“Una respuesta a la respuesta del doctor Julio María Sanguinetti”
ESCRITO POR: JUAN GELMAN
Señor presidente de la República Oriental del Uruguay:
Le agradezco que haya tenido a bien poner en mi conocimiento, al mismo tiempo que se difundía públicamente en Uruguay, su respuesta de fecha 5 de noviembre a la carta abierta que le dirigí el 10 de octubre anterior. Ese texto no me ahorra preguntas y perplejidades.
Dice usted que ordenó una “discreta investigación” sobre la desaparición en Montevideo de mi nuera y su bebé, que tuvo lugar a fines de diciembre de 1976. Esa averiguación debe, en efecto, haber sido discreta: no habla, no dice, no contesta. Por ejemplo: señala usted que se examinaron “copiosas actuaciones” de la Comisión Investigadora del Parlamento creada en 1985 y de tribunales civiles en los que se ventilaron los casos de los ciudadanos uruguayos secuestrados en Buenos Aires, internados en el centro clandestino de detención Automotores Orletti y trasladados luego a un local del Servicio de Información de Defensa (sid) ubicado en bulevar Artigas y Palmar, Montevideo. El mismo itinerario padeció mi nuera, encinta de más de ocho meses, en octubre de 1976. Añade usted que ese examen se realizó “sin que aparezca algún indicio adicional sobre su (mi) nuera”. Supongo que ese examen es hijo de la premura: en el acta número 4 de la Comisión Investigadora, de fecha 9 de mayo de 1985, y en la número 22, de fecha 14 de agosto de 1985, así como en el juzgado de segundo turno a cargo del doctor Arriague Saccone, hay testimonios sobre la presencia de una embarazada en el sid, que sus colaboradores pasaron vertiginosamente por alto.
Habla usted de un vago “más allá” que la averiguación habría visitado y menciona el escrutinio de los archivos del Hospital Militar de Montevideo, donde dio a luz mi nuera, “sin lograr ningún resultado”. No me sorprende: fue un nacimiento clandestino. Tampoco en las “maternidades” instaladas en la Escuela de Mecánica de la Armada o en la guarnición militar de Campo de Mayo en la Argentina se asentaba el nacimiento de niños nacidos en cautiverio de madres inmediatamente asesinadas después del parto. La inferencia, adelanta usted, es que “en principio, su (mi) nuera no fue traída al Uruguay”.
No dudo de la buena fe con que usted repite las conclusiones de sus subordinados. Pero no encuentro en su carta ninguna alusión a los 23 militares uruguayos –del sid y del Organismo Coordinador de Actividades Antisubversivas (ocoa), polo del Plan Cóndor en su país– involucrados en los hechos. ¿Se preguntó al entonces mayor Manuel Cordero (hoy de 61 años de edad) y al ex capitán José Arab (59) acerca de cómo trasladaron a mi nuera de Orletti al sid? Hay testigos de ello. ¿Se preguntó al teniente coronel Juan A Rodríguez Buratti (67 años) y al dicho José Arab a dónde llevaron a mi nuera y a su bebé a fines de diciembre de 1976 al sacarlos del sid? Hay testigos de ello, también de la terrible frase que se dijeron: “A veces hay que hacer cosas embromadas”. ¿Se preguntó al teniente coronel José ‘Nino’ Gavazzo (60 de edad hoy), jefe de la dotación del Ejército uruguayo que, en el marco del Plan Cóndor, desde Orletti secuestraba, torturaba, asesinaba compatriotas suyos, qué sabe al respecto? Porque saber, sabe: entre otras cosas, estuvo al frente del operativo en que fue robado Simón Riquelo, de 20 días de edad, hijo de uruguayos y trasladado al Uruguay, donde todavía está secuestrado de su filiación por la falsa identidad que le impusieron.
Hago hincapié en la edad de esos señores y aun otros involucrados en el robo de mi nieta o nieto: coronel Jorge Silveira, 54 años; coronel Carlos Calcagno, 58; coronel Ernesto Rama, 63; coronel Alfredo Lamy, 60, porque dice usted que “quienes eventualmente podrían brindar algún dato fidedigno” son personas que “murieron o son ancianos”. Los mencionados ni murieron, ni son ancianos a menos que sus colaboradores tengan un concepto de la senectud bastante diferente del que impera en el mundo moderno.
Dice usted además que la mayoría de los que podrían brindar información “ya no están sometidos a la jerarquía militar”.
Supongo que no es el caso del coronel Silveira, destacadísimo represor en Orletti y en el sid, hoy miembro del Estado Mayor del comandante en jefe del Ejército uruguayo, general Amado. Entiendo, además, que tiene usted autoridad para dar órdenes de obligado cumplimiento a militares retirados, que nunca pierden su subordinación institucional. No le faltan fuentes para llevar a cabo una investigación a fondo.
En efecto: de su carta dimana la sensación de que la “averiguación discreta” se realizó con prisa y ligereza, tal vez por influjo de la ola de solidaridad espontánea que despertó mi carta abierta. A estas alturas considero mi deber manifestarle un par de cosas.
