Por Mario Rapoport
27 de mayo de 2018
En estas semanas de corrida cambiaria y de reaparición de fantasmas de crisis traumáticas, resulta iluminador abordar la historia del dólar, con un escrito erudito, entretenido y lúcido de Mario Rapoport, desde su origen hasta su dominio universal, teniendo a la Argentina como un territorio donde el verde billete ejerce una atracción fatal.
I
Me consideran el tipo más universal del planeta, aunque en verdad pertenezco a un solo país. Tengo como segundo domicilio los paraísos fiscales donde me relajo de mis arduas tareas: allí hago retiros espirituales para lavar mis pecados. Mi nombre primitivo viene del tálero, moneda acuñada en España por el emperador Carlos I y relacionada con el Thaler de Alemania, que en inglés se pronuncia dólar. Mi primera aparición en la península data de alrededor del 1500, en la misma época que otras monedas insignificantes, pero tuve la suerte de llegar a ser un pedazo de papel verde, bien impreso y elegante que, aunque lo confieso, no tengo respaldo alguno, soy la moneda más atractiva del mundo.
Mis antiguos dueños se dedicaron a usar y malgastar el oro y la plata que saqueaban en el nuevo continente y a emitir otras monedas. Frente a su indiferencia tenté mi suerte radicándome más al norte, en los Estados Unidos de América. Allí las diez colonias independientes me recibieron muy bien como Spanish Milled Dollar (dólar español de plata pulida), siendo adoptado en 1785 como moneda oficial de Estados Unidos. En 1792 se creó una moneda propia, el Dólar de Plata Americano, cuyo valor se equiparó al español, de allí mi origen hispano. Tuve pronto varias conversaciones con Alexander Hamilton, el secretario del Tesoro, un hombre astuto de ideas proteccionistas cuyo objetivo principal era el de salvaguardar de sus competidores extranjeros el comercio y las nacientes industrias que iban surgiendo en esas tierras. A él le resultaba poco conveniente estar bajo la dependencia del oro o de su pariente imperial, la libra y necesitaba una moneda fuerte. No adhería al libre comercio al igual que sus inmediatos sucesores. Quería que el país se industrialice a toda costa, una condición esencial para el progreso de la economía. Pronto hice una fuerte amistad con el general Washington, a quien solía ayudarlo en la compra de armas para afirmar la independencia americana y me decía en confidencia que le gustaría figurar en los primeros billetes que se emitieran con un retrato suyo (sería en 1869).
Habiendo ganado la confianza de la gente me guardaban como ahorro o se desprendían de mi comprando bienes de consumo o maquinarias y retornaba a ellos a través de los ingresos por sus productos o salarios: con el crecimiento del país mi rol también crecía. Me codiciaban cada vez más y yo andaba orondo de un lado al otro, poniendo el valor a todos los bienes e indicando con mi presencia en distintos sectores a mis amigos del Tesoro o a los mismos presidentes el curso que seguía la economía. Nunca les alcanzaba para sus propósitos y me hacían reiteradas copias cuando lo necesitaban. La cuestión es que mis amos comenzaron a dominar el mundo, tanto con mi ayuda como con sus sofisticados armamentos. Las grandes fortunas del país compuesta por los Robber Barons –los Rockefeller, los Vanderbilt, los Morgan– mis dueños más cercanos, usaban métodos inescrupulosos para enriquecerse. Me querían tanto, que por precipitados y ambiciosos casi me matan. En las apuestas primero y luego en la Bolsa jugaron conmigo sin límite alguno, y terminé agotado, dejando arruinada a la mayoría de la gente, hasta que con el país en plena crisis de los treinta me sacaron de mi relación enfermiza con el oro. Ya no valía casi nada, y en todo el mundo comenzaron a apartarse de mí. Parecía de vuelta un pobre caballero español, como Don Quijote.
En ese momento surgieron enemigos que no eran simples alucinaciones, sino hombres malvados con un pequeño bigotito o con ojos rasgados que querían esclavizar al mundo. Mis amos fueron astutos, comenzaron a fabricarme a montones, con lo que financiaron la compra de armas poderosas que además de a nuestros ejércitos iban también a los aliados, y la guerra se ganó, en parte, gracias a mi ayuda. Luego en la posguerra contribuí a la reconstrucción de países amigos de Europa que estaban casi destruidos y con el fantasma de posibles amenazas desde el Este.
