Por Christophe Ventura
NODAL, 1 agosto, 2020
“Si al final de mi mandato cada brasileño puede desayunar, almorzar y cenar, habré cumplido la meta de mi vida”, expresaba el nuevo presidente Lula en su primer discurso de victoria, en 2002.
Los dos mandatos efectuados por el presidente “metalúrgico” (2002-2006 y 2006-2010) colmaron todas sus expectativas. Habiendo dejado el poder con más del 80% de opiniones favorables, Lula superó incluso con creces sus propios objetivos. Entre 2003 y 2014, según el politólogo André Singer, en Brasil “el ingreso salarial promedio aumentó aproximadamente un tercio”.
Durante el mismo periodo, más de 60 millones de brasileños salieron de la miseria y de la pobreza, se crearon millones de empleos, más de un millón de jóvenes (particularmente negros y mujeres) ingresaron a la universidad. Numerosos programas de redistribución y de transferencias monetarias condicionadas (como el emblemático “Bolsa Familia” que llegó a tener hasta 56 millones de beneficiarios en 2014) fortalecieron el Estado social y estimularon el consumo popular, impulsado por un crecimiento sostenido y por un incremento constante del poder adquisitivo.
En su libro La verdad vencerá, al hacer el balance de la “primera era lulista”, el presidente brasileño expresaba así su satisfacción: “La inclusión de toda esa cantidad de personas, que hicimos entrar en la economía, que hicimos entrar en la política, que hicimos entrar en la sociedad organizada, y sin tirar una sola bala –sino más bien recibiendo– fue casi una revolución pacífica realizada en este país”.
A partir de 2013, a esta “revolución pacífica” le siguió, sin embargo, una lenta contrarrevolución cuyos principales hitos fueron la destitución de Dilma Rousseff (31 de agosto de 2016), la acción del gobierno no electo de Michel Temer (2016-2018) y la elección de Jair Bolsonaro (2018) –que tuvo lugar luego de que la justicia brasileña impidiera la candidatura de Lula. Esta contraofensiva abatió la hegemonía política, social e ideológica del “lulismo”.
Basado en una relación de fuerzas favorable, en ese momento, para las clases populares, sus organizaciones, principalmente sindicales, y sus movilizaciones, el “lulismo” es un pacto social, de espíritu keynesiano, elaborado entre esas clases populares y una parte de las élites económicas y financieras de Brasil. Dicho acuerdo puede resumirse de la siguiente manera: al sector empresarial, se le garantiza la valorización de sus negocios sin restricciones (e incluso con el apoyo activo del Estado, dentro del territorio nacional y en el mundo entero gracias a la acción diplomática), y la venta de sus productos en un mercado interno consolidado; y a las clases populares, el fortalecimiento de sus derechos, de su protección y de su poder adquisitivo, a través del empleo, del aumento de los salarios, y del acceso al crédito al consumo (especialmente para la compra de productos importados de bajo costo).
Específica de Brasil en su forma histórica, la experiencia “lulista” refleja, no obstante, los impulsos y las intuiciones que buscaron desarrollar los demás gobiernos progresistas latinoamericanos de los años 2000:
– políticas de redistribución y de inclusión social,
– construcción de las bases del Estado social en las condiciones propias a los países del Sur (periféricos en la jerarquía del sistema-mundo y dependientes de modelos de desarrollo basados en la explotación y la exportación de materias primas y recursos naturales),
– búsqueda de alianzas (o al menos compromisos dinámicos), en un contexto de hegemonía “de la izquierda”, con las élites locales y con los actores del sector privado, en nombre de un interés común de afirmación nacional y de desarrollo.
En ese marco, dichos gobiernos trabajaron sin descanso para combatir la pobreza y las desigualdades, pero sin haber transformado –o sin haber podido transformar– las estructuras económicas, y habiendo aprovechado un contexto geopolítico propicio (crecimiento sostenido, diversificación de las alianzas con China y con los países “emergentes” en tiempos de relajamiento de la tutela norteamericana).
Esta dinámica global favorable fue puesta en tela de juicio por la crisis financiera internacional de 2008. El choque sistémico que le siguió frenó, uno por uno, los motores económicos que propulsaban esos procesos progresistas. Este fenómeno, junto con el desarrollo de crisis políticas internas (intensificación de los conflictos con las oposiciones, escándalos de corrupción, desgaste del poder, mala gestión de la crisis económica, etc.), explica el retroceso general.
