Por Mario Rapoport
06 de diciembre de 2020
La paridad cambiaria es una de las principales variables de la economía argentina. Imagen: Guadalupe Lombardo
Había una vez unos tipos muy particulares que por su fortuna cambiante eran llamados los tipos de cambio. Estaban esparcidos en todo el mundo, pero el del lejano norte, pudo hacerse inmensamente rico y aunque sólo respaldado.Un cuento del economista e historiador Mario Rapoport que ilustra las relaciones de subordinación de las monedas periféricas con la emitida por la potencia mundial.
Desde que se desprendió del oro, respaldado sólo por la economía de su propio país fue reconocido por los otros cómo su verdadero jefe o patrón ante cuya presencia los demás tipos de cambio debían doblegarse o rendirle pleitesía.
Para sus primos pobres del Sur, la historia fue distinta. En aquellos lugares se usaba en los intercambios con el mundo la misma clase de dinero que el otro guardaba en sus arcas, e incluso, si les quedaba algo, se lo daban también en custodia. Esos tipos de cambio dependían de su hermano mayor, que tenía un poder inmenso y se había consolidado como un gran patrón.
La diferencia es que, en los rincones del mundo pobres y endeudados, la solución a sus problemas no podía provenir de respaldarse en su propia moneda como el tipo del Norte. Dependía de las divisas que les proveía aquél, a tasas de interés o costos cada vez más altos. La única solución que tenían cuando estaban ahogados por las deudas, era comer menos y así los tipos de cambio enflaquecían rápidamente y se los veía escuálidos salir a mendigar por las calles de dios.
Es claro que muchos pícaros ricos en los mismos países pobres, a quienes el desorden y la falta de controles les habían permitido acumular, en parte en secreto, el dinero verde que el tipo de cambio necesitaba para robustecerse, lo escondían en oscuras cuevas y lo vendían a un valor mayor para obligarlo a aquél a caer de rodillas.
Un día, en uno de esos países con problemas, un economista algo tocado dijo que el tipo de cambio no se movería más, lo ató fuertemente a una ley y afirmó que ahora valía igual que su hermano del Norte. Una mentira que mantuvo por un tiempo contra viento y marea y muchos incrédulos creyeron.
El país siguió endeudándose y el tipo de cambio debió finalmente sincerarse cuando se terminó por reconocer que nunca existieron en verdad los billetes verdes para sostenerlo y todos se dieron cuenta de que sólo se había tratado de un simple acto de magia. Eso produjo un gran pánico que atrapó el dinero de la gente en una trampa llamada corralito y la zarandeada economía de aquel lugar entró en una crisis casi terminal o con pronóstico reservado.
Los que vinieron después comprendieron bien que el problema consistía en desprenderse de las cuantiosas deudas asumidas irresponsablemente, cuando muchos suponían que el tipo de cambio era tan robusto que nunca podía ser derribado. Ahora consideraban que la única solución realista en adelante debía pasar por acostumbrar a la gente a vivir de sus propios recursos y trabajo.
Mientras tanto, el tipo debía caminar por las calles con cuidado evitando los pies que le ponían aquellos que querían que se cayera y no pudiera levantarse pronto, en tanto recibían de afuera el dinero verde que ocultaban rápidamente o enviaban de nuevo al exterior para disfrutar los paraísos fiscales.
Además, revoloteaban buitres importados del Norte que habían comido la carroña de la deuda y ahora pretendían terminar la fiesta. Mandaron a preparar especialmente, a un viejo juez a quien sostenían con sus picos para que sus manos temblorosas pudieran confeccionar una gran torta de billetes, decorada por una vela que pretendían soplar para festejar su triunfo frente a ese país molesto.
Sin embargo, el tipo de cambio resistió. Las autoridades locales eran conscientes del daño que las bruscas inundaciones de agua o de pesos traían a la población y tomaron las medidas necesarias para defenderlo. Era proteger los bolsillos de la mayoría y alejar al malhadado tipo de la influencia de compañías nefastas. No había que dejarlo emborrachar nuevamente con el festival de deudas, cuyo sabor a champaña ocultaba el acre gusto del cianuro.
Y ahí llegamos, esperando de una buena vez que el tipo de cambio deje de jugar definitivamente a favor de los prestamistas y los especuladores. En otras palabras, poder manejarlo nuevamente con criterio propio en beneficio del interés del país, como siempre debió haber sido. Pero ese país no aprendía nunca porque carecía de memoria y un nuevo gobierno lo dejó nuevamente en total libertad, de modo que el desgraciado tipo se fugó con los buitres y no pudieron alcanzarlo más.
Mario Rapoport
Profesor emérito de la UBA y del ISEN.