Antes, en Bretton Woods, donde me había hecho dueño de la economía mundial, se crearon dos instituciones para regular el sistema financiero internacional y evitar otra crisis como la del ‘30. Se decía que era una especie de New Deal internacional para ayudar a los países en problemas con sus balanzas de pagos. Y aunque en mi propio país había algunos que no querían financiar el mundo con el Tesoro norteamericano, finalmente cedieron si el dólar se convertía en la moneda universal frente a los que predicaban la idea de creación de una nueva moneda común a todos. El FMI se transformó en un Club del Dólar y en mi principal instrumento.
Los controles de capital que algunos querían poner en su estatuto inicial no figuraron y las otras monedas me rendían pleitesía. Aun así, cuando se terminó la expansión de posguerra, me vi amenazado por diferentes lados. Los gastos de una nueva guerra en Asia en la que mi país resultó mal parado; la recuperación económica de mis competidores europeos; la propia expansión de mis inversiones; el aumento del precio de productos esenciales, como el petróleo; me obligaron a terminar mi relación fija con el oro, que había retornado en Bretton Woods, y crearon una gran liquidez internacional. Esto que pareció un indicio de debilidad me dio más libertad de acción. Con mi valor abaratado y la ayuda del Club del Dólar, hice abundantes préstamos en América latina a tasas variables. Cuando mis capitales lo necesitaron subimos la tasa de interés y volvieron de nuevo acrecentados, creando una gran crisis en lo países endeudados.
Encontré, además, nuevos instrumentos con los que pude conservar mi predominio y evitar una baja sustantiva de mi valor original, debido a la existencia de grandes déficits gemelos, fiscal y de la cuenta corriente en la balanza de pagos en mi país de origen. Soy el único que puede endeudarse con otros en mis propios términos, lo que constituye en la práctica casi una deuda interna que se soluciona simplemente emitiendo o manipulando los tipos de cambio. Además, obtengo fácilmente créditos o apoyos de mis rivales, que me guardan en sus reservas o compran los bonos que les vendo, obligados a admitir que soy la única moneda universal.
Luego, a través de instrumentos financieros que introduje en los mercados, y de las desregulaciones económicas, la apertura comercial y la libertad de acción de los movimientos de capital en el mundo, predicadas por las teorías neoliberales que logré imponer, se fueron creando numerosas burbujas especulativas, y finalmente la crisis del 2008, de la que resulté menos afectada que otras monedas como el euro. Aquellas teorías plantean la idea de que la moneda es neutra, pero se muy bien que no es así porque en los hechos actúan sobre mi todo el tiempo en defensa de nuestros intereses. Mi Club del Dólar incita a los países a endeudarse y luego realiza programas de ajuste señalando que el principal problema de los deudores se debe a sus abultados déficits, tema del cual los Estados Unidos mismos no son un ejemplo. Se arguye para reducirlo bajar prioritariamente los salarios y las jubilaciones y achicar el Estado, de modo de poder pagar prioritariamente los servicios del endeudamiento.
No se incluyen como parte de ese déficit los sectores que evaden impuestos, tienen su dinero offshore y se dedican al “lavado del dinero”, como se denomina una forma de ocultar ganancias, incluso criminales. Ni tampoco el hecho de que el déficit fiscal, incorporando la deuda, se debe en gran parte al mismo pago de sus intereses y amortizaciones. Es como un círculo vicioso. Pero esta interpretación es la que predomina. La llamada globalización y las crisis que se fueron generando sucesivamente concentraron las riquezas del globo en un puñado de multimillonarios, que son mis socios principales. Por otra parte, las finanzas terminaron imponiéndose sobre la producción y me dieron un mayor lugar en la economía mundial.
En los últimos tiempos sorprendí a todos volviendo a viejos planteos proteccionistas que ya había utilizado en el pasado. Con ello recuerdo a propios y a extraños que me debo a los que dirigen mi país antes que a nadie. De todos modos, los que operan bien conmigo, el viejo tálero devenido dólar, ya ni siquiera necesitan verme debido al uso de las nuevas tecnologías de la información y pueden ocultar sin rubor sus ganancias en los paraísos fiscales, que a la mayoría es lo que les interesa. El mundo es un casino y sus fichas son cada vez más secretas, así como sus jugadores.
