Por Néstor Restivo
24 de diciembre de 2017
Como todo sugería, menos el afán del gobierno argentino por mostrarse “en el mundo”, la reciente reunión de la Organización Mundial del Comercio en Buenos Aires fue un gran fiasco. Para peor, en ese marco el gobierno anfitrión también ambicionaba anunciar un acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea, lo que tampoco ocurrió y deberá esperar, al menos para tener un esbozo, y ni siquiera eso está garantizado, los próximos meses.
Si bien en teoría cada uno de sus 164 países socios tiene un voto, y un solo voto alcanza para bloquear cualquier iniciativa, las presiones juegan. Es decir, la OMC no es como el FMI o el Consejo de Seguridad de la ONU, donde hay voto calificado, países que manejan la batuta y otros que, apenas y con suerte, el timbal. La OMC debe actuar por consenso absoluto. Aunque nadie ignora que un país como Estados Unidos tiene herramientas para convencer o apretar a, por ejemplo, Bostwana, para un voto allí, es interesante señalar el dato de igualdad de votación para ver por qué, entre otras cosas, la OMC no avanza un sólo paso desde que lanzó la llamada Ronda de Doha en 2001.
Hace dieciséis años que sus delegados se reúnen siempre tras murallas, mientras afuera los pueblos los repudian, para avanzar en “liberar” el comercio, y fracasan. En Buenos Aires pasó igual. Tanto con el no avance como con el pueblo repudiando, esta vez co –que también lidera por un año el Grupo de los 20– se ufana de ello como gesto de seriedad capitalista mientras reprime (hasta la muerte en algunos casos), tiene presos políticos y niega el ingreso de organizaciones extranjeras que siempre habían participado de las citas de la OMC. Si Mauricio Macri quería una vidriera en la cual mostrar liderazgo, así fuera para sus colegas del Cono Sur y aún para patéticos como Michel Temer, en la tapa de diarios como Financial Times apareció el escándalo de la censura y la falta de libertades democráticas, pero ni un solo titular sobre pactos firmados entre los negociadores.
La OMC está trabada en al menos tres cuestiones:
24 de diciembre de 2017
Como todo sugería, menos el afán del gobierno argentino por mostrarse “en el mundo”, la reciente reunión de la Organización Mundial del Comercio en Buenos Aires fue un gran fiasco. Para peor, en ese marco el gobierno anfitrión también ambicionaba anunciar un acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea, lo que tampoco ocurrió y deberá esperar, al menos para tener un esbozo, y ni siquiera eso está garantizado, los próximos meses.
Si bien en teoría cada uno de sus 164 países socios tiene un voto, y un solo voto alcanza para bloquear cualquier iniciativa, las presiones juegan. Es decir, la OMC no es como el FMI o el Consejo de Seguridad de la ONU, donde hay voto calificado, países que manejan la batuta y otros que, apenas y con suerte, el timbal. La OMC debe actuar por consenso absoluto. Aunque nadie ignora que un país como Estados Unidos tiene herramientas para convencer o apretar a, por ejemplo, Bostwana, para un voto allí, es interesante señalar el dato de igualdad de votación para ver por qué, entre otras cosas, la OMC no avanza un sólo paso desde que lanzó la llamada Ronda de Doha en 2001.
Hace dieciséis años que sus delegados se reúnen siempre tras murallas, mientras afuera los pueblos los repudian, para avanzar en “liberar” el comercio, y fracasan. En Buenos Aires pasó igual. Tanto con el no avance como con el pueblo repudiando, esta vez co –que también lidera por un año el Grupo de los 20– se ufana de ello como gesto de seriedad capitalista mientras reprime (hasta la muerte en algunos casos), tiene presos políticos y niega el ingreso de organizaciones extranjeras que siempre habían participado de las citas de la OMC. Si Mauricio Macri quería una vidriera en la cual mostrar liderazgo, así fuera para sus colegas del Cono Sur y aún para patéticos como Michel Temer, en la tapa de diarios como Financial Times apareció el escándalo de la censura y la falta de libertades democráticas, pero ni un solo titular sobre pactos firmados entre los negociadores.
La OMC está trabada en al menos tres cuestiones:
La transición de una globalización donde los Estados Unidos de la era Trump repudia el llamado “libre comercio”, que no es tal, mientras paradójicamente un país gobernado por un Partido Comunista, como China, lo impulsa, y qué escenario comercial abre ese nuevo status quo.
La falta de arreglo en el comercio agrícola, algo que viene demorándose desde que este organismo comercial global, que tiene antecedentes en el GATT, se preanunciara al finalizar la II Guerra Mundial, debido principalmente al proteccionismo de Europa, Estados Unidos y en menor medida Japón, es decir la tríada de países desarrollados de posguerra.
La cuestión de cómo regular los servicios financieros, los vinculados a una variedad de temas que van desde la educación a la propiedad intelectual y las patentes, y los de nuevo tipo como el comercio electrónico.
En casi todos los casos, la piedra en el zapato es siempre la misma:
La pelea entre, por un lado, las grandes multinacionales que quieren vía libre para sus negocios y cero control social o nacional, y por otro, los Estados, en particular los del Sur, y las organizaciones populares y de la llamada sociedad civil, que no quieren seguir cediendo al poder económico y financiero global.
Como la OMC no avanza, ni nada indica que lo hará a corto plazo, cunden los tratados bilaterales o birregionales, que aún con más fuerza tienden a inclinarse hacia el lado del socio más poderoso. Ahí se enmarca el que tejen la Unión Europea y el Mercosur, que de acuerdo con sus críticos sería peor, para los países sudamericanos, que el fracasado ALCA con Estados Unidos la década pasada.
