La lista que hizo el tirano Batista de los más encumbrados secuaces que se fugarían con él en la madrugada del 1ro. de Enero de 1959 era tan grande que el enviado del Gobierno estadounidense la rechazó, porque ni una numerosa flota aérea hubiera bastado para el traslado de tantos camajanes juntos.
Al primer norteamericano que el dictador le mostró aquella relación nominal fue al empresario inversionista William D. Pawley, quien hablaba perfectamente el español, conocía los dicharachos cubanos y era lo que se dice un experto en «talles», convertido en emisario para hablar con el presidente.
No era cualquier emisario, sino el mejor para facilitar que un ejecutivo, un departamento y una agencia del poder imperial de Estados Unidos «tiraran la piedra y escondieran las manos».
Pawley era conocido en Cuba, pero no tanto por sus maniobras gubernamentales encubiertas, sino por sus traquimañas económicas y financieras más turbias.
Por ejemplo, cuando fueron suprimidos los tranvías, trajo en 1949 a Cuba el negocio de los denominados Autobuses Modernos para competir deslealmente con la empresa cubana de Ómnibus Aliados.
En realidad William Pawley no era un improvisado. En 1931 y en 1932 promovió en nuestra isla la Panamerican Airways. Y no podía decir que lo enviaba el gobierno de Estados Unidos, sino que era un admirador personal del dictador Batista y llegaba en son de amigote, no como emisario oficial de la Casa Blanca, el Departamento de Estado y la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
Tenía prohibido pronunciar —en español o en inglés— los nombres de esa Casa, ese Departamento y esa Agencia. Y si lo hacía o se le escapaba, se jugaba el cuello.
El sujeto era socio comercial de personalidades de alto nivel del Gobierno y de la oposición burguesa en territorio cubano, y por eso fue escogido. Batista, cuando lo recibió en su despacho el 9 de diciembre de 1958, se tragó el anzuelo de que venía como un gran amigo que le daría consejos de fin de año.
Un abogado del bufete de la firma United Fruit en La Habana —Mario Lazo— comunicó al Embajador estadounidense, Earl E.T. Smith, lo que estaba pasando. Se le acercó al diplomático yanqui un día de juerga en el Country Club de La Habana, a fines de 1958, y le contó que enviarían a un emisario especial para hablar con Batista.
El jurista no sabía que el envío de semejante «emisario» había sido convenido por la Casa, el Departamento y la Agencia.
El presidente era entonces Ike Einsenhower; el secretario de Estado, John Foster Dulles; y el director de la CIA, su hermano, Allan Dulles. Los tres crearon el plan para salvar a Batista de la justicia revolucionaria e impedir que Fidel Castro tomara el poder revolucionariamente.
En realidad la Casa, el Departamento y la Agencia dejaron al embajador Smith fuera de aquella jugada de Año Nuevo. Y Pawley, haciéndose el sueco, le ofreció a Fulgencio garantías para el asilo en Estados Unidos del propio dictador, su familia y los que pusiera en una lista con ese propósito.
Sin embargo, ante la abrumadora cifra de posibles fugitivos, Pawley tuvo que decirle que se le había ido la mano y que aflojara un poco. De inmediato al tirano, al comprender que el «amigote» tenía toda su razón, no le quedó otra alternativa que pedir el apoyo de Washington para «mantener la situación». Como no logró lo que quería, decidió rebajar considerablemente la abultada lista.
El 4 de diciembre de aquel año 1958, el embajador Smith fue llamado con urgencia para consultas y, como era de suponer, todo se hizo muy rápido y sincronizado, y el avión en que volaba Smith rumbo al Norte se cruzó con el que traía a Pawley hacia el Sur.
La misión de Pawley era convencer al tirano de que ninguna solución era posible si continuaba en el poder. El envío del inteligente emisario fue bien pensado por el Gobierno yanqui, ante la imposibilidad de que la tiranía batistiana pudiera vencer por las armas a la insurrección rebelde encabezada por el joven Fidel Castro. Y tanto la Casa Blanca, como el Departamento de Estado y la Agencia Central de Inteligencia (CIA) —preocupados por los éxitos de los rebeldes— llegaron a la conclusión de que era preciso encontrar «una tercera fuerza», tan distante de Fidel como de Batista.
El miércoles 10 de diciembre de 1958 citaron a Smith al despacho de Robert Murphy, subsecretario de Estado, para hablarle del «mensajero» y le dijeron que alguien sin vínculos gubernamentales aparentes iría a La Habana para sugerir cariñosamente a Batista el cambalache urdido. En un libro suyo, Smith contaría: «Albergué la esperanza de que una Junta Militar tuviera éxito en impedir el triunfo de Castro».
Claro que no le dijeron quién era el famoso emisario. Lo supo tarde, el 2 de septiembre de 1960. ¡No pidió su renuncia por no tener ni una pizca de dignidad! Y ese mismo día William Pawley testificó ante un subcomité del Senado y confesó haber sido seleccionado para persuadir a Batista de que debía renunciar.
