por Thierry Meyssan
RED VOLTAIRE | DAMASCO (SIRIA) | 3 DE MAYO DE 2016
Las primarias estadounidenses, que deberían ser la preparación de un enfrentamiento entre republicanos y demócratas, se han convertido poco a poco en una lucha por el control del Partido Republicano. En el Partido Demócrata, el duelo entre Hillary Clinton y Bernie Sanders se resume a la lucha de la experiencia al servicio de los ricos contra el idealismo al servicio de la mayoría. Pero toda la atención ha ido concentrándose en el combate que se desarrolla, en el bando de los republicanos, entre Donald Trump y Ted Cruz.
Cruz es un producto fabricado por una agencia militar privada de «operaciones sicológicas». En materia de política exterior, Ted Cruz se ha rodeado de un equipo de personas formadas en tiempos de la guerra fría alrededor del senador Henry Scoop Jackson y, por ende, histéricamente antisoviéticas. El propio Ted Cruz se ha posicionado en contra de toda forma de limitación jurídica del poderío estadounidense y, por consiguiente, contra el principio mismo del derecho internacional.
Hasta la semana pasada, se ignoraban las posiciones de Donald Trump. Cuando más, se le había oído hacer declaraciones contradictorias sobre la cuestión israelí. En efecto, Trump denunció fuertemente la parcialidad proisraelí de las sucesivas administraciones estadounidenses, se declaró neutral en cuanto al conflicto israelo-palestino y, posteriormente, emitió toda una profesión de fe ultrasionista ante el AIPAC [1].
Pero la semana pasada The National Interest invitó a Donald Trump a pronunciar su primer discurso sobre política exterior. The National Interest es una revista creada a partir del Nixon Center, donde se mantienen los sobrevivientes del equipo del célebre ex secretario de Estado Henry Kissinger. Para sorpresa de todos –los únicos no sorprendidos seguramente fueron los organizadores del encuentro– esta vez Donald Trump no recitó posiciones sobre cualquier cosa para contentar a tal o más cuál grupo de presión sino que expuso un verdadero análisis sobre la política exterior de Estados Unidos y describió un real proyecto de refundación de dicha política.
Según Donald Trump, haber tratado de exportar por la fuerza el modelo democrático occidental y haber querido imponerlo a pueblos que no están ni siquiera remotamente interesados en ese modelo ha sido un error fundamental. Partiendo de esa premisa, Trump desplegó un análisis crítico sobre la ideología neoconservadora, en el poder desde el golpe de Estado del 11 de septiembre de 2001. Todo esto permite comprender mejor por qué los organizadores del encuentro fueron los amigos de Henry Kissinger, partidarios del «realismo» político (realpolitik) y chivos expiatorios de los neoconservadores.
Luego de haber denunciado los gigantescos daños humanos y económicos causados, tanto en los países agredidos como para Estados Unidos, Donald Trump pasó a un ataque indirecto contra el «complejo militaro-industrial», denunciando la excesiva cantidad de armamento que actualmente circula en el mundo. Todos entendieron perfectamente que por primera vez desde el asesinato de John F. Kennedy, un candidato a la presidencia estaba denunciando la omnipotencia de los fabricantes de armas, que está perjudicando gravemente la casi totalidad de la industria estadounidense.
Puede parecer sorprendente esta manera de tomar el toro por los cuernos precisamente en presencia de los amigos de Henry Kissinger, quien tanto contribuyó al desarrollo del complejo militaro-industrial estadounidense. Pero la historia reciente de Estados Unidos explica ese brusco cambio de posición. Todos los que combatieron el complejo militaro-industrial fueron puestos bajo estricto control o eliminados: John Kennedy fue asesinado cuando se opuso a la guerra contra Cuba; Richard Nixon fue eliminado –a través del escándalo del Watergate– por haber concluido la paz con Vietnam e implementado el proceso de distensión con China; Bill Clinton vio su administración paralizada –a través del escándalo Lewinsky– cuando trató de oponerse al rearme y a la guerra en Kosovo.
Dando muestra de un cierto sentido de la provocación, Donald Trump pone su proyecto de nueva política exterior bajo el eslogan «America First», en referencia a la asociación homónima anterior a la Segunda Guerra Mundial. Aquel grupo es recordado como un grupo de presión nazi que trataba de impedir que el «país de la libertad» acudiese en ayuda de los británicos agredidos por genocidas de judíos. En realidad, «America First», que fue efectivamente desviada de su mision inicial por la extrema derecha, fue originalmente una amplia asociación, creada por los cuáqueros, que denunciaba la Guerra Mundial como un enfrentamiento entre potencias imperialistas y se oponía por ello a la implicación de Estados Unidos en ese tipo de conflicto.
