13 oct 2024

LOS VALORES PERDIDOS Y EL SIN SENTIDO COMUN

La encrucijada humana


Nieves y Miró Fuenzalida
On Oct 10, 2024




El historiador ingles Arnold Toynbee advirtió en el siglo pasado que la humanidad se enfrentará a una crisis existencial que pondrá a prueba nuestra capacidad de sobrevivencia. En la era atómica, dice, tendremos que elegir entre la unificación política o el suicidio en masa. La persistencia en los hábitos de “sentimientos de división” es el mayor obstáculo para lograr la “unificación mundial”.

Pero, añade, así como adoptamos nuevos hábitos, también podemos modificar o abandonar los viejos, incluso los más arraigados y reemplazarlos por unos de acción común a escala mundial mediante la creación de alguna forma de Estado o Autoridad Mundial limitada que estaría facultada para actuar en el interés común con el poder para controlar la energía atómica y administrar la producción y distribución de alimentos. Ya en este siglo podríamos agregar el cambio climático.


Las circunstancias globales que creamos con los avances tecnológicos eventualmente nos obligaran a someternos a esta Autoridad Mundial como la única esperanza de salvación frente a la amenaza de extinción. Los temores y reacciones instintivas en contra de una Autoridad Mundial, que podría convertirse en una burocracia centralizada draconiana, pueden aminorarse al establecer limites claramente definidos a su autoridad que sólo podría ejercer en aquellas áreas estrictamente necesarias para la auto conservación humana. Aquí, el consentimiento y la cooperación mutua serian clave.

Cualquier intento de imponer la unidad política por la fuerza sería ineficaz y sólo conduciría al resurgimiento del nacionalismo. Toynbee creía que este Estado Mundial sería probablemente federal, en el que unidades anteriormente independientes se unirían voluntariamente, pero preservando su identidad y autonomía para actuar localmente. Su logro dependería en gran medida de algún tipo de acuerdo sobre qué constituye el bien y el mal o, dicho de otra manera, de la adopción de un conjunto compartido de valores morales que sirvieran para armonizar las distintas herencias sociales y culturales que han evolucionado independientemente a lo largo de la historia. Sin ello, seria bien difícil lograr la integración humana.

Dada la obvia diversidad moral del mundo contemporáneo… ¿cuál sería, entonces, la base para lograr un acuerdo sobre valores humanos elementales?



Jean Paul Sartre, en su ética existencialista, especialmente en su último periodo, propone la base para una ética humanista. El intento, dice, es evitar el dilema entre una ética que es el resultado de subestructuras particulares que adolece totalmente de principios morales generales y otra tan general y carente de contenido que sólo ofrece un esbozo universal abstracto de un ser humano ideal que, en el fondo, es irrelevante para seres humanos reales que existen en circunstancias concretas. Lo mejor para evitar este dilema es centrarse en “la estructura ontológica común” presente en toda experiencia moral.

Toda norma, imperativo o valor se experimenta como una obligación, sin importar las circunstancias o condiciones en que se da, lo que significa que la persona tiene el “poder interior” para determinar y crear su comportamiento futuro y, por tanto, ser libre del dominio de los factores externos. La verdadera meta o imperativo de los oprimidos, de la historia y de toda la praxis humana es la humanidad integral, porque hay algo profundo dentro de la estructura de los seres humanos que hace que así sea.

Es en la profundidad más profunda de la realidad humana, digamos en su animalidad o carácter biológico, donde encontramos las raíces de su condición ético-históricas. Las necesidades obviamente exigen ser satisfechas, lo que implica que nuestro futuro normativo es la realización del organismo humano, un fin que no seleccionamos libremente, sino que esta “inscrito” en nuestras necesidades.

Y son las necesidades las que revelan mi dependencia de otros seres humanos y sus praxis, y la fuente del carácter incondicional de las normas morales. No importa cuan variable sea su contenido particular, todo sistema moral posee un carácter normativo incondicional, no porque esté arraigado en algún absoluto eterno sobrehumano, sino porque concretamente está arraigado en las necesidades humanas presentes en todo tipo de condiciones, por diferente que la cultura o la sociedad sean. Una moral radical solo puede provenir de ellas.



Esta es la “condición humana universal”, miembros de la misma especie, cuyo objetivo último es el cumplimiento, no sólo de los requerimientos corporales básicos, sino también de la necesidad de amor, conocimiento y vida cultural para llegar a ser plenamente humano.

La humanidad integral sólo podría lograrse cuando los seres humanos se unan para controlar y proteger las condiciones naturales y sociales que hacen posible satisfacer universalmente estas necesidades comunes. Este es el criterio que permite distinguir entre moralidades verdaderas y alienadas.

En realidad, este llamado a la unidad o integración humana no es nuevo. Lo hemos venido escuchando desde la antigüedad con Buda y Jesucristo, siguiendo con Marx, Martin Luther King y Mandela, entre muchos otros. Y nada ha ocurrido, a pesar de la rápida desintegración de países y sociedades debido a la polarización que empieza a desgarrar el tejido de la sociedad global, cuya expresión mas extrema la encontramos en el genocidio de los grupos étnicos mas vulnerables… ¿Por qué, en lugar de construir la hermandad humana, continuamos discriminándonos, demonizándonos y destruyéndonos unos a otros?

