ARGENTINA
Sobre la doctrina de inseguridad nacional
Por Juan Gabriel Tokatlian
04 de junio de 2018
El presidente Mauricio Macri afirmó en el Día del Ejército: “Necesitamos Fuerzas Armadas que dediquen mayores esfuerzos en colaboración con otras áreas del Estado, brindando apoyo logístico a las fuerzas de seguridad para cuidar a los argentinos frente a las amenazas y desafíos actuales”. Su aserción parece preanunciar un eventual decreto en el que se explicitaría la decisión política de comenzar a desmantelar el consenso sociopolítico existente desde la recuperación de la democracia respecto a la estricta separación entre defensa y seguridad interior. El pronunciamiento del mandatario generará posiblemente reacciones de diverso tipo.
En este caso me quiero concentrar en la expresión “amenazas y desafíos actuales”. ¿A qué parece apuntar ello? ¿En qué matriz interpretativa se puede inscribir esa referencia? ¿Qué vínculo podría tener dicha expresión en el contexto de las relaciones interamericanas? A mi modo ver, la respuesta a dichos interrogantes exige detenerse, inicialmente, en Estados Unidos y la llamada grand strategy como punto de partida y su evolución en el tiempo. Washington la ha ido modificando y actualizando. Lo anterior conduce a reconocer el macro nivel global y la especificidad continental en los que se ha ido expresando la “gran estrategia” estadounidense.
Durante la Guerra Fría Washington desplegó, en el terreno inter-estatal, la estrategia de la contención. En aquel período era fundamental frenar la expansión de la Unión Soviética y, de ser factible, revertir tanto su proyección de poder en la periferia (en clave de época, el Tercer Mundo) como la afirmación de su área de influencia (esto es, Europa oriental). En el campo no estatal y, en particular, en las naciones periféricas y de modo directo o indirecto, Washington recurrió a la contra-insurgencia: una modalidad de confrontación destinada a socavar la legitimidad del oponente armado (por ejemplo, los grupos guerrilleros y los movimientos de liberación nacional), interrumpir el acceso a recursos para impedirles librar su lucha, debilitar las oportunidades políticas del adversario y lograr adhesión social (por ejemplo, en áreas rurales y centros urbanos).
La principal doctrina militar que primó fue la disuasión; esto es, dejarle en claro a la URSS que los costos de atacar a Europa occidental y de usar armas nucleares contra Estados Unidos y sus aliados serían exorbitantes pues la respuesta de Washington sería aniquiladora. La dinámica de la “destrucción mutua asegurada” subyacía a una doctrina que tenía su espejo en el mismo tipo de mensaje que Moscú le enviaba a Estados Unidos.
La estrategia y la doctrina señaladas eran acompañadas en el terreno diplomático por el establecimiento de firmes alianzas político-militares. La Organización del Tratado del Atlántico Norte, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca y el Tratado Anzus (Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos), entre otros compromisos, fueron, bajo la premisa de la bipolaridad, los acuerdos que aseguraban el mantenimiento de las zonas de influencia de Washington y su proyección internacional de poder.
Ahora bien, en el ámbito latinoamericano la grand strategy estadounidense remitía a una doctrina subalterna. La eventual y definitiva confrontación Este-Oeste tenía unos protagonistas principales (Estados Unidos y Europa occidental por un lado, y la Unión Soviética y Europa oriental, por el otro), mientras que las fuerzas armadas de Latinoamérica no eran contempladas como un actor decisivo en el hipotético combate directo contra la URSS. El papel de los militares latinoamericanos era, en términos de la gran estrategia de Washington, prioritariamente doméstico: luchar y doblegar al “enemigo interno” –el “comunismo” local– que era concebido como la extensión en la región del expansionismo soviético. En ese marco, la contra-insurgencia era, en lo doméstico, la estrategia principal de las fuerzas armadas. Para ello se contaba con el respaldo de Estados Unidos y, si fuere del caso, con su participación. Lo anterior se inscribía en una doctrina subalterna: la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN).
En la inmediata Posguerra Fría se mantuvo, respecto de la estrategia, la contención tanto frente a un potencial resurgimiento de Rusia como ante el emergente poder de China. Persistió la disuasión como doctrina en relación a contra-partes estatales, mientras se recurrió a respuestas misilísticas contra actores no estatales en respuesta a actos terroristas contra intereses estadounidenses en el extranjero. No hubo cambios diplomáticos en cuanto al sistema de alianzas: Washington tuvo un comportamiento internacional en el que combinó multilateralismo episódico y unilateralismo recurrente.