II
Uno de mis vecinos del sur del continente tenía fuertes desequilibrios externos, devaluaciones y procesos inflacionarios, El Club del Dólar, que habíamos creado, obró en consecuencia. Logró endeudarlo fuertemente, sobretodo cuando los gobernaban unos militares que tenían hojas de afeitar en vez de dedos y con ellas les cortaban la cabeza a sus opositores. Querían yugular de golpe la inflación disminuyendo un 40 por ciento los salarios y tomando otras medidas de ajuste, pero no pudieron bajar el proceso inflacionario de los tres dígitos, mientras quebraban negocios e industrias, aumentaba la pobreza y se iniciaba una hiperinflación larvada que luego cobró todo su ímpetu en gobiernos posteriores. Se reorganizó el sistema financiero a favor de los bancos con tasas de interés altísimas y se incentivó la fuga de capitales con una tablita cambiaria. La deuda que tomó su país equivalía prácticamente al monto de esa fuga. La historia siguió con gobiernos de origen democrático, cuando algunos pseudo economistas convencieron a sus dirigentes que la inflación y la deuda se eliminarían empardando sus pesos en lo que ellos llamaron el uno a uno.
Quisieron que valiéramos igual, pero yo valía mucho más y entraron en una crisis profunda en 2001. Algunos pregonaban que era preferible que los gobernaran económicamente desde el exterior porque eran incapaces de hacerlo ellos mismos. Fue entonces que una tribu de ideas extravagantes se hizo del poder y nos pudieron hostigar por un rato, pero gracias al apoyo de los grandes medios de información, fuimos convenciendo a muchos que las cosas debían cambiar, que no podían vivir desendeudados porque nos estaban perjudicando. Del servicio de su deuda vivimos nosotros, sus mejores amigos. Especialmente nos siguió una gran parte de sectores medios y altos de la población, que como los aztecas adoran los dioses extranjeros, se llamen Hernán Cortés o George Washington.
Ya se había permitido que la compraventa de sus inmuebles y otros bienes se hiciera en mis propios billetes. Pero en cuanto les permiten comprarme libremente me secuestran y sacan del país poniendo en peligro la posible devolución futura de su deuda, lo que devalúa el peso e incrementa el proceso inflacionario. La inyección de pesos en el mercado cuando las autoridades les venden bonos acentúa ese círculo vicioso y todos corren sin parar para no perder el tren de sus negocios. Deberíamos instalar allí una fábrica de billetes verdes con mi nombre y el rostro de Washington en el anverso, pero con la famosa foto del Tío Sam llamando a reclutar soldados para nuestras guerras en el reverso. Un compromiso que deberían firmar para poder comprarme.
* Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.
I
Me consideran el tipo más universal del planeta, aunque en verdad pertenezco a un solo país. Tengo como segundo domicilio los paraísos fiscales donde me relajo de mis arduas tareas: allí hago retiros espirituales para lavar mis pecados. Mi nombre primitivo viene del tálero, moneda acuñada en España por el emperador Carlos I y relacionada con el Thaler de Alemania, que en inglés se pronuncia dólar. Mi primera aparición en la península data de alrededor del 1500, en la misma época que otras monedas insignificantes, pero tuve la suerte de llegar a ser un pedazo de papel verde, bien impreso y elegante que, aunque lo confieso, no tengo respaldo alguno, soy la moneda más atractiva del mundo.
Mis antiguos dueños se dedicaron a usar y malgastar el oro y la plata que saqueaban en el nuevo continente y a emitir otras monedas. Frente a su indiferencia tenté mi suerte radicándome más al norte, en los Estados Unidos de América. Allí las diez colonias independientes me recibieron muy bien como Spanish Milled Dollar (dólar español de plata pulida), siendo adoptado en 1785 como moneda oficial de Estados Unidos. En 1792 se creó una moneda propia, el Dólar de Plata Americano, cuyo valor se equiparó al español, de allí mi origen hispano. Tuve pronto varias conversaciones con Alexander Hamilton, el secretario del Tesoro, un hombre astuto de ideas proteccionistas cuyo objetivo principal era el de salvaguardar de sus competidores extranjeros el comercio y las nacientes industrias que iban surgiendo en esas tierras. A él le resultaba poco conveniente estar bajo la dependencia del oro o de su pariente imperial, la libra y necesitaba una moneda fuerte. No adhería al libre comercio al igual que sus inmediatos sucesores. Quería que el país se industrialice a toda costa, una condición esencial para el progreso de la economía. Pronto hice una fuerte amistad con el general Washington, a quien solía ayudarlo en la compra de armas para afirmar la independencia americana y me decía en confidencia que le gustaría figurar en los primeros billetes que se emitieran con un retrato suyo (sería en 1869).
