Por Eric Nepomuceno
A estas alturas, hay un cuadro razonablemente definido en lo que se refiere a alianzas y candidaturas. Pero persiste la gran incógnita, de la cual dependerá el cuadro real que saldrá de las urnas: el destino de Lula da Silva. Un sondeo divulgado por estos días indica que luego de la confusión registrada el domingo 8 de julio, cuando la determinación de un juez de segunda instancia de liberar a Lula fue contestada por otro, de instancia inferior, que contó con la complicidad de la Policía Federal para cometer un acto clara y llanamente ilegal, manteniendo Lula en la cárcel después de un juicio plagado de arbitrariedades y atropellos a las principios más básicos de la Justicia, su popularidad creció. Los que declaran intención de votar al ex presidente llegaron al 41 por ciento de los entrevistados. La suma de todos los demás, tanto los ya nominados como los que seguramente lo serán, es del 29. Es una situación esdrújula, que indica hasta qué punto de confusión se llegó en un país absolutamente conturbado.
Al mismo tiempo, se selló la alianza de los llamados partidos ‘de centro’, que en realidad responden a la derecha y reúnen el mayor contingente de políticos denunciados o bajo investigación, alrededor del ex gobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin, cuyo carisma es comparable al de una hoja vieja de lechuga. Alckmin, cuya intención de voto declarada en los sondeos ronda la marca del 6 por ciento, pasó a detener el mayor espacio en la propaganda electoral que será transmitida por la radio y la televisión a partir de septiembre. Se trata de un capital envidiable. Queda por ver qué logrará el insulso y provinciano candidato.
Los demás candidatos, a excepción de un troglodita homofóbico, racista, defensor de la pasada dictadura militar, del actual golpe, del asesinato y la tortura, llamado Jair Bolsonaro, tienen un difícil horizonte por delante. La mezcla rara de evangélica y ambientalista Marina Silva, que apoyó el golpe que destituyó a la presidenta Dilma Roussef y aprobó la detención ilegal de Lula da Silva, dispondrá de escasos ocho segundos en la propaganda televisiva. Tiempo suficiente para decir su nombre y poco más. Un candidato de centro-izquierda llamado Ciro Gomes igualmente patina: a menos que logre a última hora una cada vez más improbable alianza formal, dispondrá de escasísimo tiempo de propaganda electoral. Bolsonaro, por su vez, sigue estacionado como favorito, caso Lula no logre oficializar su candidatura, pero a astronómica distancia en los sondeos. Cualquier analista mínimamente lúcido apuesta a que, en un escenario sin el favorito, Bolsonaro se disolverá gracias a su inconsistencia, a su falta absoluta de control sobre lo que dice y su radicalismo de cavernícola, y cederá parte substancial de su electorado al derechista Alckmin.
Los demás no tienen cómo despegar, tanto los de izquierda como los de derecha. Y sobreviven las figuras folklóricas, que cada cuatro años se presentan con el único objetivo de luego vender –literalmente– su insignificante apoyo al mejor postor. Prevalece, mientras tanto, la gran y definidora pregunta: ¿qué hará Lula? De momento, el más popular e importante líder político brasileño reitera que mantendrá su candidatura hasta las últimas consecuencias. Se niega a siquiera admitir una alternativa. Irá estirar la soga hasta más allá de cualquier límite. Y entonces indicará o no a quién su sólido electorado deberá elegir.
Con eso, surge otra incógnita: ¿cuántos se mantendrán fieles a Lula?
Con la suma de acciones, todas absurdamente ilegales, destinadas a impedir que Lula se presente a las urnas, lo que se logró fue la situación más previsible del mundo: la absoluta y muy peligrosa imprevisibilidad. Ni siquiera un viejo dicho brasileño –el futuro, a Dios pertenece– tiene base en el Brasil de hoy.
Es que aquí el futuro casi no existe. Y por eso no pertenece a nadie.
29 de julio de 2018
El sábado 5 de agosto se agota el plazo para que los partidos políticos brasileños realicen sus convenciones, sellen sus alianzas e indiquen sus candidatos a las presidenciales de octubre. Y la verdad es que nadie tiene idea de lo que ocurrirá.
El sábado 5 de agosto se agota el plazo para que los partidos políticos brasileños realicen sus convenciones, sellen sus alianzas e indiquen sus candidatos a las presidenciales de octubre. Y la verdad es que nadie tiene idea de lo que ocurrirá.