Un retroceso que hizo aparecer una contradicción. Los gobiernos progresistas siguieron una estrategia orientada a integrar a las masas populares dentro de los engranajes económicos nacionales (todos dependientes de las cadenas de valor internacionales del capitalismo financiarizado) y a abrirles, en esta perspectiva, el acceso al consumo masivo, con el objetivo manifiesto de “democratizarlo”. Esta estrategia perseguía dos objetivos simultáneos: por un lado, reforzar la actividad económica; por otro lado, dar vida a las alianzas políticas, económicas y geopolíticas selladas por el Estado con las élites locales y sus socios internacionales (entre ellos China, a quien el mercado brasileño se abrió de par en par, al punto que esta última se convirtió, a lo largo de esos años, en el primer socio comercial y económico del país).
En su libro La verdad vencerá, al hacer el balance de la “primera era lulista”, el presidente brasileño expresaba así su satisfacción: “La inclusión de toda esa cantidad de personas, que hicimos entrar en la economía, que hicimos entrar en la política, que hicimos entrar en la sociedad organizada, y sin tirar una sola bala –sino más bien recibiendo– fue casi una revolución pacífica realizada en este país”.
A partir de 2013, a esta “revolución pacífica” le siguió, sin embargo, una lenta contrarrevolución cuyos principales hitos fueron la destitución de Dilma Rousseff (31 de agosto de 2016), la acción del gobierno no electo de Michel Temer (2016-2018) y la elección de Jair Bolsonaro (2018) –que tuvo lugar luego de que la justicia brasileña impidiera la candidatura de Lula. Esta contraofensiva abatió la hegemonía política, social e ideológica del “lulismo”.
Basado en una relación de fuerzas favorable, en ese momento, para las clases populares, sus organizaciones, principalmente sindicales, y sus movilizaciones, el “lulismo” es un pacto social, de espíritu keynesiano, elaborado entre esas clases populares y una parte de las élites económicas y financieras de Brasil. Dicho acuerdo puede resumirse de la siguiente manera: al sector empresarial, se le garantiza la valorización de sus negocios sin restricciones (e incluso con el apoyo activo del Estado, dentro del territorio nacional y en el mundo entero gracias a la acción diplomática), y la venta de sus productos en un mercado interno consolidado; y a las clases populares, el fortalecimiento de sus derechos, de su protección y de su poder adquisitivo, a través del empleo, del aumento de los salarios, y del acceso al crédito al consumo (especialmente para la compra de productos importados de bajo costo).
Específica de Brasil en su forma histórica, la experiencia “lulista” refleja, no obstante, los impulsos y las intuiciones que buscaron desarrollar los demás gobiernos progresistas latinoamericanos de los años 2000:
– políticas de redistribución y de inclusión social,
– construcción de las bases del Estado social en las condiciones propias a los países del Sur (periféricos en la jerarquía del sistema-mundo y dependientes de modelos de desarrollo basados en la explotación y la exportación de materias primas y recursos naturales),
– búsqueda de alianzas (o al menos compromisos dinámicos), en un contexto de hegemonía “de la izquierda”, con las élites locales y con los actores del sector privado, en nombre de un interés común de afirmación nacional y de desarrollo.
En ese marco, dichos gobiernos trabajaron sin descanso para combatir la pobreza y las desigualdades, pero sin haber transformado –o sin haber podido transformar– las estructuras económicas, y habiendo aprovechado un contexto geopolítico propicio (crecimiento sostenido, diversificación de las alianzas con China y con los países “emergentes” en tiempos de relajamiento de la tutela norteamericana).
Esta dinámica global favorable fue puesta en tela de juicio por la crisis financiera internacional de 2008. El choque sistémico que le siguió frenó, uno por uno, los motores económicos que propulsaban esos procesos progresistas. Este fenómeno, junto con el desarrollo de crisis políticas internas (intensificación de los conflictos con las oposiciones, escándalos de corrupción, desgaste del poder, mala gestión de la crisis económica, etc.), explica el retroceso general.
Un retroceso que hizo aparecer una contradicción. Los gobiernos progresistas siguieron una estrategia orientada a integrar a las masas populares dentro de los engranajes económicos nacionales (todos dependientes de las cadenas de valor internacionales del capitalismo financiarizado) y a abrirles, en esta perspectiva, el acceso al consumo masivo, con el objetivo manifiesto de “democratizarlo”. Esta estrategia perseguía dos objetivos simultáneos: por un lado, reforzar la actividad económica; por otro lado, dar vida a las alianzas políticas, económicas y geopolíticas selladas por el Estado con las élites locales y sus socios internacionales (entre ellos China, a quien el mercado brasileño se abrió de par en par, al punto que esta última se convirtió, a lo largo de esos años, en el primer socio comercial y económico del país).
