ELECTORALISMO CONTRA DEMOCRACIA
La decepción de los constantes
Publicado el 19/1/2014
Por Emilio Cafasi
Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
A Juan, un tal Gelman, por sus hallazgos de giros sintácticos y seres humanos que giran su vida misma.A quien hoy no está, por esas cosas de la vida (y de la muerte).Aunque a pesar de hallazgos, nada demos por concluido, ni definitivamente conquistado.Continuamos escudriñando entre palabras y fosas, entre laberintos lingüísticos y víctimas ocultas.Hasta el último aliento, hasta que las utopías dejen de cobijarnos y amanecernos cuando algún “empujón brutal” -como diría Hernández- nos derribe.No habrá búsqueda sin luchas.Hasta las luchas siempre, compañero.
El panorama electoral latinoamericano para este año que se inicia resulta profuso y, en varios casos, alentador. La agenda electoral subcontinental se viene presentando intensa para un periodo acotado y anuncia la afirmación de esta tendencia electoralista. Y lo es más aún si consideramos los antecedentes de fines del año pasado con los resultados electorales en Chile y los fraudulentos en Honduras a nivel presidencial junto a las municipales en Venezuela y legislativas en Argentina, por cierto con resultantes ideológicas contrapuestas.
Antecedidas a su vez a lo largo del 2013 por las victorias de Correa en Ecuador, Maduro en Venezuela y Cartes en Paraguay, agregando heterogeneidad y divergencia, mientras se apresta el año para celebrar comicios en Brasil, Uruguay, Bolivia y Colombia en Sudamérica y El Salvador, Costa Rica y Panamá, en Centroamérica. Como subraya el politólogo argentino Daniel Zovatto, entre 2013 y 2016, diecisiete de los dieciocho países de la región elegirán su presidencia. Y si nos extendemos al periodo 2009-2016, resultan 34 las elecciones presidenciales en 8 años.
Sin embargo es doblemente ingenua la conclusión genérica de “consolidación de la democracia” que se atribuye a estos procesos. Sin desconocer el abandono paulatino de regímenes terroristas de Estado o de autoritarismo cuasi monárquico que han sido sustituidos por formalizaciones constitucionales específicas, se soslayan en el slogan democrático varios aspectos cualitativos que una mirada más detenida requeriría. En primer lugar, los intentos golpistas -por medios diversos- en varios países, con especial participación intelectual y material de las embajadas estadounidenses: Venezuela, Ecuador, Bolivia, Honduras y Paraguay los padecieron, en los dos últimos casos con lamentables corolarios.
Del mismo modo que a nivel sanitario se ha avanzado en la prevención de pestes como el cólera, sin por ello erradicarlas, en América Latina otro tanto sucede con el golpismo: sus gérmenes sobreviven y los anticuerpos no tienen el vigor necesario en todos los ejemplos nacionales de la región. Pero en segundo lugar, porque la asociación mecánica y determinista entre procesos electorales y democracia promueve una concepción empobrecida y minimalista de la última, cosa que no es atributo excluyente de las derechas, las variantes socialdemócratas o del academicismo formalista, sino inclusive de buena parte de las izquierdas.
De la crítica originaria (heredera de los revolucionarios del siglo XIX) de la democracia “burguesa”, sostenida sólo en virtud de producir el mecánico correlato de la segregación económica, se pasa sin más a su aceptación naturalizada, por lo que la democracia liberal-fiduciaria transita hacia la potenciación de su legitimidad a límites tales de ser concebida como “La Democracia”, o en otros términos, erigida como único sistema posible, sin adjetivos ni caracterización específica.
Esta apología “por izquierda” de la democracia representativa reconoce un componente explicativo importante -aunque no único- en el fracaso de los regímenes soviético y de democracia popular, heredero de un prejuicio ideológico endémico específico, tal como si éstos hubieran sido verdaderos dispositivos institucionales de democracia directa o participativa o como si la mejor distribución de la riqueza material supusiera un mágico tránsito proporcional hacia la distribución del poder.
De este modo, los reclamos de mayor democratización de los dispositivos de poder existentes en cada uno de los ámbitos de expresión e influencia y del alcance que la propia actividad permita, desde el Estado, los partidos políticos, y todo tipo de organizaciones civiles, en caso de que alcancen alguna expresividad demandante, serán minoritarios y casi excluyentemente promovidos desde los movimientos sociales, casi sin repercusiones en los partidos y organizaciones políticas.
En consecuencia, las formas de participación ceñidas exclusivamente al ejercicio electoral –al que en varios ejemplos se añade el clientelismo recurrente y también la corrupción- perpetúan el dominio de todo tipo de oligarquías y facciones, induciendo en el imaginario colectivo estas representaciones empobrecedoras sobre la democracia. No pretendo renunciar a la distribución consciente de la riqueza, ni denunciar, como lo ha hecho el vicepresidente uruguayo Astori en este diario, al escándalo del crecimiento de fortunas individuales inconmensurables (aunque preferiría que también contribuyera a exponer las estrategias para impedirlo, ya que tal incremento es verificable también en el Uruguay actual a pesar de su reconocible y encomiable crecimiento económico).