«Pasé tres horas con él la noche del 9 de diciembre. No tuve resultado (…) pero si me hubieran autorizado a decir siquiera: “—Lo que le estoy ofreciendo tiene la aprobación tácita y el respaldo de mi Gobierno”, Batista lo habría aceptado», escribiría el enviado secreto en su momento.
El propio Pawley le aseguró a Batista, en confianza, que haría un esfuerzo para que Fidel Castro no llegara al poder. El senador Keating preguntó al emisario si el nuevo gobierno concebido a puertas cerradas también sería enemigo de Castro. —Yes, contestó. Y el senador Sourwine indagó quiénes formarían tal gobierno. —«Los hombres que hemos seleccionado y que yo podía mencionar a Batista, eran el coronel Barquín, el general Martín Díaz Tamayo, Bosch, de la familia Bacardí y otro que no recuerdo».
(La Junta Militar que le mencionaron a Smith y la que según Pawley propondría a Batista, no eran exactamente iguales, pero en las dos estaba el coronel Barquín, un favorito de la Casa, del Departamento y de la Agencia).
La noche del 22 de diciembre de 1958 Batista dio audiencia a su antiguo secretario personal, el periodista Raúl Acosta Rubio, quien años después narró lo dialogado. El déspota le aseguró: «—¡No hay nada que temer, asumiremos el mando de las fuerzas armadas el primero de enero y todo tendrá una pronta solución (…) En las próximas horas las banderas blancas de los fidelistas flotarán anunciando la rendición!».
Raúl Acosta le dijo al dictador: «Acabo de enterarme de que Tabernilla pretende solicitar a la Embajada norteamericana apoyo para dar un golpe de Estado y establecer una Junta Militar».
—«¡Eso es una infamia. Una calumnia!», contestó furioso Batista en un tono que el antiguo secretario describiría así: «Esa fue la primera vez que lo veía hablar como un carretonero».
Ante esa reacción, Raúl Acosta Rubio salió a millón del Palacio Presidencial, y se refugió en la casa de su amigote, el Ministro de Gobernación (Interior).
En 1958 el secretario personal de Batista era Silito Tabernilla, hijo del Jefe del Estado Mayor Conjunto. A él el tirano encargó personalmente hacer los arreglos necesarios para en caso de abandonar el país (ante el avance incontenible del Ejército Rebelde), tener listos quiénes se fugarían con él, qué pilotos de confianza conocerían el plan secreto, los mecanismos de aviso y cómo controlar y organizar los medios a emplear para la fuga.
Batista, en su libro Cuba Betrayed (Cuba traicionada) escribió: «(…) Los asuntos militares iban de mal en peor (…) En la provincia de Oriente los rebeldes tardaron dos años en inmovilizar los destacamentos militares; en Las Villas con Alberto del Río Chaviano como jefe del distrito militar, lo lograron en tres semanas (…) Irenaldo García Báez, el hijo de Pilar, le chismeaba que Tabernilla y Silito se referían a la guerra como nuestra causa perdida (…) Después del fracaso de la ofensiva de junio —escribió el dictador en el libro citado— las unidades militares activas no podían ganar ni una escaramuza».
El gringo Smith en su exposición ante un subcomité del Senado en agosto 30 de 1960, a preguntas de Eastland, dijo: «Castro nunca obtuvo una victoria militar». Y el senador Eastland le expresó: «Entonces, si Batista no perdió ni una sola batalla, ¿por qué salió echando un pie?».
La estampida de Batista y sus 108 acompañantes, demandó tres naves aéreas: la primera, un DC-4, llevó a su esposa, la familia de su cuñado Roberto Fernández Miranda, jefe de La Cabaña, varios de sus ministros más cercanos y «leales», y el presidente «electo» en las elecciones de noviembre de 1958.
El segundo avión fue abordado por el clan Tabernilla, la primera mujer de Batista, los hijos que había tenido con ella y los jefes del aparato represivo: Pilar García, Conrado Carratalá, Orlando Piedra, Esteban Ventura Novo y otros connotados esbirros.
El tercer avión, el Guáimaro, el ejecutivo del presidente, cargó a sus hijos menores; algunos sirvientes y al convaleciente coronel Sánchez Mosquera, herido grave en un combate.
Silito Tabernilla, a solo unas horas de la estampida, le preguntó a Batista por qué no luchaban hasta el último hombre. Y el dictador le contestó: «Eso ya no es posible».
FUENTE: «La CIA intentó frustrar la victoria», Mario Kuchilán Sol, Bohemia, 1ro. de enero 1971, p.p. 177-192. «El ocaso de una tiranía», Pedro Antonio García, Bohemia, 13 de diciembre 2013, p.p. 68-70. Archivo del autor.