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Se fue Donald Trump y todo el mundo se pregunta qué cambiará en el vínculo entre Estados Unidos y América Latina. Las características personales del presidente saliente sirvieron para eclipsar el hecho de que es un fiel representante del partido republicano, aunque a muchos de sus dirigentes -como el presidente George Bush (h)- le disgustaran sus modales.
Trump no es ningún chiflado como algunas veces se lo muestra como tampoco comenzó una guerra por un arrebato personal como se pensaba que podría suceder. Más bien lo contrario, sus deseos de figurar -y tal vez la intención de obtener el premio Nobel de la paz- lo llevaron a encontrarse con Kim Jong Un, el dirigente máximo de la República Democrática de Corea.
De la misma manera, no se puede analizar al presidente Joe Biden por su bonhomía o su conocimiento de la región. Haber realizado numerosos viajes por América Latina no garantiza un vínculo diferente a la tradicional política imperial de la Casa Blanca. No se trata de saber quién es más simpático o tiene un tono cordial. Reflotar la Doctrina Monroe al poco tiempo de asumir su mandato no fue un capricho de Trump, como tampoco abandonar la Organización Mundial de la Salud o trasladar la embajada de Tel Aviv a Jerusalén. Trump concretó lo que otros proclamaban y le gustaba jactarse de eso.
El reconocimiento de Juan Guaidó como “presidente interino” de Venezuela por el nuevo Secretario de Estado Anthony Blinken, un día antes de asumir, es la cabal demostración de que la intención de derrocar a Nicolás Maduro es compartida por el partido republicano y el demócrata, aunque pueda haber matices en la forma de actuar.
Jugando con las comparaciones se podría decir que la política de Estados Unidos hacia América Latina no depende ni de los arrebatos de Trump ni de la sonrisa de Biden.
*Sociólogo y analista internacional argentino, director de Nodal.am, colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)