A escala regional, este proceso llevó a que el 70% de los latinoamericanos pasaran a formar parte de las “clases medias”, es decir, “consumidoras” (aun cuando esta pertenencia de clase se definiera en términos estrictamente monetarios, y una importante fracción del grupo corra hoy el riesgo de volver a la pobreza). Se desarrolló, además, sin cuestionar el modelo de consumo capitalista, de su ideología comercial, publicitaria e individualista.
Las experiencias progresistas contribuyeron así tanto a la emancipación de los sectores populares –sacándolos del martirio de la pobreza y de la relegación– como a la perpetuación, principalmente en el imaginario colectivo, de un orden neoliberal que favorece la despolitización. Al igual de lo que ocurrió en Brasil a partir de 2013-2014, en muchos países, desde que empezaron a manifestarse los primeros signos de la crisis económica, las “nuevas clases medias” –constituidas, en particular, por trabajadores precarizados del sector servicios (esencialmente mujeres y jóvenes), incorporados al mercado laboral durante los años Lula/Dilma –y una parte de las clases populares dejaron de apoyar a los gobiernos que hasta ese momento habían facilitado su ascenso social. A esas categorías, de a poco se fueron sumando, en un contexto de crisis económica y social, numerosos sectores de las clases medias tradicionales, previamente hostiles a esos gobiernos y a la izquierda. Fueron ellos quienes, en Brasil, a partir de 2014 y al comienzo de la operación anticorrupción “Lava Jato”, dirigieron la ola contestataria contra Dilma Rousseff y el Partido de los Trabajadores.
Consolidación y extensión de servicios colectivos y de bienes comunes mutualizados (transporte, vivienda, educación, salud, agua, energía, información, etc.); calidad de vida en lugar de “cantidad de bienes” (tiempo libre, dinamización de las lógicas de producción y de consumo locales); fortalecimiento de los poderes ciudadanos (participación política): propuestas y prácticas sociales alternativas al imaginario neoliberal de consumo vigente, que pueden servir de base para un proyecto diferente, destinado a las clases populares y medias. ¿Pero están dadas las condiciones políticas y sociales que permitan la construcción de coaliciones mayoritarias en torno a esas opciones? La pregunta queda planteada.
Traducción: Victoria Cozzo.
Las experiencias progresistas contribuyeron así tanto a la emancipación de los sectores populares –sacándolos del martirio de la pobreza y de la relegación– como a la perpetuación, principalmente en el imaginario colectivo, de un orden neoliberal que favorece la despolitización. Al igual de lo que ocurrió en Brasil a partir de 2013-2014, en muchos países, desde que empezaron a manifestarse los primeros signos de la crisis económica, las “nuevas clases medias” –constituidas, en particular, por trabajadores precarizados del sector servicios (esencialmente mujeres y jóvenes), incorporados al mercado laboral durante los años Lula/Dilma –y una parte de las clases populares dejaron de apoyar a los gobiernos que hasta ese momento habían facilitado su ascenso social. A esas categorías, de a poco se fueron sumando, en un contexto de crisis económica y social, numerosos sectores de las clases medias tradicionales, previamente hostiles a esos gobiernos y a la izquierda. Fueron ellos quienes, en Brasil, a partir de 2014 y al comienzo de la operación anticorrupción “Lava Jato”, dirigieron la ola contestataria contra Dilma Rousseff y el Partido de los Trabajadores.
Consolidación y extensión de servicios colectivos y de bienes comunes mutualizados (transporte, vivienda, educación, salud, agua, energía, información, etc.); calidad de vida en lugar de “cantidad de bienes” (tiempo libre, dinamización de las lógicas de producción y de consumo locales); fortalecimiento de los poderes ciudadanos (participación política): propuestas y prácticas sociales alternativas al imaginario neoliberal de consumo vigente, que pueden servir de base para un proyecto diferente, destinado a las clases populares y medias. ¿Pero están dadas las condiciones políticas y sociales que permitan la construcción de coaliciones mayoritarias en torno a esas opciones? La pregunta queda planteada.
Traducción: Victoria Cozzo.
Christophe Ventura
Investigador en Relaciones Internacionales en el Instituto de Relaciones Internacionales y Estrategias (IRIS), Francia
L’Intérêt Général
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