30 abr 2015

El sociólogo y filósofo francés Gilles Lipovetsky dota de coartada intelectual a la estética, el consumo y la moda

"Si Podemos convence es solo por la desesperación de la gente"

Gilles Lipovetsky reflexiona para ICON en la cocina de su casa de Grenoble / ED ALCOCK
Generaciones enteras de universitarios –sobre todo esos que cursaron, contra las leyes del sentido común, carreras de humanidades– se familiarizaron con la palabra posmodernidad gracias a él, o por culpa suya. El filósofo y sociólogo Gilles Lipovetsky (París, 1944) saltó a la fama a inicios de los ochenta conLa era del vacío, ensayo de referencia para entender un mundo guiado por el consumismo desenfrenado y el narcisismo elevado a su máxima potencia. Desde entonces, no ha dejado de observar las mutaciones de las sociedades occidentales, teorizando sobre asuntos tan diversos como nuestra interacción con las pantallas o la relación de dependencia que mantenemos con la moda y el lujo. Su último ensayo, La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico (Anagrama), se centra en las alianzas que las grandes corporaciones establecen con las llamadas industrias creativas, que les permiten transformar el comercio casi en una forma de arte. Del llamado turismo cultural a las botellas de Dom Perignon diseñadas por Jeff Koons. Así logran disimular su objetivo último: vender cada vez más a un número cada vez mayor de consumidores. Este hombre pequeño y afable nos recibió en Grenoble (Francia), donde vive retirado del circuito de la intelectualidad parisiense en un apartamento con espectaculares vistas a las cordilleras alpinas, para improvisar un profundo análisis de lo que él denomina ahora “tiempos hipermodernos”.

El libro aborda la relación entre el capitalismo, a menudo percibido como una apisonadora sin compasión, y las industrias creativas, que le permiten cobrar rasgos más amables a través de una estetización de la oferta. ¿Cómo se origina este fenómeno?
No me gustan esos intelectuales que critican sin cesar el sistema capitalista, pero luego no pueden vivir sin sus muebles de diseño, sus coches de lujo y sussmartphones
El capitalismo tiene mala prensa desde el siglo XIX, cuando se le empieza a acusar de arruinar al campesinado, de corromper la salud de millones de obreros o de crear un paisaje urbanístico espantoso. No es casualidad que sea entonces cuando aparece una dimensión estética en el mecanismo capitalista. Todo empieza hacia 1850 con la invención de los grandes almacenes. Hasta entonces, el comercio tenía el aspecto de un zoco: un cúmulo de productos amontonados en espacios oscuros. Con la creación de Le Bon Marché, los primeros almacenes de París, el comercio se convierte en un teatro. Erigido con la ayuda de Gustave Eiffel, el lugar contenía una cúpula extraordinaria, grandes escaparates y una magnífica escalinata, además de salas para exposiciones y conciertos. La presentación y la puesta en escena del producto cobran a partir de entonces una importancia de primer orden.
Apple ha invertido durante décadas en el diseño de sus productos. Hoy es la empresa más rentable del mundo. Nokia, en cambio, prácticamente ha muerto
¿Qué consecuencias tendrá este giro a largo plazo?
Se trata de un giro mayor en la historia del capitalismo, ya que demuestra que los principios del sistema económico no son incompatibles con un refinamiento estético susceptible de movilizar las emociones del consumidor. El fenómeno se expande a lo largo del siglo XX, tras la invención del cine y el boom de la publicidad y el diseño gráfico. A partir de los cincuenta, a medida que se expande la sociedad de consumo, el vínculo entre arte y economía se generaliza. Desde entonces, se institucionaliza en el capitalismo esta combinación de beneficio y estetización, rentabilidad e imaginación, cálculo económico y ensoñación sensorial.
¿No es el cálculo comercial el que termina ganando siempre?
Depende de cada empresa, aunque obviamente la rentabilidad siempre es el objetivo último. El capitalismo artístico implica siempre una tensión permanente entre los financieros y los creativos, que tiran de lados opuestos de la cuerda. En cualquier caso, cuando ese cálculo es demasiado ostentoso es probable que la operación termine en fracaso comercial. Un ejemplo: Apple ha invertido durante décadas en el diseño de sus productos. Hoy es la empresa más rentable del mundo. Nokia, en cambio, prácticamente ha muerto. Siempre recuerdo una frase de Raymond Loewy, el gran diseñador industrial: “La fealdad se vende mal”.
Su ensayo mantiene la equidistancia entre pros y contras de este modelo, aunque a veces cuesta no verlo como una impostura. Si el cálculo comercial siempre gana, ¿esa coartada artística no es puro cinismo?