Habiendo ganado la confianza de la gente me guardaban como ahorro o se desprendían de mi comprando bienes de consumo o maquinarias y retornaba a ellos a través de los ingresos por sus productos o salarios: con el crecimiento del país mi rol también crecía. Me codiciaban cada vez más y yo andaba orondo de un lado al otro, poniendo el valor a todos los bienes e indicando con mi presencia en distintos sectores a mis amigos del Tesoro o a los mismos presidentes el curso que seguía la economía. Nunca les alcanzaba para sus propósitos y me hacían reiteradas copias cuando lo necesitaban. La cuestión es que mis amos comenzaron a dominar el mundo, tanto con mi ayuda como con sus sofisticados armamentos. Las grandes fortunas del país compuesta por los Robber Barons –los Rockefeller, los Vanderbilt, los Morgan– mis dueños más cercanos, usaban métodos inescrupulosos para enriquecerse. Me querían tanto, que por precipitados y ambiciosos casi me matan. En las apuestas primero y luego en la Bolsa jugaron conmigo sin límite alguno, y terminé agotado, dejando arruinada a la mayoría de la gente, hasta que con el país en plena crisis de los treinta me sacaron de mi relación enfermiza con el oro. Ya no valía casi nada, y en todo el mundo comenzaron a apartarse de mí. Parecía de vuelta un pobre caballero español, como Don Quijote.
En ese momento surgieron enemigos que no eran simples alucinaciones, sino hombres malvados con un pequeño bigotito o con ojos rasgados que querían esclavizar al mundo. Mis amos fueron astutos, comenzaron a fabricarme a montones, con lo que financiaron la compra de armas poderosas que además de a nuestros ejércitos iban también a los aliados, y la guerra se ganó, en parte, gracias a mi ayuda. Luego en la posguerra contribuí a la reconstrucción de países amigos de Europa que estaban casi destruidos y con el fantasma de posibles amenazas desde el Este.
Antes, en Bretton Woods, donde me había hecho dueño de la economía mundial, se crearon dos instituciones para regular el sistema financiero internacional y evitar otra crisis como la del ‘30. Se decía que era una especie de New Deal internacional para ayudar a los países en problemas con sus balanzas de pagos. Y aunque en mi propio país había algunos que no querían financiar el mundo con el Tesoro norteamericano, finalmente cedieron si el dólar se convertía en la moneda universal frente a los que predicaban la idea de creación de una nueva moneda común a todos. El FMI se transformó en un Club del Dólar y en mi principal instrumento.
Los controles de capital que algunos querían poner en su estatuto inicial no figuraron y las otras monedas me rendían pleitesía. Aun así, cuando se terminó la expansión de posguerra, me vi amenazado por diferentes lados. Los gastos de una nueva guerra en Asia en la que mi país resultó mal parado; la recuperación económica de mis competidores europeos; la propia expansión de mis inversiones; el aumento del precio de productos esenciales, como el petróleo; me obligaron a terminar mi relación fija con el oro, que había retornado en Bretton Woods, y crearon una gran liquidez internacional. Esto que pareció un indicio de debilidad me dio más libertad de acción. Con mi valor abaratado y la ayuda del Club del Dólar, hice abundantes préstamos en América latina a tasas variables. Cuando mis capitales lo necesitaron subimos la tasa de interés y volvieron de nuevo acrecentados, creando una gran crisis en lo países endeudados.
Encontré, además, nuevos instrumentos con los que pude conservar mi predominio y evitar una baja sustantiva de mi valor original, debido a la existencia de grandes déficits gemelos, fiscal y de la cuenta corriente en la balanza de pagos en mi país de origen. Soy el único que puede endeudarse con otros en mis propios términos, lo que constituye en la práctica casi una deuda interna que se soluciona simplemente emitiendo o manipulando los tipos de cambio. Además, obtengo fácilmente créditos o apoyos de mis rivales, que me guardan en sus reservas o compran los bonos que les vendo, obligados a admitir que soy la única moneda universal.