En cuanto a la lógica subalterna se produjo, después del colapso soviético y del desmoronamiento del comunismo en Europa oriental, la configuración-en especial desde Estados Unidos –del denominado fenómeno de las “nuevas amenazas” (narcotráfico, terrorismo, crimen organizado, etc.)–. Se entiende que las mismas constituyen, en palabras de Marcelo Saín, “el conjunto de riesgos y situaciones conflictivas no tradicionales, esto es; no generadas por los conflictos interestatales derivados de diferendos limítrofes-territoriales o de competencia por el dominio estratégico”.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos fueron de enorme trascendencia e impacto y dieron paso a una redefinición de su grand strategy. En ese sentido, la nueva estrategia se orientó hacia la primacía; es decir, Washington no estaba (ni está) dispuesto a tolerar, ni en el campo militar ni el político, a ningún competidor internacional de igual talla (peer competitor), fuese este un viejo rival (Rusia) o un nuevo oponente (China). No se trataba de un asunto de (buena o mala) voluntad o de ideología (conservadora o liberal), sino de un empuje derivado, en buena medida, de la elocuente disparidad de poder existente en el sistema mundial. La estrategia de primacía suponía (y supone) que los intereses vitales estadounidense no estarían suficientemente protegidos con un esquema multilateral de reglas y acuerdos. En cuanto a los actores no estatales, a la proverbial contra-insurgencia anteriormente mencionada se sumó el contra-terrorismo que se caracteriza por atacar militarmente a un oponente que se considera criminal y letal (por lo tanto, no sujeto a reconocimiento político) y por desplegar acciones coercitivas de distinto tipo sobre determinados grupos terroristas (preferentemente islámicos), sus eventuales aliados estatales, sus redes de sostén material y sus refugios.
En cuanto a la doctrina, la disuasión continuó siendo la columna vertebral en materia militar. En el apogeo de lo que se presumía como una condición unipolar perdurable Washington estaba encaminado hacia una política de preponderancia incuestionable. Una novedad posterior a los atentados de septiembre de 2001 fue la incorporación de la doctrina de la “guerra preventiva”. La misma apunta a mostrar que Estados Unidos se arroga el poder de usar su poderío bélico contra un país, independientemente de que este se disponga a atacar de manera inminente a Estados Unidos y sin tener en cuenta la evidencia cierta para legitimar, al menos parcialmente, el recurso al instrumento militar en las relaciones internacionales.
Asimismo, las alianzas sólidas del pasado se superponen en unos casos, y se sustituyen en otros, en tanto instrumentos diplomáticos de respaldo y compromiso político-militar, por coaliciones ad hoc (las llamadas coalitions of the willing), lo que supone que sólo Washington fija la misión y luego establece la coalición para llevarlas a efecto (como ha ocurrido en Irak o contra el Estado islámico).
Finalmente, la lógica subalterna que se ha ido consolidando en gran parte de América Latina en el marco de una redefinición de la grand strategy estadounidense ha sido la de las aludidas “nuevas amenazas”. Las mismas son múltiples, entrelazadas y letales. Esa proliferación de peligros entrecruzados se nutre de la ausencia y/o captura parcial del Estado y, en consecuencia, requiere de un rol activo de las fuerzas armadas para hacerle frente, borrando así las diferencias entre seguridad interna y defensa externa. Eso remite a lo que llamo una Doctrina de Inseguridad Nacional en sustitución de la vieja DSN: los enemigos actuales son un entramado de actores interconectados que operan domésticamente como parte de una oscura acechanza global y, por lo tanto, se necesita de los militares y su poder de fuego para neutralizarlos y eliminarlos. Complementariamente, y a nivel internacional, se trataría de involucrar a los militares ya no en las tradicionales misiones de paz de la ONU sino en acciones anti-terroristas en las nuevas operaciones desplegadas por Naciones Unidas en algunos países de África, por ejemplo.
El llamado del presidente Macri a que los militares se vinculen a la lucha contra las “amenazas y desafíos actuales” se puede localizar en la dinámica de las “nuevas amenazas” que, a su turno, se inscriben en los cambios ocurridos en las relaciones interamericanas. Con ello no solo se afectaría un activo de la Argentina democrática en América Latina –esto es, la separación entre defensa y seguridad interior–, sino que se obstruiría la urgente necesidad de un debate nacional sobre qué política de defensa y qué fuerzas armadas necesita hoy el país. Una gran mayoría de los que creemos en el valor y utilidad de aquella separación venimos planteando que tal debate es impostergable y que debe hacerse con argumentos serios, francos y frontales. Pero la postura en la materia del gobierno de Cambiemos nos conduciría a menos deliberación en torno a la defensa y más debilitamiento de las fuerzas armadas.
* Profesor plenario de la Universidad Di Tella.