La infiltración de la moda en el sistema económico ha alterado nuestros valores. Es un modelo fundamentado en el deseo y la seducción, el cambio permanente y el consumo como objetivo vital
Es innegable que existe cierta ocultación, pero no me gusta hablar de cinismo. Eso implicaría una voluntad deliberada de manipulación.
¿Y no es el caso?
Yo lo veo como una estrategia de seducción, más que de manipulación. Por ejemplo, no creo que Steve Jobs fuera un hombre cínico. Como todo buen empresario, creía en su empresa y confiaba en aportar algo beneficioso a los demás. Opinar que es puro cinismo implicaría creer que un empresario se dice: “Lo que vendo no tiene valor alguno, pero mientras me aporte dinero me da absolutamente igual”. Evito los juicios de valor para abordar la cuestión, entre otras cosas porque participamos en ello. No me gustan esos intelectuales que critican sin cesar el sistema capitalista, pero luego no pueden vivir sin sus muebles de diseño, sus coches de lujo y sus smartphones.
En el libro se detiene en los efectos positivos de esta estetización. Dice que ha transferido a las masas los valores que hasta el siglo XIX definieron a la bohemia, como el gusto estético y el hedonismo.
Antes de la expansión de la sociedad de consumo, la cultura estaba dividida entre lo culto y lo popular. Hoy, en cambio, los taxistas escuchan a Mozart
El capitalismo artístico ha estetizado los objetos y también los comportamientos. Hoy todo el mundo comparte el gusto por descubrir cosas nuevas, por viajar y vivir sensaciones estéticas desconocidas. Este tipo de comportamientos, que hasta no hace tanto eran elitistas, se han generalizado. Hoy todo el mundo va a ver exposiciones a los museos, otra actividad que hasta hace poco era elitista. Quienes lo hacen no siempre tienen una gran cultura artística, pero han integrado el hábito del consumo cultural y lo consideran algo normal. El capitalismo ha hecho emerger un homo esteticus amante de las “sensaciones inútiles”, como decía Paul Valéry.
¿Hasta qué punto es ese un hábito democrático? ¿No sigue siendo un acto reservado a una clase social relativamente privilegiada?
Estoy en desacuerdo. A niveles distintos, todo el mundo participa en el fenómeno. Antes de la expansión de la sociedad de consumo, la cultura estaba dividida entre lo culto y lo popular. Hoy, en cambio, los taxistas escuchan a Mozart. E incluso cuando escuchan a Céline Dion están participando de la misma manera en el consumo cultural. Seguramente, la cajera del supermercado no escuchará la misma música que usted, pero al salir del trabajo los dos harán el mismo gesto: ponerse en los auriculares su lista de canciones. Tampoco irán al mismo lugar de vacaciones, pero considerarán tomarse unas semanas de descanso al año, lo que hasta hace poco no era habitual. Incluso cuando no se tiene dinero para marcharse de vacaciones, sí se comparte la misma aspiración.
Me gustaría volver a algunos de sus grandes textos de los ochenta para comprobar si su análisis sigue siendo el mismo. En La era del vacío hablaba de un mundo sin ideología ni religión, gobernado por el hedonismo y la ligereza, donde el individuo era el rey. Tras el 11-S y la crisis que empieza en 2008, ¿lo sigue suscribiendo?
El progreso científico nos permite avanzar. No se mueve ficha por razones económicas y políticas, para no perjudicar los intereses de los grandes grupos.
En gran parte, sí. El individualismo seguramente sea mayor y menos acomplejado que entonces. Aunque matizaría un par de cosas. El clima social es más duro hoy que en los ochenta. Pese a sus efectos positivos, la globalización ha generado una cultura de la competición y un miedo constante a perder el trabajo, una ansiedad inducida por el miedo al paro. Se han abierto así heridas íntimas en el interior de cada individuo que en los ochenta no existían. Tampoco existía ese paradigma médico que surgió en los años del sida y que hoy lo invade todo: la ansiedad alimentaria, la obsesión por saber qué come uno, cuántas calorías consume y cuántas logrará quemar después haciendo deporte. Por una parte, seguimos siendo seres hedonistas. Por la otra, ya no queremos sacrificar el futuro por ese carpe diem.
“Hoy nos rige el vacío, pero un vacío sin tragedia ni apocalipsis”, escribió hace tres décadas. ¿Cambiaría de análisis tras la amenaza yihadista?
