(OTHER NEWS / César Calderón)
26.11.2019
Parece que a estas alturas incluso los más escépticos han comenzado a asumir que la eclosión del nacionalpopulismo en nuestro país no es un fenómeno pasajero o menor. La excepción española, hasta hace un año uno de los pocos países europeo sin presencia ultra en sus parlamentos, forma ya parte del pasado.
Y como no podía ser de otra manera, este fenómeno ha provocado reacciones torpes, simplistas y escasamente meditadas que solo han servido para magnificar el fenómeno.
Reacciones que han ido desde la culpabilización de los votantes de Vox a través de adjetivaciones tremendamente desafortunadas de una izquierda tan sorprendida como molesta, hasta una minimización entre irresponsable y suicida que ha llevado al centro y la derecha democrática a mirar para otro lado o incluso a blanquear sus políticas con acuerdos de gobierno que ya se están demostrando tóxicos para sus promotores.
Para entender el fenómeno nacionalpopulista en toda su magnitud, complejidad y variedad nada más útil que observar la experiencia de los países de nuestro entorno que llevan años sufriendo la presencia de sus manifestaciones en calles, movimientos sociales y parlamentos, singularmente los más parecidos como pueden el ultraconservador y confesional Patria y Justicia (PiS) polaco, la Lega italiana de Salvini, xenófoba y reivindicadora de un glorioso pasado imperial, o los dos fenómenos más complejos y transversales como son la RN de Marine Le Pen en Francia y AfD en Alemania.
¿Qué tienen en común todos estos movimientos en principio tan diferentes? Pocas cosas, pero muy importantes:Su rechazo de la democracia representativa liberal.Su odio a la Unión Europea y todo lo que representa.
Su admiración (y en algunos casos, dependencia) del régimen ruso y de su líder, Vladimir Putin.
Su apelación permanente al miedo (o los miedos) como agregador de voluntades y acelerador de la construcción de mayorías políticas.
El nacionalpopulismo y sus diversas construcciones nacionales no es la enfermedad, sino síntoma de que se ha incubado en nuestro entorno europeo y mundial un poderoso sentimiento compartido por un importante grupo de ciudadanos que puede ser utilizado como clave de bóveda para cuestionar el consenso político y social nacido tras la segunda guerra mundial: El miedo.
Los alemanes, que son un pueblo especialmente hábil para construir palabras siniestramente concretas crearon una para ellos en el confuso tiempo de la república de Weimar: Angstbürger, que vendría a significar algo así como «Aquellos ciudadanos que actúan por miedo» y que englobaba a todos los bienpensantes, cultos, educadísimos (y miedosos) burgueses alemanes que ante la situación de crisis económica, social y violencia callejera favorecieron la llegada del NSDAP al poder.
Un miedo muy similar al que tienen muchos votantes de opciones nacionalpopulistas en nuestros países: miedo a la globalización, miedo al diferente, miedo a una sociedad abierta que no comprenden, miedo a ser sustituidos como sujetos prioritarios de políticas sociales, y sobre todo, miedo a dejar de ocupar el espacio político central de sus países.
Miedo a una sociedad que no entienden y a una diversidad que les es extraña, miedo a que cierren la fábrica en la que trabajan y no disponer de otras habilidades para conseguir empleo, miedo a que sus hijos no consigan encaramarse a ningún ascensor social, miedo, miedo, miedo.
El mismo miedo espeso que llevó a Trump al poder, el mismo miedo que hizo a Bolsonaro presidente en Brasil, el mismo miedo que hizo que los británicos votasen en masa su salida de la unión europea o que dos millones de catalanes (contra toda evidencia) crean que serán más felices fuera de España y de la UE. Ese miedo.
Un miedo que actúa a lomos de mensajes sencillos (que no simples), que nos presentan como víctimas de una conspiración universal y fake news que golpean nuestras presunciones y complejos buscando reacciones tan primarias como eficaces.
No es la política europea, los fondos de cohesión, el índice GINI o el PIB, es el miedo, puro y simple miedo.
No estamos ante una batalla de la razón, sino de las emociones y las percepciones, estamos ante lo que es un ataque de pánico de las sociedades occidentales, y para combatir este nuevo caballo de Troya del nacionalpopulismo no sirven las viejas recetas, nuestras sociedades tienen que aprender un nuevo catálogo de habilidades que ni caben en una hoja de cálculo ni pueden ser resumidas en un paper académico.