Me sobrestima usted cuando considera que alimenté “hasta el cansancio un esfuerzo para presentarme (presentarlo) como indiferente o insensible a reclamos humanitarios”. La generadora de ese “esfuerzo” de otros es la única carta que le dirigí. No tengo medios para suscitar esa respuesta de más de 2 mil intelectuales de 20 países. Soy un ciudadano de a pie. Usted es jefe de Estado. Por eso me llena de perplejidad lo que expresa claramente en su carta: que todo se ha debido a mi presunta intención de perjudicarlo en tiempos electorales.
Nunca me ha movido esa intención. Si usted es abuelo, conocerá muy bien de qué densidad es el cariño que uno tiene por los nietos, cuán cargado está de preocupación y cuidado por su porvenir, del deseo de trasmitirles vida y experiencia de vida. Ellos nos prolongan más allá de los hijos. En mi caso, se trata de trasmitir su historia a una nieta o nieto y esa voluntad no está sujeta a tiempos electorales. Llama su atención el hecho que a 23 –no 24– años de lo sucedido haya buscado yo su ayuda. Sólo hace muy poco encontré la pista que me llevó a la certeza de que mi nieta o nieto nació en cautiverio en Montevideo, Soy ciudadano de a pie, como le dije. Usted es mandatario de una nación entera: los 129 días transcurridos entre su conocimiento del caso y mi carta abierta, cargados de silencio, me parecen suficientes para que quien detenta el mando superior de las Fuerzas Armadas uruguayas obtenga resultados. No publiqué mi carta abierta 20 días antes de las elecciones: lo hice cuatro meses después de que el doctor Bluth me trasmitiera la promesa de usted de ocuparse del caso y tres meses después de que el doctor Bluth se me negara por teléfono y nunca en adelante me llamara, como se había comprometido a hacer. Ni siquiera para decirme que la investigación estaba en curso y que tuviera paciencia. Me pregunto qué hubiera hecho usted frente a ese muro.
La presunción de que se trataría de una maniobra destinada a perjudicar a su partido y a su candidatura a senador subestima el espacio de humanidad que conservan ante lo deshumano de este mundo personas como José Saramago, Dario Fo, Adolfo Pérez Esquivel, Eric Hobsbawm, Chico Buarque, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Daniel Viglietti, René Favaloro, Joan Manuel Serrat, Fito Páez, Horacio Verbitsky, Carlos Monsiváis, Augusto Monterroso, Gonzalo Rojas, Manuel Vázquez Montalbán y cientos de escritores, periodistas, artistas, académicos, intelectuales y ciudadanos que se dirigieron respetuosamente a usted para pedirle una respuesta. Es un agravio a su inteligencia confinar ese reclamo en el campo electoral. A la inteligencia de ellos y a la suya propia, señor presidente. Al politizar mi caso e instalarlo en la arena electoral, es usted quien autolastima su humanidad y su imagen.
Me dice usted que el gobierno de facto –es decir, la dictadura– lo proscribió políticamente, le censuró la escritura y lo obligó a ganarse la vida como pudo. Lo lamento verdaderamente. Me alegra, a la vez, que la dictadura nunca le haya asesinado un hijo, desaparecido una nuera, robado una nieta o nieto. No todos los dolores son del mismo cuño. Dice usted –y me consta– que jamás “empuñó un arma para imponerle a alguien sus propias ideas”. Puedo asegurarle que el bebé cautivo en el sid, mi nieta o nieto, tampoco.
La investigación que realizamos mi mujer Mara La Madrid y yo fue exhaustiva y minuciosa. La averiguación que usted ordenó fue discreta. Aprecio que me diga que no dejará de ayudarme “pese a todo”. Quiero entender que ese “pese a todo” no se refiere a mi supuesta voluntad de lastimarlo, sino a las barreras con que sus colaboradores tal vez hayan tropezado en la averiguación de la verdad. ¿O el general Amado, jefe del Ejército, no declaró acaso el reciente miércoles 3 que para la institución castrense que dirige está cerrado el tema de los derechos humanos y de los desaparecidos en el Uruguay “sea quien sea el nuevo comandante en jefe y sea quien sea el presidente de la República”? ¿O no fue acaso el general Amado quien organizó una comida “de desagravio” –dice El Observador de Montevideo, diario no precisamente comunista– para 40 oficiales del arma acusados de villar los derechos humanos? Esa comida tuvo lugar el 29 de octubre, dos días antes de las elecciones. Ya ve usted que el juego electoral no pasa por mi carta, ni por el extraordinario calor humano que la abriga, como si mi caso sin saberlo yo, sin proponérmelo, simbolizara tantos silencios impuestos al dolor, tantas angustias que castigan a los familiares de los desaparecidos por esa apropiación ajena y autoritaria de un saber que en realidad a ellos les corresponde. Sería decente no mezquinar ese valor.
Ante su manifestación de que espera ayudarme “pese a todo”, me atrevo a sugerirle: ordene que la investigación se profundice, rompa una lanza, usted es quien ejerce el mando superior de las Fuerzas Armadas del Uruguay. No permita que le impidan un acto de grandeza. Se lo agradecerán sus hijos y sus nietos, que seguramente quieren que yo encuentre al mío.
“De pie contra la muerte”*
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la novela moderna, éstas: “el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto”, uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura de Cervantes?
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Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
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Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.
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Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular.
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El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke: “[...] lo que finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección”. Ese atrevimiento conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender hacia sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir.
*Extractos de su discurso en la entrega del Premio Cervantes, en 2007