Por Massimo Modonesi
La llamada transición a la democracia en México ha sido una elaborada estafa política plagada de autoritarismo, simulación y fraudes electorales. A pesar de que el movimiento democrático empujó desde abajo y logró instalar la demanda en la agenda, las clases dominantes y los grupos dirigentes priístas nunca perdieron el control de la situación y supieron mantener la iniciativa, combinando de forma diferente tres dispositivos fundamentales del poder estatal: la represión, la simulación y la negociación vía concesiones. Nunca se cayó el sistema, salvo el episodio técnico del 6 de julio de 1988 y la famosa declaración del secretario de Gobernación –ahora obradorista– Manuel Bartlett, en relación con el sistema informático de conteo de votos. Sólo tambaleó, se adaptó y se recompuso.
La democracia simulada en la que vivimos se presenta, a grandes rasgos, mediante dos modalidades de funcionamiento y reproducción. La modalidad normal o hegemónica que garantiza la alternancia entre partidos equivalentes e intercambiables y neutraliza por las buenas o las malas las alternativas, recurriendo a un máximo de consenso y un mínimo de coerción. La modalidad extraordinaria o excepcional que comporta, en momentos de crisis hegemónica, el recurso extremo a la violencia política o al fraude electoral. 2006 fue la máxima expresión de este momento crítico y, al mismo tiempo, mostró la capacidad de reconfiguración del régimen autoritario neoliberal.
Con esta doble clave de lectura podemos entender la continuidad de fondo que atraviesa coyunturas políticas tan disimiles como las de nuestra época: 1988, 1994, 2000, 2006 y 2012.
Después de la masacre de Tlatelolco en 68 y la guerra sucia de los setenta, se desempolvó el nacionalismo populista, corporativo y clientelar y se concedió una reforma política que simuló un pluralismo simplemente nominal. Cuando se tuvo que recurrir al fraude descarado en 1988 para evitar el sorpresivo triunfo del neocardenismo, se implementó la estrategia del priísmo difuso, de priístizar a las oposiciones, empezando con el PAN. Se abrió así formal y pomposamente la llamada transición a la democracia sin que esto implicara arriesgar que los partidos y los grupos neoliberales perdieran el control del aparato estatal.
NODAL, 9 enero, 2018
La llamada transición a la democracia en México ha sido una elaborada estafa política plagada de autoritarismo, simulación y fraudes electorales. A pesar de que el movimiento democrático empujó desde abajo y logró instalar la demanda en la agenda, las clases dominantes y los grupos dirigentes priístas nunca perdieron el control de la situación y supieron mantener la iniciativa, combinando de forma diferente tres dispositivos fundamentales del poder estatal: la represión, la simulación y la negociación vía concesiones. Nunca se cayó el sistema, salvo el episodio técnico del 6 de julio de 1988 y la famosa declaración del secretario de Gobernación –ahora obradorista– Manuel Bartlett, en relación con el sistema informático de conteo de votos. Sólo tambaleó, se adaptó y se recompuso.
La democracia simulada en la que vivimos se presenta, a grandes rasgos, mediante dos modalidades de funcionamiento y reproducción. La modalidad normal o hegemónica que garantiza la alternancia entre partidos equivalentes e intercambiables y neutraliza por las buenas o las malas las alternativas, recurriendo a un máximo de consenso y un mínimo de coerción. La modalidad extraordinaria o excepcional que comporta, en momentos de crisis hegemónica, el recurso extremo a la violencia política o al fraude electoral. 2006 fue la máxima expresión de este momento crítico y, al mismo tiempo, mostró la capacidad de reconfiguración del régimen autoritario neoliberal.
Con esta doble clave de lectura podemos entender la continuidad de fondo que atraviesa coyunturas políticas tan disimiles como las de nuestra época: 1988, 1994, 2000, 2006 y 2012.
Después de la masacre de Tlatelolco en 68 y la guerra sucia de los setenta, se desempolvó el nacionalismo populista, corporativo y clientelar y se concedió una reforma política que simuló un pluralismo simplemente nominal. Cuando se tuvo que recurrir al fraude descarado en 1988 para evitar el sorpresivo triunfo del neocardenismo, se implementó la estrategia del priísmo difuso, de priístizar a las oposiciones, empezando con el PAN. Se abrió así formal y pomposamente la llamada transición a la democracia sin que esto implicara arriesgar que los partidos y los grupos neoliberales perdieran el control del aparato estatal.
