Daniel Bernabé
3 jun 2021
Según avanza el cursor sobre la pantalla, dejando a su paso las palabras que ustedes leen, un tren recorre, cortando la Península Ibérica hacia el sur, campos que reconozco como el paisaje de mi país: vegas verdes del Tajo, aridez de vides en La Mancha, dehesa andaluza de encinas y olivos. Escenarios que cambian impulsados por la alta velocidad del tren donde viajo, que permanecen más allá de nuestro paso, más que por las vías de un día de principios de junio, por una vida que se empieza a sentir finita cuando alcanzamos su ecuador. Hay algo que conforta en la majestuosidad de sierras y planicies que permanecen más allá de nosotros y de nuestra memoria. Hay algo que conmueve en lo que nos pertenece sentimentalmente, que es la única pertenencia, en un mundo obsesionado con la posesión, que debería importar.