O sea, los adversarios de Donald Trump falsean la verdad cuando lo presentan como un aislacionista, al estilo de Ron Paul. Donald Trump es más bien un realista.
Donald Trump no era, hasta ahora, un político sino un promotor inmobiliario, comerciante y presentador de televisión. Esta ausencia de pasado político le permite ver el futuro de manera completamente nueva y sin verse limitado por ningún compromiso anterior. Trump es además un dealmaker como los que se vieron hace algún tiempo en Europa, al estilo de Bernard Tapie, en Francia, y de Silvio Berlusconi, en Italia. Y hay que reconocer que –aunque en procesos no exentos de problemas– estos dos personajes renovaron el ejercicio del poder en sus países, violentando los códigos de las clases dirigentes.
Para contrarrestar el fenómeno Trump, el Partido Republicano ha organizado ahora una alianza entre Ted Cruz y el otro último aspirante que aún se mantiene en la carrera, el ex presentador de televisión John Kasich. Ambos han aceptado renunciar a la presidencia y unir esfuerzos para impedir que Trump llegue a obtener la mayoría absoluta de los delegados en la Convención. A falta de un competidor con mayoría absoluta, el Partido Republicano podría proponer en la Convención un nuevo candidato, hasta ahora desconocido para el público.
Ya están haciéndose sondeos de opinión confidenciales, se están recogiendo fondos y hasta se ha creado un equipo de campaña alrededor del general James Mattis, aunque este último jura y vuelve a jurar que no piensa hacer carrera como político. Sin embargo, ya es evidente que este ex jefe del CentCom no rechazaría el papel de nuevo Eisenhower. No está de más recordar que, en 1952, el vencedor de la Segunda Guerra Mundial no participó en las primarias porque aún fungía como comandante de la fuerzas en Europa. Pero, casi al final, se deslizó en la competencia y la Convención del Partido Republicano lo designó para participar en la carrera final por la presidencia.
El general Mattis tiene la reputación de ser un intelectual. Ha coleccionado una importante y célebre biblioteca privada de obras sobre estrategia militar, pero no parece haberse interesado en la historia únicamente bajo ese ángulo. Actualmente es investigador en la Hoover Institution (universidad de Stanford) y, habiendo llegado a Washington para realizar una serie de consultas, dio una conferencia en el CSIS (Center for Strategic and International Studies). Este tanque pensante, tradicionalmente cercano a la industria del petróleo, está financiado hoy en día principalmente por Arabia Saudita.
Durante su conferencia en el CSIS, después de anunciar un porvenir «horrible» para el Medio Oriente, el «monje soldado» (así lo llaman sus subordinados) se dedicó a denunciar el peligro que en su opinión representa la revolución iraní y a llamar a hacerle la guerra. Con ello retomaba el programa al que George W. Bush y Dick Cheney tuvieron que renunciar debido a la rebelión de sus demás generales.
De hecho, el enfrentamiento que actualmente se perfila opone, de un lado, a los partidarios de la realpolitik de Henry Kissinger –defensores de los principios de la paz de Westfalia, o sea de un orden internacional basado en los Estados-naciones– contra los partidarios de la «democratización global» de los neoconservadores –o sea, los partidarios de la destrucción de las identidades nacionales y de la imposición de un régimen universal de gobierno. En pocas palabras, es la visión de Richard Nixon contra el sueño de los golpistas del 11 de septiembre de 2001.
Elementos fundamentales:
Donald Trump, aspirante a la presidencia de Estados Unidos, pretende limitar el poderío del complejo militaro-industrial. Retoma así la causa de John F. Kennedy (asesinado), de Richard Nixon (apartado del poder por el escándalo del Watergate) y de Bill Clinton (neutralizado por el escándalo Lewinsky).
Trump estima que tratar de exportar por la fuerza el modelo democrático occidental –que no corresponde a con los deseos de las poblaciones de otras partes del mundo– es simplemente nefasto, tanto para esas poblaciones como para el pueblo de Estados Unidos.
El complejo militaro-industrial prepara en este momento la candidatura del general James Mattis y una guerra contra la revolución iraní.
Thierry Meyssan
Fuente
Al-Watan (Siria)