El rechazo no proviene sólo de Latinoamérica y de sus productores industriales y aun rurales, simpatizantes de Cambiemos (por la cerrazón europea a sus mercados), sino del progresismo europeo. A la OMC vino uno de los representantes de la bancada de izquierda Unitaria en el Parlamento de Estrasburgo, el belga Paul-Emile Dupret, y dijo a Cash que tal como están negociándolo, este acuerdo “perjudicará a las industrias del Cono Sur y beneficiará a multinacionales con base en Europa al acceso a servicios y a compras gubernamentales, que son muy importantes, en todo el mudo, para empresas y trabajadores locales”, puntos en los que “se avanza más allá de lo que intentaba el ALCA”.
Según Dupret, la ofensiva europea es en propiedad intelectual, compras gubernamentales en igualdad de condiciones para nacionales y extranjeros, exportación de industrias y liberación de servicios financieros y hasta educativos y de salud. “En esto último retrocederíamos a lo que se había avanzado en acceso a remedios genéricos”, agregó.
En algunos funcionarios del gobierno argentino, más allá de la retórica y la necesidad política de tener algo que anunciar en 2018, hay preocupación. “Abrimos mucho y no conseguimos nada. ¿Sólo algo más de carne por ceder en todo?”, dijo a este diario una negociadora con varias millas a Bruselas, y añadió que otro punto “durísimo” de la UE son los indicaciones geográficas: exigen que los países del Mercosur no usen “marcas” o nombres europeos como Rioja (la UE presentó casi 350 y reclamó exclusividad: ¿acaso ignoran que muchos nombres y apellidos de estas tierras son iguales a los europeos por su historia colonialista?). Inclusive avanzaron en expresiones genéricas o tradicionales. En Argentina, organismos del sector agropecuario y patentes identificaron medio centenar de posibles conflictos con derechos privados de particulares en regla y vigentes.
Pareciera, más bien, que como saben de la ansiedad del Mercosur por anunciar algo que le sirva política o discursivamente a sus líderes, aprovechan y reclaman más concesiones. Con la UE, Argentina tiene déficit comercial, igual que tiene con todos sus principales socios (Brasil, China, Estados Unidos), en un caso extraño del comercio mundial, agravado por el desplome exportador durante la experiencia Cambiemos. En la primera mitad de 2017, el saldo en rojo con la UE rondó los 1000 millones de dólares, y el perfil es el siguiente: 93 por ciento de lo que importamos son Manufacturas de Origen Industrial (MOI) y 62 por ciento de lo que exportamos son Manufacturas de Origen Agropecuario (MOA); luego 27 por ciento Productos Primarios, el 12 por ciento MOI y 0,1 por ciento son combustibles, según cifras de la consultora Abeceb.
Como la OMC no avanza, ni nada indica que lo hará a corto plazo, cunden los tratados bilaterales o birregionales, que aún con más fuerza tienden a inclinarse hacia el lado del socio más poderoso. Ahí se enmarca el que tejen la Unión Europea y el Mercosur, que de acuerdo con sus críticos sería peor, para los países sudamericanos, que el fracasado ALCA con Estados Unidos la década pasada.
El rechazo no proviene sólo de Latinoamérica y de sus productores industriales y aun rurales, simpatizantes de Cambiemos (por la cerrazón europea a sus mercados), sino del progresismo europeo. A la OMC vino uno de los representantes de la bancada de izquierda Unitaria en el Parlamento de Estrasburgo, el belga Paul-Emile Dupret, y dijo a Cash que tal como están negociándolo, este acuerdo “perjudicará a las industrias del Cono Sur y beneficiará a multinacionales con base en Europa al acceso a servicios y a compras gubernamentales, que son muy importantes, en todo el mudo, para empresas y trabajadores locales”, puntos en los que “se avanza más allá de lo que intentaba el ALCA”.
Según Dupret, la ofensiva europea es en propiedad intelectual, compras gubernamentales en igualdad de condiciones para nacionales y extranjeros, exportación de industrias y liberación de servicios financieros y hasta educativos y de salud. “En esto último retrocederíamos a lo que se había avanzado en acceso a remedios genéricos”, agregó.
En algunos funcionarios del gobierno argentino, más allá de la retórica y la necesidad política de tener algo que anunciar en 2018, hay preocupación. “Abrimos mucho y no conseguimos nada. ¿Sólo algo más de carne por ceder en todo?”, dijo a este diario una negociadora con varias millas a Bruselas, y añadió que otro punto “durísimo” de la UE son los indicaciones geográficas: exigen que los países del Mercosur no usen “marcas” o nombres europeos como Rioja (la UE presentó casi 350 y reclamó exclusividad: ¿acaso ignoran que muchos nombres y apellidos de estas tierras son iguales a los europeos por su historia colonialista?). Inclusive avanzaron en expresiones genéricas o tradicionales. En Argentina, organismos del sector agropecuario y patentes identificaron medio centenar de posibles conflictos con derechos privados de particulares en regla y vigentes.
Pareciera, más bien, que como saben de la ansiedad del Mercosur por anunciar algo que le sirva política o discursivamente a sus líderes, aprovechan y reclaman más concesiones. Con la UE, Argentina tiene déficit comercial, igual que tiene con todos sus principales socios (Brasil, China, Estados Unidos), en un caso extraño del comercio mundial, agravado por el desplome exportador durante la experiencia Cambiemos. En la primera mitad de 2017, el saldo en rojo con la UE rondó los 1000 millones de dólares, y el perfil es el siguiente: 93 por ciento de lo que importamos son Manufacturas de Origen Industrial (MOI) y 62 por ciento de lo que exportamos son Manufacturas de Origen Agropecuario (MOA); luego 27 por ciento Productos Primarios, el 12 por ciento MOI y 0,1 por ciento son combustibles, según cifras de la consultora Abeceb.