Por Claudio Scaletta
17 de noviembre de 2019
La cuestión étnica agrega complejidad a la lucha de clases, pero no la subsume ni la reemplaza. Imagen: AFP
Cuando el neoliberalismo deviene fascismo. Bolivia interpela profundamente los límites de la realidad política local.Hay datos de la economía boliviana que nadie discute y que fueron ampliamente repasados esta semana. Los gobiernos de Evo Morales fueron muy exitosos en lo económico, pero no sólo en términos de estabilidad macro y crecimiento del PIB, sino también en la mejora de los indicadores sociales. No sólo consiguieron cuentas públicas equilibradas y baja inflación, sino que mejoraron el empleo, redujeron la pobreza e iniciaron una transformación de la estructura productiva.
Evo recuperó los recursos naturales del país y aumentó la “agregación de valor en origen” y, gracias a ello, pudo avanzar en procesos de redistribución del ingreso. Bolivia era por ello un buen ejemplo, su macroeconomía funcionaba, pero a la vez un muy mal ejemplo, funcionaba sin seguir las recetas ortodoxas que se promueven desde Washington.
Como también fue repetido esta semana, en Bolivia, al igual que en la mayoría de los países de América Latina, la problemática de las clases sociales está atravesada por la cuestión racial. La región mantiene bastante intacta la estructura de clases heredada de la conquista, una minoría de blancos y mestizos criollos que explota a un conjunto de mayorías “étnicas”. En el plano cultural, lo que en Argentina se manifiesta como aporofobia en Bolivia se expresa más definidamente como vulgar racismo.
El diferencial es que cuando la lucha de clases empodera a los trabajadores empodera al mismo tiempo a esas mayorías étnicas. El ascenso, éxito y continuidad de Evo Morales fue por ello un grano en la nariz de la oligarquía “blanca” boliviana, pero también de los sectores medios “blancoides”, la antigua burocracia, que tampoco fueron integrados al nuevo esquema.
En la lucha simbólica, la reacción racista también incluyó la religión de los conquistadores, el viejo catolicismo, junto al nuevo evangelismo promovido desde Estados Unidos, las teologías de la prosperidad y la salvación individual, que funcionan como punta de lanza contra la cultura ancestral de los pueblos originarios. Las imágenes de las fuerzas de seguridad arrancándose de los uniformes la wiphala, la bandera de los pueblos andinos, o de la “presidente” títere enarbolando evangelios como símbolo de lucha no parecen requerir mayor interpretación. No obstante, no debe perderse de vista que la lucha no deja de ser puramente capitalista. La cuestión étnica agrega complejidad a la lucha de clases, pero no la subsume ni la reemplaza.
Quienes seguían de cerca el proceso económico boliviano sabían que había reaparecido una vieja conocida de las economías de la región, la restricción externa al final de procesos largos de crecimiento. El desafío de lo que sería un nuevo gobierno de Evo tras haberse impuesto en la primera vuelta electoral era evitar que la restricción frene la continuidad del crecimiento o degenere en inestabilidad macroeconómica.
Sin embargo el golpe producido contra la democracia boliviana no fue por las limitaciones económicas que se avizoraban a mediano plazo, sino por otra vieja conocida, la reacción de las burguesías locales al empoderamiento de los trabajadores, es decir al empoderamiento de las clases subalternas mayoritariamente indígenas.
No debe olvidarse además que estas burguesías no son estrictamente locales, sino una clase transnacionalizada y con objetivos de política distintos a los del desarrollo con inclusión. Es por todas estas razones que desde Argentina se miraba con atención el proceso boliviano, ya que los límites que enfrentaba Evo, a pesar de los matices locales, son los límites que enfrenta cualquier proceso nacional-popular exitoso. Y una de las primeras limitaciones y riesgos era precisamente la continuidad del modelo.
Por eso Bolivia interpela profundamente los límites de la realidad política local. Las respuestas frente al violento golpe de Estado, el debate absurdo sobre si fue o no un golpe, el fraude de la OEA, un organismo impúdicamente controlado por la potencia hegemónica, mostraron al poder desnudo.
Frente a los sucesos bolivianos todos los poderes reales dijeron el presente y se expresaron de manera diáfana, desde Estados Unidos avalando inmediatamente a los golpistas, a la prensa oligopólica local llamando “presidenta” al títere que los sediciosos plantaron al frente del Ejecutivo. Todo ello sin olvidar al amplio universo de legitimadores mediáticos que aquí se conocen como “Corea del Centro”, patria periodística devenida en “Corea del Pero”.
No es exagerado afirmar que los sucesos bolivianos, a los que también debe sumarse la caída de la máscara del neoliberalismo chileno, marcan un verdadero retroceso civilizatorio en la región. Representan el estallido del consenso democrático que emergió a partir de los años ’80, aquella certeza posdictaduras de que en política podía discutirse cualquier cosa, menos la democracia.
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Por eso Bolivia no es sólo Bolivia, es también el macrismo en retirada desconociendo un golpe de Estado, es la aceptación tácita de que las reglas valen según para quien. Es el “republicanismo” más loco del mundo, el que permite reglas laxas para los gobiernos con políticas económicas que disgustan.
Hoy es imposible no rememorar el contrafáctico de Argentina en 2015. ¿Qué hubiese sucedido, luego de meses de insistente deslegitimación y acusaciones de fraude, si los menos de dos puntos de diferencia en el balotaje no hubiesen sido a favor de Cambiemos, sino del Frente para la Victoria?
Es posible que todavía no se haya advertido la peligrosidad sistémica de estos nuevos posicionamientos, pero el balance preliminar es irrefutable: el enemigo al que se enfrentan las experiencias nacional-populares en América Latina es un poder duro y sin reglas, capaz de cualquier cosa, incluso de matar y de pasar por encima de las instituciones que dice defender.
Una vez más el neoliberalismo muestra que le cuesta muy poco convertirse en fascismo. Como teorizaba Milton Friedman, la “libertad económica” está por encima de las instituciones. Otra vez. Lo que comienza a verse en Bolivia es una tercera vieja conocida, la revancha clasista. Lo que no está claro todavía es si el cambio de control en el poder del Estado podrá consolidarse sin la mediación de una represión sangrienta. Pasar por encima de la voluntad popular mayoritaria genera siempre, antes o después, violencia política. Estados Unidos lo sabe, pero como lo muestran muchas experiencias a lo largo del planeta, desde Libia a Irak, a la potencia continental no le importa dejar como saldo Estados fallidos o en guerra civil, se contenta con eliminar a sus adversarios.
Bolivia interpela porque marca los límites reales, los cepos de hierro, para los gobiernos populares en América Latina: las oligarquías y el imperialismo.