Y es ahí, en esa batalla contra el miedo donde nuestras imperfectas y aburridas democracias liberales se van a jugar su futuro contra los pujantes y épicos y nacionalpopulismos autoritarios.
Y no vamos ganando.
Reacciones que han ido desde la culpabilización de los votantes de Vox a través de adjetivaciones tremendamente desafortunadas de una izquierda tan sorprendida como molesta, hasta una minimización entre irresponsable y suicida que ha llevado al centro y la derecha democrática a mirar para otro lado o incluso a blanquear sus políticas con acuerdos de gobierno que ya se están demostrando tóxicos para sus promotores.
Para entender el fenómeno nacionalpopulista en toda su magnitud, complejidad y variedad nada más útil que observar la experiencia de los países de nuestro entorno que llevan años sufriendo la presencia de sus manifestaciones en calles, movimientos sociales y parlamentos, singularmente los más parecidos como pueden el ultraconservador y confesional Patria y Justicia (PiS) polaco, la Lega italiana de Salvini, xenófoba y reivindicadora de un glorioso pasado imperial, o los dos fenómenos más complejos y transversales como son la RN de Marine Le Pen en Francia y AfD en Alemania.
¿Qué tienen en común todos estos movimientos en principio tan diferentes? Pocas cosas, pero muy importantes:Su rechazo de la democracia representativa liberal.Su odio a la Unión Europea y todo lo que representa.
Su admiración (y en algunos casos, dependencia) del régimen ruso y de su líder, Vladimir Putin.
Su apelación permanente al miedo (o los miedos) como agregador de voluntades y acelerador de la construcción de mayorías políticas.
El nacionalpopulismo y sus diversas construcciones nacionales no es la enfermedad, sino síntoma de que se ha incubado en nuestro entorno europeo y mundial un poderoso sentimiento compartido por un importante grupo de ciudadanos que puede ser utilizado como clave de bóveda para cuestionar el consenso político y social nacido tras la segunda guerra mundial: El miedo.
Los alemanes, que son un pueblo especialmente hábil para construir palabras siniestramente concretas crearon una para ellos en el confuso tiempo de la república de Weimar: Angstbürger, que vendría a significar algo así como «Aquellos ciudadanos que actúan por miedo» y que englobaba a todos los bienpensantes, cultos, educadísimos (y miedosos) burgueses alemanes que ante la situación de crisis económica, social y violencia callejera favorecieron la llegada del NSDAP al poder.
Un miedo muy similar al que tienen muchos votantes de opciones nacionalpopulistas en nuestros países: miedo a la globalización, miedo al diferente, miedo a una sociedad abierta que no comprenden, miedo a ser sustituidos como sujetos prioritarios de políticas sociales, y sobre todo, miedo a dejar de ocupar el espacio político central de sus países.
Miedo a una sociedad que no entienden y a una diversidad que les es extraña, miedo a que cierren la fábrica en la que trabajan y no disponer de otras habilidades para conseguir empleo, miedo a que sus hijos no consigan encaramarse a ningún ascensor social, miedo, miedo, miedo.
El mismo miedo espeso que llevó a Trump al poder, el mismo miedo que hizo a Bolsonaro presidente en Brasil, el mismo miedo que hizo que los británicos votasen en masa su salida de la unión europea o que dos millones de catalanes (contra toda evidencia) crean que serán más felices fuera de España y de la UE. Ese miedo.
Un miedo que actúa a lomos de mensajes sencillos (que no simples), que nos presentan como víctimas de una conspiración universal y fake news que golpean nuestras presunciones y complejos buscando reacciones tan primarias como eficaces.
No es la política europea, los fondos de cohesión, el índice GINI o el PIB, es el miedo, puro y simple miedo.
No estamos ante una batalla de la razón, sino de las emociones y las percepciones, estamos ante lo que es un ataque de pánico de las sociedades occidentales, y para combatir este nuevo caballo de Troya del nacionalpopulismo no sirven las viejas recetas, nuestras sociedades tienen que aprender un nuevo catálogo de habilidades que ni caben en una hoja de cálculo ni pueden ser resumidas en un paper académico.
Y es ahí, en esa batalla contra el miedo donde nuestras imperfectas y aburridas democracias liberales se van a jugar su futuro contra los pujantes y épicos y nacionalpopulismos autoritarios.
Y no vamos ganando.