Daniel Bernabé
3 jun 2021
Según avanza el cursor sobre la pantalla, dejando a su paso las palabras que ustedes leen, un tren recorre, cortando la Península Ibérica hacia el sur, campos que reconozco como el paisaje de mi país: vegas verdes del Tajo, aridez de vides en La Mancha, dehesa andaluza de encinas y olivos. Escenarios que cambian impulsados por la alta velocidad del tren donde viajo, que permanecen más allá de nuestro paso, más que por las vías de un día de principios de junio, por una vida que se empieza a sentir finita cuando alcanzamos su ecuador. Hay algo que conforta en la majestuosidad de sierras y planicies que permanecen más allá de nosotros y de nuestra memoria. Hay algo que conmueve en lo que nos pertenece sentimentalmente, que es la única pertenencia, en un mundo obsesionado con la posesión, que debería importar.
En mis auriculares un hombre joven canta unas palabras sabias y hermosas: "en la ladera de un monte, más alto que el horizonte, quiero tener buena vista. Mi cuerpo será camino, le daré verde a los pinos y amarillo a la genista". Aquel hombre que con 28 años imagina el final de su vida es Joan Manuel Serrat, uno que en 1971 grabó Mediterráneo, la mítica canción que da nombre también a un álbum que este 2021 cumple 50 años. Un disco clave para la música en castellano cantada por un catalán, que en la escena internacional debería estar a la altura del Blonde on blonde de Bob Dylan o el Ne me quitte pas de Jacques Brel. Un disco que nos habla de reconocimiento y pertenencia, de recuerdo y esperanza, de tierra y cultura, pero sobre todo de la vida, sin adjetivos. Por eso tantos millones de personas, en España y Latinoamérica, quizá en otras latitudes, llevan años, sin importar la generación, sintiéndose parte de las historias que este disco cuenta.
Su música, sin ser nunca engolada y barroca, es como un trabajo de orfebre donde todo encaja armónicamente, donde todo suena como tiene que sonar
Mediterráneo fue realizado en Milán en los estudios Fonit Cetra, editado por la española Zafiro y gestado por Serrat, unos meses antes, en Calella de Palafrugell, un costero y pequeño pueblo de pescadores en Girona que, por suerte hoy en día, se ha conservado ajeno a las aberraciones arquitectónicas del turismo de masas. Las diez canciones que forman el disco fueron producidas, orquestadas y arregladas por el pianista italiano Gian Piero Reverberi, el director Antonio Ros y el productor Juan Carlos Calderón, moldeador del sonido de éxitos como Libre de Nino Bravo o Eres tú de Mocedades. Cada tema parece adaptarse a la historia que cuenta y a la voz de Serrat le acompañan una instrumentación que es el paisaje por el que sus palabras caminan. Lo primero que uno piensa al escuchar un disco así desde nuestro presente es en el cuidado y la precisión con el que se grabaron cada uno de los acordes: su música, sin ser nunca engolada y barroca, es como un trabajo de orfebre donde todo encaja armónicamente, donde todo suena como tiene que sonar.
En 1971, mientras que Serrat grababa en Milán el que probablemente sea uno de sus discos claves, Pablo Neruda recibía el Nobel de Literatura, el Apolo 14 marchaba hacia la luna y un nuevo plan quinquenal, para acercar un mayor número de bienes de consumo a la población, se ponía en marcha en la URSS. En Chile, Salvador Allende nacionalizaba la banca, la guerra de Vietnam se extendía a Laos y el dólar se separa del patrón oro, dando pie al inicio de una crisis que, al final de la década, daría al traste con la hegemonía socialdemócrata. Los Estados Unidos ya sabían de la endeble salud del dictador Francisco Franco, cuya dictadura se prolongaba desde 1939, por lo que empezaron a diseñar una Transición para una España a la que aún se la pensaba con inclinaciones revolucionarias, senda por la que transitaría su vecino Portugal tres años después. Al noi del poble sec, Serrat, la dictadura le prohibió cantar en catalán, en 1968, en el festival de Eurovisión. En Milán, en aquellos estudios Fonit, a pesar de la reciente masacre de la piazza Fontana, todo era muy diferente a la España subyugada bajo la bota de aquel vestigio del fascismo conservado por la Guerra Fría.
"Quería reflejar cierta ternura de lo cotidiano, la gran dimensión que adquieren en nosotros las pequeñas cosas" explicaba Serrat al diario El País en 2014, sobre la canción de título homónimo, el segundo corte del disco, que nos habla de esos recuerdos de "un tiempo de rosas" que "como un ladrón te acechan detrás de la puerta". Quién no ha metido la mano en una chaqueta, quizá en un pantalón guardado en el armario desde la anterior temporada, y ha encontrado un vestigio en forma de factura, prosaica e intrascendente en su momento, que de repente nos pone delante a esa persona que, por tropiezos propios y ajenos, ya no está a nuestro lado. Aquellas pequeñas cosas que "te sonríen tristes y nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve".
Todos y cada uno de los que hemos escuchado el disco en estas cinco décadas, más allá de nuestro país de origen, edad o idioma, formamos, de una u otra manera, también parte de él
El sentimiento que provoca la ausencia, el calor que sentimos en La mujer que yo quiero, esa que "no necesita bañarse cada noche en agua bendita", versos breves que condensan décadas de historia de represión que, sin embargo, contrastan con la voz femenina, concupiscente y juguetona, que le hace los coros a Serrat. El amigo mayor al que admiramos, ese aventurero llamado Tío Alberto que "cató todos los vinos, anduvo por mil caminos y atracó de puerto en puerto", quizá, más que una persona, esa vida que todos querríamos llevar y por la que muy pocos se atreven a guiar sus pasos, puede que incluso uno de esos viejos republicanos con los que se cierra el disco en Vencidos, una canción que cuenta con los versos de otro poeta, en este caso León Felipe, que sitúa a Don Quijote con la armadura en el rucio, ociosa y abollada, y al que Serrat, con una emocionante épica, le pide que le haga un sitio en su montura.
En Pueblo Blanco, una preciosa composición dedicada a esas villas que ya a principio de los setenta empezaban a desplobarse por la emigración a la ciudad, se escucha la frase "pero los muertos están de cautiverio y no los dejan salir del cementerio", que cuando era entonada por Serrat en Argentina o Chile se escuchaba entre el público como una acusación a sus dictaduras y una denuncia de los desaparecidos: a veces la internacionalidad también es esto, una línea que une sorpresivamente la injusticia y el dolor. También la pasión, esa que se siente, más que como no correspondida, como el agua huidiza que se escapa entre los dedos, por alguien a quien el cantautor llamó Lucía, "la más bella historia de amor que tuve y tendré". "No hay mucho que contar" decía Serrat sobre la canción, preguntado por quién fue aquella mujer, que algunos atribuyeron a una azafata de Iberia, "como dice el bolero, es lo que pudo haber sido y no fue. A fin de cuentas en la vida lo que queda es lo que cuenta".
Lo que queda es lo que cuenta. Cincuenta años de un disco que todos deberíamos celebrar, por su música y encanto, pero sobre todo porque todos y cada uno de los que lo hemos escuchado en estas cinco décadas, más allá de nuestro país de origen, edad o idioma, formamos, de una u otra manera, también parte de él