. Pensarlo desde nuestro presente requiere despojar la historia de malezas pero respetando toda hojarasca. El articulista de 1810, al decir la palabra griega “anfictiónico”, que significa “fundación conjunta”, pronuncia ya la sentencia que devela la fragilidad del Congreso del 16 –marcha con la Independencia hacia el Pacífico, hazaña que hasta Carlyle saludara–, pero como bien notó Alberdi, dejó desprotegido al Alto Perú. Y también clava una espina al Congreso panameño bolivariano citado dieciséis años después. ¿Pero importa decirlo hoy, desbarata la felicidad de nuestros escolares y la cabalgata ritual de las personas que honrosamente se visten ahora de gauchos? Al menos en un caso sí importa, pues estas rendijas de la historia son una lección que repite sus oscuros cánticos. Es como si Moreno le hubiera advertido a Laprida y luego al propio Bolívar sobre los riesgos del ambicioso pero ingenuo proyecto de hacer el Congreso constituyente de “fundación conjunta” en Panamá, incluyendo a Estados Unidos, el país de Jefferson. ¡Pero Macri qué sabe de esto! En su abstinente antihistoria, puede prestar atención, pero solo si oye la palabra Panamá.