Sólo intento subrayar que en la múltiple imbricación de la resolución de las desigualdades de todo tipo, entre las que se cuenta prioritariamente la desigual distribución de poder decisional, reside la posibilidad de dotar de contenido real el propósito de colectivizar la gestión social del trabajo, que es, en última instancia, el objetivo revolucionario por excelencia.
No obstante, el incremento del electoralismo al que aludo constituye una condición de posibilidad, aunque no suficiente, para estimular el involucramiento ciudadano en la política a través de las campañas. Más aún en aquellos países en los que se aprecia un vaciamiento de las instancias de base. Por ello me resultan -a la par que peligrosas- directamente incomprensibles algunas insinuaciones de sectores del Frente Amplio uruguayo (FA) de comprimir el cronograma electoral y unificar las elecciones legislativas y presidenciales con las municipales. Las campañas de todo tipo, especialmente las que resultan programáticas y puntuales a través de la democracia directa como los referéndums y plebiscitos (por ejemplo el frustrado para derogar la conquista de la ley de aborto seguro, público y gratuito) abren un campo potencial de participación y organización que, lejos de ser molesto u obstaculizador, es palanca de fortalecimiento de la politización ciudadana.
Aún en los casos en los que se recurre al ejercicio iterativo, cuyo máximo extremo es el de Venezuela con reelección indefinida, los polémicos de Ecuador o Bolivia con descuento del período pre-reformista, o las variantes como la uruguaya o brasileña con períodos alternos.
Recorrer todo el espinel latinoamericano con sus especificidades, contradicciones y perspectivas, excede tanto un simple artículo, cuanto mis posibilidades de aprehensión. Sin embargo, para decirlo en dos palabras, creo que es en Brasil y Uruguay donde se dirimen, aún con alguna incertidumbre, las mejores posibilidades de problematizar superaciones del mero electoralismo. Por la longevidad de las tradiciones organizativas y de lucha de sus izquierdas y por haber logrado trazar una clara línea divisoria entre el progreso y la reacción, al punto tal de estimular la unificación política y organizativa de prácticamente todo el arco derechista.
Sin embargo, por paradójico que resulte, ni la movilización ni los dispositivos institucionales más distributivos del poder decisional garantizan conquistas sociales, económicas o políticas inmediatas. Sólo fortalecen nada más ni nada menos que la legitimidad y nutren perspectivas de logros a plazos más distendidos, dependiendo de la asimilación de las responsabilidades colectivas. En general han sido los movimientos sociales los impulsores de las conquistas, aún con gobiernos sin la menor tradición progresista como en el caso argentino en lo referente a los derechos humanos.
Pero, salvando las distancias, si alguna hipótesis contribuye a dilucidarlo mejor, es el reconocimiento de los pueblos originarios en Bolivia, la reforma agraria en Brasil a través del MST o la ley de aborto en Uruguay por la fuerza de sus feministas. Hipotetizo que son los movimientos sociales quienes han logrado imponer agenda a las fuerzas políticas progresistas gobernantes.
En Uruguay particularmente se viene gestando un polo de izquierda dentro del progresista FA en torno a la precandidatura presidencial de la senadora Constanza Moreira. En un juego de palabras llamé a sus integrantes, en otro artículo, “los constantes”. Es que hace falta constancia para sostener banderas históricas e ideales, tanto como para combinarlos con nuevas demandas que la pragmática del poder, independientemente de la voluntad de quienes lo ejercen, tiende a banalizar u olvidar en el fragor de la gestión cotidiana.
Entre tales banderas aparece no solo una agenda de derechos sociales, económicos y civiles, sino también arquitecturas organizativas concretas que permitan definirlas y efectivizarlas de forma crecientemente colectivas. Pero junto con ello resulta indispensable definir las garantías y reaseguros de continuidad del propio proyecto progresista (sin el cual la derecha se reapropiaría del país) cuyos cimientos arraigan en la irrenunciable unidad. El mayor peligro que afronta esta alentadora alternativa frenteamplista, y con ella el FA todo, es la descomposición ética en el ejercicio del denuesto, la invectiva y la injuria a los adversarios al interior de la propia fuerza (cosa nada inédita en las izquierdas), potenciadas por el anonimato de las redes sociales.
La constancia necesaria para volver a enarbolar banderas e ideales lleva en sus entrañas el reconocimiento de la diversidad y la legitimidad de toda mayoría circunstancial, cualquiera sea. La polémica y la diferencia deben remontar vuelo desde la pista argumental sobre las alas de la tolerancia unitaria. Tarea de los constantes. Una búsqueda permanente, insaciable e incierta. Como la que obsesionó al poeta al que aluden estas líneas.