No. Por supuesto, existen tragedias, hecatombes, aviones que se estrellan y atentados sanguinarios, pero en términos globales son casos minoritarios. La sociedad de hoy es mayormente pacífica. El 11-S o el ataque contra Charlie Hebdo son de una violencia insoportable, pero no definen una tragedia apocalíptica. En el fondo, los propios terroristas son hijos de la sociedad del vacío. Se trata de una minoría que restablece la lógica del sacrificio a la que nosotros ya hemos logrado escapar. Son niños perdidos que viven sin rumbo en una sociedad hiperindividualista, donde las estructuras grupales casi han desaparecido, hasta el punto de pasar de la pequeña delincuencia al martirio religioso en pocos meses.
En El imperio de lo efímero formulaba una teoría que no siempre fue entendida. Decía que el boom de la moda benefició “la autonomía personal” e incluso “los derechos humanos” y constituyó “un agente de consolidación de sociedades liberales”. ¿Cómo puede ser agente de libertad una simple fashion week?
La moda es un sistema fundamentado en el deseo y la seducción, el cambio permanente y el consumo como objetivo vital. Su infiltración en el sistema económico ha alterado nuestros valores. Desde entonces, el sentido del sacrificio que nos condujo a las dos guerras mundiales ha quedado sustituido por una búsqueda permanente de felicidad y bienestar personal. Lo fútil ha tenido efectos emancipadores a su pesar; ha sacado a la gente de las iglesias para incitarles a buscar la alegría. Me dirá que las iglesias, como los partidos políticos, siguen existiendo. Pero, como todas las estructuras que trataban al individuo de manera homogénea, han perdido casi todo su peso.
El capitalismo tiene mala prensa desde el siglo XIX, cuando se le empieza a acusar de arruinar al campesinado, de corromper la salud de millones de obreros o de crear un paisaje urbanístico espantoso
La tercera mujer fue uno de sus libros más polémicos. Decía que la dominación masculina no iba a retroceder en el futuro, en parte por la propia actitud de las mujeres.
Las feministas me criticaron mucho por decir eso, pero no afirmaba nada que no fuera cierto. Veinte años después, volvería a suscribir lo mismo: por mucho que la emancipación avance y se instauren políticas para apoyarla, la desigualdad en el mercado laboral no desaparece. La presencia de las mujeres en la política y la empresa ha mejorado, pero sigue siendo minoritaria. Y ya no es porque los hombres les corten el camino. Eso ya no sucede.
¿A qué se debe?
La organización del mundo laboral está pensada por y para los hombres. Las reuniones se convocan a última hora del día, las jornadas laborales son largas y los viajes de trabajo, frecuentes. Cuando las mujeres tienen que elegir entre ser madres y concentrarse en sus carreras, siguen eligiendo lo primero. No digo que hagan mal, simplemente lo constato. ¿Hasta qué punto se puede cambiar esto? No pienso que la dominación vaya a durar eternamente, pero sí que es extremadamente difícil cambiar dinámicas de género que son tan antiguas como la humanidad.
¿Por qué ha renegado del término posmodernidad?
La descripción del fenómeno que daban mis libros era correcta, pero no el término. Di a entender que estábamos superando la modernidad, cuando en realidad sucedía lo contrario. Los grandes inventos de la modernidad que empieza en el siglo XVIII son el mercado, la tecnociencia y la lógica individualista y democrática. Y esos tres inventos siguen guiando nuestro mundo, seguramente más que nunca. Dejamos de creer en el convencionalismo, el autoritarismo y la revolución, pero nunca fuimos posmodernos. Hoy prefiero hablar de hipermodernidad, porque ya no hay nada que escape al mercado, ni siquiera la cultura.
Los partidos extremistas están vendiendo humo. Si Podemos convence es solo por la desesperación de la gente ante una situación insoportable
Las instituciones democráticas sí que parecen encontrarse en una crisis profunda.
Sí, pero con matices. Nadie contesta la idea de la democracia. Lo que hay es una crisis grave de confianza. Gobiernos, partidos, sindicatos y medios de comunicación son víctimas del descrédito. Eso explica el auge de los partidos extremistas, que logran presentarse como soluciones tras décadas de corrupción e incapacidad. En realidad, están vendiendo humo. Si Podemos convence es solo por la desesperación de la gente ante una situación insoportable. Confío en que terminen desinflándose.
Pertenece al país más pesimista del mundo. Según un sondeo reciente del Pew Research Center, el 86% de los franceses cree que el futuro será peor que el presente. ¿Comparte esa mirada negra?
En absoluto. Disponemos de posibilidades increíbles para salir de esta situación. Nos las ofrecen la ciencia y la tecnología, la capacidad de manipular los elementos que constituyen la materia, la nanotecnología o las nuevas energías. No se mueve ficha por razones económicas y políticas, para no perjudicar los intereses de los grandes grupos. Pero el progreso científico nos permite avanzar. Me resisto a creer que nos dirigimos inevitablemente hacia el desastre. Se trata de una posibilidad, pero no es la única
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