Luego, a través de instrumentos financieros que introduje en los mercados, y de las desregulaciones económicas, la apertura comercial y la libertad de acción de los movimientos de capital en el mundo, predicadas por las teorías neoliberales que logré imponer, se fueron creando numerosas burbujas especulativas, y finalmente la crisis del 2008, de la que resulté menos afectada que otras monedas como el euro. Aquellas teorías plantean la idea de que la moneda es neutra, pero se muy bien que no es así porque en los hechos actúan sobre mi todo el tiempo en defensa de nuestros intereses. Mi Club del Dólar incita a los países a endeudarse y luego realiza programas de ajuste señalando que el principal problema de los deudores se debe a sus abultados déficits, tema del cual los Estados Unidos mismos no son un ejemplo. Se arguye para reducirlo bajar prioritariamente los salarios y las jubilaciones y achicar el Estado, de modo de poder pagar prioritariamente los servicios del endeudamiento.
No se incluyen como parte de ese déficit los sectores que evaden impuestos, tienen su dinero offshore y se dedican al “lavado del dinero”, como se denomina una forma de ocultar ganancias, incluso criminales. Ni tampoco el hecho de que el déficit fiscal, incorporando la deuda, se debe en gran parte al mismo pago de sus intereses y amortizaciones. Es como un círculo vicioso. Pero esta interpretación es la que predomina. La llamada globalización y las crisis que se fueron generando sucesivamente concentraron las riquezas del globo en un puñado de multimillonarios, que son mis socios principales. Por otra parte, las finanzas terminaron imponiéndose sobre la producción y me dieron un mayor lugar en la economía mundial.
En los últimos tiempos sorprendí a todos volviendo a viejos planteos proteccionistas que ya había utilizado en el pasado. Con ello recuerdo a propios y a extraños que me debo a los que dirigen mi país antes que a nadie. De todos modos, los que operan bien conmigo, el viejo tálero devenido dólar, ya ni siquiera necesitan verme debido al uso de las nuevas tecnologías de la información y pueden ocultar sin rubor sus ganancias en los paraísos fiscales, que a la mayoría es lo que les interesa. El mundo es un casino y sus fichas son cada vez más secretas, así como sus jugadores.
II
Uno de mis vecinos del sur del continente tenía fuertes desequilibrios externos, devaluaciones y procesos inflacionarios, El Club del Dólar, que habíamos creado, obró en consecuencia. Logró endeudarlo fuertemente, sobretodo cuando los gobernaban unos militares que tenían hojas de afeitar en vez de dedos y con ellas les cortaban la cabeza a sus opositores. Querían yugular de golpe la inflación disminuyendo un 40 por ciento los salarios y tomando otras medidas de ajuste, pero no pudieron bajar el proceso inflacionario de los tres dígitos, mientras quebraban negocios e industrias, aumentaba la pobreza y se iniciaba una hiperinflación larvada que luego cobró todo su ímpetu en gobiernos posteriores. Se reorganizó el sistema financiero a favor de los bancos con tasas de interés altísimas y se incentivó la fuga de capitales con una tablita cambiaria. La deuda que tomó su país equivalía prácticamente al monto de esa fuga. La historia siguió con gobiernos de origen democrático, cuando algunos pseudo economistas convencieron a sus dirigentes que la inflación y la deuda se eliminarían empardando sus pesos en lo que ellos llamaron el uno a uno.
Quisieron que valiéramos igual, pero yo valía mucho más y entraron en una crisis profunda en 2001. Algunos pregonaban que era preferible que los gobernaran económicamente desde el exterior porque eran incapaces de hacerlo ellos mismos. Fue entonces que una tribu de ideas extravagantes se hizo del poder y nos pudieron hostigar por un rato, pero gracias al apoyo de los grandes medios de información, fuimos convenciendo a muchos que las cosas debían cambiar, que no podían vivir desendeudados porque nos estaban perjudicando. Del servicio de su deuda vivimos nosotros, sus mejores amigos. Especialmente nos siguió una gran parte de sectores medios y altos de la población, que como los aztecas adoran los dioses extranjeros, se llamen Hernán Cortés o George Washington.
Ya se había permitido que la compraventa de sus inmuebles y otros bienes se hiciera en mis propios billetes. Pero en cuanto les permiten comprarme libremente me secuestran y sacan del país poniendo en peligro la posible devolución futura de su deuda, lo que devalúa el peso e incrementa el proceso inflacionario. La inyección de pesos en el mercado cuando las autoridades les venden bonos acentúa ese círculo vicioso y todos corren sin parar para no perder el tren de sus negocios. Deberíamos instalar allí una fábrica de billetes verdes con mi nombre y el rostro de Washington en el anverso, pero con la famosa foto del Tío Sam llamando a reclutar soldados para nuestras guerras en el reverso. Un compromiso que deberían firmar para poder comprarme.
* Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.