28 may 2015

La lentitud revolucionaria (Venezuela)

Aplica para varios procesos sudamericanos

Por José Roberto Duque

chavismo





Los que siguen son unos párrafos sobre la exasperante lentitud chavista. Lleva ya muchos años la continua y sostenida (y exitosa, por cierto) propaganda que nos habituó a asumir que la velocidad es un atributo de los triunfadores, mientras que lo lento es asunto de perdedores, ineptos y agüevoniaos. El chavismo no ha logrado resolver en menos de dos décadas los desperfectos entronizados en la sociedad durante 500 años de supremacía del paradigma capitalista y ya hay gente exasperada: lo queremos todo para YA, si es posible para ayer, y aquí todavía vamos por el capítulo en que nos dedicamos a diseñar modelos y formas de funcionamiento y convivencia.
Una lógica egoísta y engreída pretende que si los individuos somos parte de un proyecto llamado humanidad entonces todos los individuos tenemos derecho al disfrute de la coronación del proyecto. Cosa que es imposible, porque los tiempos individuales del ser humano son cortísimos y los de la humanidad son de siglos y milenios; un hombre cambia, muta, proyecta y triunfa o fracasa en cuestión de pocos años o décadas, pero los proyectos colectivos pueden tardar siglos. Eso que llamamos socialismo es tarea de varias generaciones, no sólo de nosotros, los venezolanos vivientes a esta fecha.
Estamos apenas en el capítulo donde la revolución ensaya sus primeras instituciones y está claro que el socialismo se ve lejos, todavía el capitalismo galopa por todo el planeta, y Venezuela es parte de ese planeta. Así que moriremos sin haber visto esta construcción donde apenas estamos acomodando los ladrillos; está tan cruda la construcción que ni siquiera hemos logrado conseguir un cemento más eficaz que el dinero para pegar esos ladrillos.
Pero la ansiedad del “para ya” nos hace anhelar espejismos: queremos ver acciones y resultados definitivos; queremos ser testigos y protagonistas de la consolidación de conductas y estructuras revolucionarias, de nuevo tipo (socialistas, dicen por ahí) cuando aún ni siquiera hemos desinstalado de los adentros el molestoso chip que nos obliga a comportarnos como el vivísimo comerciante y trajinador de beneficios exprés que los gobernantes (desde los españoles hasta los adecos) nos impusieron como modelo constructor de la humanidad.
¿Lleva muchos años la mencionada propaganda? Ajá: significa que, a la hora de los resúmenes, puede que haya tardado mucho en imponerse el paradigma de lo veloz, lo urgente, lo instantáneo, lo violentamente impetuoso. Se impuso al final, pero tardó: he aquí que, incluso en esa victoria de la rapidez, quedó demostrado que la historia premia lo laboriosamente trabajado y planificado.
Tenemos a la mano la expresión “tarda pero llega”, que se refiere a algo tan dramático pero al mismo tiempo tan natural e inevitable como la muerte. Las construcciones sociales duraderas, sólidas y eficientes tardan, pero no “llegan”: hay que trabajarlas. De eso se trata y a eso se refiere todo este asunto que inevitablemente desemboca en la pregunta: “Coño, ¿y para cuándo vamos a construir un país donde no tengamos que negociar con los empresarios ni con los gringos que nos compran el petróleo?”.
Tardará, pero lo estamos construyendo.
A ver de dónde creemos que viene tanta afición y adicción por la velocidad.
En la Carora de los años ’70 había un señor, campesino jornalero, que vivía en el casco urbano pero debía ir a trabajar todos los días en las afueras, en algún campo ubicado en la carretera Lara-Zulia. Se hizo célebre el viejo porque le tenía miedo, recelo o tal vez respeto a los automóviles; ese temor y su negativa a montarse jamás en uno de esos artefactos produjo una buena cantidad de burlas y chistes, el más famoso de los cuales relata que un amigo se detuvo al verlo en mitad de aquella larga y soleada carretera, y le ofreció llevarlo. La respuesta del viejito todavía resuena en el imaginario caroreño de todos los tiempos: “No mijo, es que estoy apurado”.