Buena muestra de eso es la afirmación de Carlos Augusto Montenegro, quien desde hace casi medio siglo –desde 1971– preside uno de las más influyentes encuestadores electorales, el IBOPE, Instituto Brasileño de Opinión Pública y Estadística. Con semejante experiencia de prever resultados, Montenegro admite que la de 2018 será la elección “más difícil de la historia de Brasil”, según le dijo a Bernardo Melo Franco, del muy conservador diario O Globo. Como prácticamente todos los analistas políticos brasileños, él dice que nunca antes había visto “al elector tan frío y desmotivado” faltando poco menos de dos meses para que se defina el nombre del futuro presidente.
A estas alturas, hay un cuadro razonablemente definido en lo que se refiere a alianzas y candidaturas. Pero persiste la gran incógnita, de la cual dependerá el cuadro real que saldrá de las urnas: el destino de Lula da Silva. Un sondeo divulgado por estos días indica que luego de la confusión registrada el domingo 8 de julio, cuando la determinación de un juez de segunda instancia de liberar a Lula fue contestada por otro, de instancia inferior, que contó con la complicidad de la Policía Federal para cometer un acto clara y llanamente ilegal, manteniendo Lula en la cárcel después de un juicio plagado de arbitrariedades y atropellos a las principios más básicos de la Justicia, su popularidad creció. Los que declaran intención de votar al ex presidente llegaron al 41 por ciento de los entrevistados. La suma de todos los demás, tanto los ya nominados como los que seguramente lo serán, es del 29. Es una situación esdrújula, que indica hasta qué punto de confusión se llegó en un país absolutamente conturbado.
Al mismo tiempo, se selló la alianza de los llamados partidos ‘de centro’, que en realidad responden a la derecha y reúnen el mayor contingente de políticos denunciados o bajo investigación, alrededor del ex gobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin, cuyo carisma es comparable al de una hoja vieja de lechuga. Alckmin, cuya intención de voto declarada en los sondeos ronda la marca del 6 por ciento, pasó a detener el mayor espacio en la propaganda electoral que será transmitida por la radio y la televisión a partir de septiembre. Se trata de un capital envidiable. Queda por ver qué logrará el insulso y provinciano candidato.
Los demás candidatos, a excepción de un troglodita homofóbico, racista, defensor de la pasada dictadura militar, del actual golpe, del asesinato y la tortura, llamado Jair Bolsonaro, tienen un difícil horizonte por delante. La mezcla rara de evangélica y ambientalista Marina Silva, que apoyó el golpe que destituyó a la presidenta Dilma Roussef y aprobó la detención ilegal de Lula da Silva, dispondrá de escasos ocho segundos en la propaganda televisiva. Tiempo suficiente para decir su nombre y poco más. Un candidato de centro-izquierda llamado Ciro Gomes igualmente patina: a menos que logre a última hora una cada vez más improbable alianza formal, dispondrá de escasísimo tiempo de propaganda electoral. Bolsonaro, por su vez, sigue estacionado como favorito, caso Lula no logre oficializar su candidatura, pero a astronómica distancia en los sondeos. Cualquier analista mínimamente lúcido apuesta a que, en un escenario sin el favorito, Bolsonaro se disolverá gracias a su inconsistencia, a su falta absoluta de control sobre lo que dice y su radicalismo de cavernícola, y cederá parte substancial de su electorado al derechista Alckmin.
Los demás no tienen cómo despegar, tanto los de izquierda como los de derecha. Y sobreviven las figuras folklóricas, que cada cuatro años se presentan con el único objetivo de luego vender –literalmente– su insignificante apoyo al mejor postor. Prevalece, mientras tanto, la gran y definidora pregunta: ¿qué hará Lula? De momento, el más popular e importante líder político brasileño reitera que mantendrá su candidatura hasta las últimas consecuencias. Se niega a siquiera admitir una alternativa. Irá estirar la soga hasta más allá de cualquier límite. Y entonces indicará o no a quién su sólido electorado deberá elegir.
Con eso, surge otra incógnita: ¿cuántos se mantendrán fieles a Lula?
Con la suma de acciones, todas absurdamente ilegales, destinadas a impedir que Lula se presente a las urnas, lo que se logró fue la situación más previsible del mundo: la absoluta y muy peligrosa imprevisibilidad. Ni siquiera un viejo dicho brasileño –el futuro, a Dios pertenece– tiene base en el Brasil de hoy.
Es que aquí el futuro casi no existe. Y por eso no pertenece a nadie.