Esta capacidad de recomposición conservadora se hizo evidente en una coyuntura particularmente delicada en 1994, cuando se tuvo que hacer frente al levantamiento zapatista y al arreglo de cuentas intrapriísta que llevó al homicidio de Colosio. Desde 1997, el PRD fue incluido en la repartición del pastel político de la llamada transición pactada y contaminado progresivamente por el priísmo, sea por el ingreso masivo en sus filas de ex priístas sea por la adopción de formas priístas de hacer política.
La estafa se presentó en su esplendor en 2000, cuando se disfrazó la victoria del candidato del PAN, producto de un pacto bipartidista de continuidad del neoliberalismo y el autoritarismo que lo sostiene, en un triunfo de la democracia y del pluralismo.
La estafa se presentó en su esplendor en 2000, cuando se disfrazó la victoria del candidato del PAN, producto de un pacto bipartidista de continuidad del neoliberalismo y el autoritarismo que lo sostiene, en un triunfo de la democracia y del pluralismo.
Después del resbalón de 1988, el sistema encontró sus fórmulas de reproducción, el voto del miedo en 1994 y en 2012, con el soporte decisivo de la manipulación mediática. Sólo en 2006, en una coyuntura tanto mexicana como latinoamericana favorable a las posturas antineoliberales, tuvo que recurrir a un burdo fraude electoral de emergencia, al estilo del de 1988.
En 2012, además del contexto de violencia, de su generación y uso instrumental, el régimen del priísmo difuso (que abarcaba al PAN y ahora incluye al PRD) mostró saber desplazar y operar el fraude al margen del engranaje estrictamente electoral, del conteo de voto, al desplegar toda la maquinaria estatal, paraestatal y empresarial en términos de gastos y financiamientos ilícitos, compra de votos, complicidad de los principales medios de comunicación masiva, campaña sucia en contra del único real competidor electoral. Al fraude electoral técnico se sustituyó un fraude electoral político más elaborado y a una escala mayor, que implica alianzas, complicidades y, de una manera siniestra, construcción de un consenso mafioso. El movimiento #YoSoy132 ayudó a hacer visible la estafa pero no logró descarrilar el sistema que la reproduce.
A la luz de estas consideraciones, ¿qué esperar entonces de la próxima coyuntura electoral? Lo esperable/previsible es que habrá fraude hasta donde sea necesario: sea en su versión ampliada y difusa como eventualmente, si llegase a ser imprescindible, el fraude a la hora de contar los votos. Lo esperable/deseable es que ocurra, como y más que en otras ocasiones (1988, 1994, 2006, 2012), algo antisistémico, algo que surja desde afuera del perímetro electoral de la reproducción del régimen, algo que irrumpa y genere un cortocircuito que haga caer realmente el sistema, que haga visible la estafa democrática, que instale dinámicas de contrapoder, de organización, movilización y politización. Si esta irrupción lograse además interrumpir el proceso de reproducción política del neoliberalismo, aun favoreciendo una opción política cuestionable, ambigua y contradictoria como Morena, podría iniciar una verdadera transición democrática.
(*) Investigador del Centro de Estudios Sociológicos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.
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En 2012, además del contexto de violencia, de su generación y uso instrumental, el régimen del priísmo difuso (que abarcaba al PAN y ahora incluye al PRD) mostró saber desplazar y operar el fraude al margen del engranaje estrictamente electoral, del conteo de voto, al desplegar toda la maquinaria estatal, paraestatal y empresarial en términos de gastos y financiamientos ilícitos, compra de votos, complicidad de los principales medios de comunicación masiva, campaña sucia en contra del único real competidor electoral. Al fraude electoral técnico se sustituyó un fraude electoral político más elaborado y a una escala mayor, que implica alianzas, complicidades y, de una manera siniestra, construcción de un consenso mafioso. El movimiento #YoSoy132 ayudó a hacer visible la estafa pero no logró descarrilar el sistema que la reproduce.
A la luz de estas consideraciones, ¿qué esperar entonces de la próxima coyuntura electoral? Lo esperable/previsible es que habrá fraude hasta donde sea necesario: sea en su versión ampliada y difusa como eventualmente, si llegase a ser imprescindible, el fraude a la hora de contar los votos. Lo esperable/deseable es que ocurra, como y más que en otras ocasiones (1988, 1994, 2006, 2012), algo antisistémico, algo que surja desde afuera del perímetro electoral de la reproducción del régimen, algo que irrumpa y genere un cortocircuito que haga caer realmente el sistema, que haga visible la estafa democrática, que instale dinámicas de contrapoder, de organización, movilización y politización. Si esta irrupción lograse además interrumpir el proceso de reproducción política del neoliberalismo, aun favoreciendo una opción política cuestionable, ambigua y contradictoria como Morena, podría iniciar una verdadera transición democrática.
(*) Investigador del Centro de Estudios Sociológicos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.
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