La psicología social puede proyectar alguna luz aquí. En 1960 el psicólogo polaco Henri Tajfel condujo una serie de experimentos que dividían a las personas en dos grupos completamente arbitrarios. En uno de ellos cada individuo estimó la cantidad de puntos en una página. Independientemente de sus estimaciones, a la mitad se les dijo que habían sobreestimado el numero de puntos y se les incluyó en un grupo de “sobreestimadores”. La otra mitad fue enviada al grupo de los “subestimadores”. A continuación, se le pidió a los sujetos que distribuyeran dinero a todos los participantes de ambos grupos. El resultado fue que, no importa cuan triviales o mínimas fueran las distinciones entre grupos, la gente siempre tendía a distribuir más dinero a favor de los miembros de su grupo.


Posteriormente, aprovechando el surgimiento de las nuevas tecnologías, el neurocientífico David Eagleman utilizó imágenes de resonancia magnética para examinar el cerebro de las personas que miraban videos de las manos de otras personas pinchadas con una aguja. Cuando la mano pinchada con la aguja fue etiquetada con la religión del participante, el área del cerebro del observador mostró un aumento mayor de actividad comparada con la mano que tenia una etiqueta con una religión diferente. Incluso, cuando grupos arbitrarios fueron creados, como en el experimento anterior, los resultados fueron similares. No hay gran sorpresa… ¿cierto? Algo que indica, como ya sospechábamos, que la mente humana está preparada para el tribalismo.

A finales del siglo XIX y comienzos del XX el sociólogo francés Emile Durkheim planteó la idea de que los grupos y comunidades eran similares a organismos. Las entidades sociales, dice, poseen la necesidad crónica de mejorar su cohesión interna y su sentido compartido de orden moral y, en este sentido, el ser humano es un ser doble o, como el dice, “homo dúplex”. Como individuos, en nuestra vida ordinaria o “profana” perseguimos objetivos cotidianos. Pero también tenemos la capacidad de acceder temporalmente a un plano colectivo superior o “sagrado” que experimentamos como ‘efervescencia colectiva” o “electricidad” social que se genera cuando un grupo se reúne y logra un estado de unión o fusión colectiva.

A lo largo de los días las personas transitan entre estos dos niveles. La función de los rituales
religiosos, los festivales colectivos y las marchas militares, al estilo de Adolf Hitler, es la de atraer a la gente al nivel colectivo superior y vincular al grupo para luego devolverlo a la vida diaria con su identidad grupal y lealtad fortalecida. Los rituales en donde se baila y canta al unísono son particularmente poderosos.




Esta teoría durkheimiana ayuda a entender en cierta medida los repentinos estallidos de violencia moralista, religiosa, ética o racial que tanto nos desconciertan. Ya sea el Reino del Terror durante la Revolución Francesa, los juicios estalinistas, la exterminación de los judíos y gitanos en la Alemania de Hitler, la persecución política de Joseph Raymond McCarthy en Estados Unidos, la Revolución Cultural China de Mao Tse Tung, el genocidio de la minoría Tutsi perpetrado por el grupo étnico Hutu o la persecución de los inmigrantes que hoy vemos, entre tantas otras, el fenómeno es el mismo. La comunidad se moviliza intensamente para deshacerse del enemigo interno.

No sólo los individuos compiten unos con otros dentro de cada grupo, sino que también los grupos compiten con otros grupos y, con frecuencia, violentamente. El tribalismo es nuestra herencia evolutiva que hizo posible la cohesión social. Fusionarse con el grupo es algo profundamente placentero. Así nos unimos estrechamente y defendemos nuestra identidad simbólica y dejamos atrás el pensar por nosotros mismos. Su moral colectiva nos ata y ciega y nos prepara para la batalla de “nosotros“en contra de “ellos”. Un estado tribal que impide ver los argumentos que desafían la narrativa grupal. Narrativa que ciertamente ha imperado a través de toda la historia y continúa en nuestros días con la misma o mayor energía letal.


El reconocer la fuerza cohesiva del tribalismo no significa que tenemos que vivir de manera tribal. Siempre podemos hacer algo más de lo que hemos hecho y no estamos obligados a continuar reproduciendo las estructuras mentales que nos impiden lograr la unión humana. Como humanos siempre tenemos la capacidad de elegir algo diferente, de trascender nuestra situación y proyectarnos hacia el futuro, rasgo que nos distingue del resto de la creación.

Y, sin embargo, hasta el momento nada nos ha hecho cambiar. Si la creciente cascada de crisis globales que incluyen guerras intratables, atrocidades masivas contra los derechos humanos, la proliferación nuclear, el cambio climático, la degradación ambiental, la creciente desigualdad entre ricos y pobres, los episodios recurrentes de inestabilidad financiera global y los crecientes riesgos de epidemias no nos han obligado a elegir un rumbo diferente… ¿qué lo hará?

* Profesores de Filosofia graduados en la Universidad de Chile. Residen en Ottawa, Canadá, desde el 1975. Nieves estuvo 12 meses preso en uno de los campos de concentración durante la dictadura de Augusto Pinochet. Han publicado seis libros de ensayos y poesia. Colaboradores del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)