“Rápido y furioso”: tal es el nombre de una saga de películas gringas cuyo protagonista sucumbió al mojón según el cual si alguien llega unos minutos antes que otro a un destino equis entonces es más chévere, eficiente, hermoso, poderoso y buena cama que el que se quedó atrás. Fiel a esa impronta y a su personaje, el actor en cuestión llegó más rápido (y tal vez furioso) que un gentío a la tumba; ignoro si el viejito de Carora todavía está vivo, pero anótenlo: su aplastante lógica era superior a la del gringo que también estaba apurado pero creyó, contrariando a la ranchera, que llegar primero era más importante que saber llegar.
No es gratuito ni casual el que se atraviesen tantas metáforas automovilísticas en el tema, puesto que fue precisamente el automóvil el artificio que popularizó desde el siglo 20 la entelequia del llegar rápido, y con cierta elegancia, de un lugar a otro. Puede que el ferrocarril sea más veloz que los carros a gasolina, pero estos tienen a su favor dos detalles sin los cuales usted no puede ser como los héroes individualistas que inmortalizaron el cine y la televisión: el automóvil va para donde usted ordene y se detiene cuando usted quiera, y de paso es un emblema del viajero solitario, echón, distante y autosuficiente.
Egolatría y sensación de libertad fundidas en un aparato que ha cubierto de altanería y de muerte las carreteras del planeta: nada mató a más personas que los accidentes de tránsito, ni siquiera todas las guerras juntas.
En la sociedad industrial eso de “ganarle tiempo al tiempo” es una necesidad de la industria y no de los seres humanos. La expresión “el tiempo es oro” lo atestigua y lo desenmascara: la producción de mercancías necesita que usted llegue rápido al trabajo (la impuntualidad se castiga y se señala socialmente como una enfermedad, una debilidad o un delito). Usted no lo necesita: lo necesita su jefe, el amo, el sujeto o corporación que se enriquece o se llena de gloria cada vez que usted cumple ciertas metas a tiempo.
Apúrese: cumplirle rápido al patrón le puede asegurar un aumento de sueldo, un ascenso y tal vez hasta una palmada de felicitación en el hombro.
Pueblos enteros han tenido que abandonar prácticas culturales y rituales ancestrales para cumplir con el requisito de la puntualidad y la rapidez. Tal vez el ámbito en que más patente y dolorosa se percibe esta perversión cotidiana es la gastronomía. La “comida rápida” es un bicho monstruoso que produce algo que se parece a lo que nuestras abuelas cocinaban, pero usted sabe, y su organismo también, que esa “comida” no es lo mismo que aquella otra que se hacía con cariño, con una entrega y un sentido de amor a la familia.
Ya antes hablamos de este fenómeno como el inicio de la hegemonía de la harina precocida, asesina industrial de las arepas de verdad: usted necesita desayunar y aquí en el trópico es costumbre que los desayunos sean nutritivos, pero como al capital no le interesa gran cosa que usted desayune feliz y reciba buenos nutrientes sino que se trague cualquier bola grasienta que le genere sensación de hartazgo, que usted “salga de eso” a la brevedad posible, entonces puso todo su empeño en imponer a la arepa de harina precocida como el “alimento más importante de la mesa venezolana”. Y aquí estamos, llorando masivamente por la escasez de semejante mierda, mientras en las carreteras y campos del país se pierden toneladas de batatas, yucas, auyamas, ocumos, plátanos y cambures a los que la propaganda no ordena caerles encima.
Y ¿qué espera el chavismo para ir construyendo un paradigma alimentario que no nos haga depender de la industria sino de la vocación por la siembra y recolección de carbohidratos sanos, ricos y más o menos gratis?
Creo que no es una tarea perdida sino inconclusa, lentamente construida. Como todas las que involucran la tarea revolucionaria de moldear otra vivienda, otra manera de formarnos, otra manera de divertirnos, otra manera de procurarnos vestido y dignidad. Nosotros (usted, yo, los demás que están leyendo o no estas líneas) no lo veremos, pero lo que estamos haciendo lo hará posible.