OTHER NEWS (Por Miquel Ramos – Público.es)
26.02.2025
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Imagen: Friedrich Marz/Konrad Adenauer Stiftung
Los resultados de las elecciones federales alemanas tienen diversas lecturas dependiendo del prisma con el que se miren. El auge de la extrema derecha, sus más de diez millones de votos que la han llevado a sus mejores resultados desde la II Guerra Mundial y que la han situado en el segundo puesto no es una buena noticia. A pesar de que ellos esperaban obtener más, incluso ganar las elecciones, y de haber recibido el apoyo del hombre más rico del mundo y mano derecha de Trump, Elon Musk.
El auge de Die Linke, por ser la opción menos mala y más izquierdista de todas, tampoco es más que un bálsamo con muchos peros. Y el fiasco de los rojipardos, que se quedaron a las puertas del Bundestag por décimas, no quita que hayan logrado más de dos millones de votos.
La victoria de la CDU, aunque signifique un tapón momentáneo para los ultras, tampoco es nada a celebrar, y menos todavía capitaneados por un personaje como Friedrich Merz. Este ultrarrico, que se jactaba de ganar un millón de euros al año, y que entre 2016 y 2020, fue presidente del consejo de supervisión del fondo de inversión estadounidense BlackRock en Alemania, es un firme defensor de las privatizaciones y de la política neoliberal, causante de muchos de los males de los que se quejan los alemanes de clase trabajadora que han votado a la extrema derecha. Ya no es nada raro que las respuestas a los problemas estructurales del capitalismo sean votar a los más ricos y partidarios de ahondar todavía más en la herida neoliberal.
Merz ya ha anunciado que no pactará con la extrema derecha, y parece que vamos hacia una nueva coalición con los socialdemócratas. En uno de sus últimos mítines, Merz cargaba contra el antifascismo, preguntándole donde estaba cuando un neonazi asesinó a Walter Lübcke, miembro de su partido. Una pregunta ridícula y tramposa, sabiendo que estos precisamente enfrentan a diario con esos nazis, y son perseguidos por ello. El antifascismo del que presume Merz es tan solo no pactar con AfD (algo más de lo que hace aquí el PP), pero de nada sirve si luego compras sus marcos y persigues a quienes los combaten. El miedo a AfD moviliza, pero da también carta blanca a quien ocupa las instituciones para hacer y deshacer a su gusto, por miedo a que, si no son ellos, vendrá alguien peor. Algo parecido a lo que pasa aquí, y me temo que, en todas partes, cuando los neoliberales usan a los ultras como espantajo.
El panorama internacional no es plato de buen gusto para las formaciones hegemónicas, el SPD y la CDU, que ven cómo su mundo se desmorona, cómo su aliado americano, con bases militares por todo el continente, se ríe de ellos y pide el voto para quienes quieren acabar con su reinado y con toda la estructura de la Unión Europea. No va a ser fácil lidiar con las tensiones geopolíticas y, a la vez, con una ultraderecha dinamitando consensos y arrastrando el eje cada vez más hacia el extremo.
Una de las primeras cosas que ha hecho Merz tras las elecciones ha sido invitar a Benjamín Netanyahu a Alemania, a pesar de la orden de detención de la Corte Penal Internacional, asegurándole que podrá pasearse sin problema por su país. El apoyo a Israel en Alemania, no solo del establishment sino también de una parte de su izquierda, es uno de los temas más controvertidos. Ni Die Linke ni el partido de Wagenknecht se atreven a romper esos consensos, aunque critiquen con la boca pequeña los excesos del ejército israelí en Gaza y en los territorios ocupados.
La excusa de la culpa alemana por el Holocausto se esgrime hasta el extremo vergonzante de apoyar otro genocidio y un apartheid, regalando la representatividad de todo el pueblo judío al proyecto colonial israelí. Hay incluso grupos autodenominados antifascistas, los llamados Antideutsche, que, con la excusa de combatir el antisemitismo, enarbolan banderas de Israel y criminalizan la solidaridad con Palestina. Esto ha llevado a que muchos otros grupos antifascistas, y gran parte de las izquierdas, marquen distancia con los alemanes, incluso a la disolución de varios grupos internacionales de apoyo a la hinchada del equipo hamburgués de Sankt Pauli, icono durante un tiempo del fútbol popular y antifascista.
Pero sería injusto meter a toda la izquierda alemana y a todo el antifascismo alemán en el mismo saco. Estos grupos son minoritarios dentro de la izquierda radical, pero hacen ruido y manchan el nombre del antifascismo, que en el resto del mundo tiene clara su posición ante la colonización, el apartheid y el genocidio. Las manifestaciones de apoyo a Palestina en Berlín y en otras ciudades alemanas no son minoritarias, aunque sí sometidas a una persecución y criminalización constante. Muchos judíos también se exhiben en estas protestas, poniendo frente al espejo esta contradicción estructural alemana, que pretende hacer creer que expurga sus pecados del pasado apoyando incondicionalmente a Israel y blindando sus políticas de toda crítica bajo la amenaza de ser acusado de antisemitismo.
La causa palestina es un buen termómetro para entender el complejo panorama que se vive en Alemania, incluso dentro de las izquierdas, pero no es el único asunto que lo explica. Que haya sido en el Este, en la antigua República Democrática donde AfD haya cosechado más apoyos (y, casualmente, donde menos migración hay), también merece un análisis a parte. Lo mismo con el voto de la comunidad LGTBIQ+, que, según una encuesta del portal de citas Romeo, ha sido en su mayoría para la extrema derecha. Esto ya sucedió anteriormente en Francia, donde un alto porcentaje de esta comunidad votó a Marine Le Pen.
Hay demasiadas variables, cada vez más líquidas y cambiantes, en el voto y la configuración ideológica e identitaria del presente, no solo en Alemania. Todo pasa muy deprisa, los cambios se suceden sin tiempo para la reflexión, pillando a la mayoría dormida en los laureles de una Europa que se creía eterna e inmutable, y que hoy se tambalea no solo por el viento transatlántico del trumpismo sino por sus propios demonios, que, en tiempos de crisis e incertidumbre, vuelven a resurgir.
Por muy agridulce que le sepa el resultado electoral a AfD, sabe que es cuestión de tiempo. Que su mayor éxito no es electoral, sino haber conectado con los miedos, los odios y los ánimos de una gran parte de la ciudadanía. Cada vez más, el resto de los partidos juega en el mismo terreno, aceptando sus reglas, sus temas, sus marcos. La rojiparda de Sahra Wagenknecht es otro de los éxitos de la ultraderecha. Alguien que habla como ellos y que ayuda a apuntalar el edificio con los mismos materiales.
Alemania es, con todo esto, un síntoma de los tiempos que nos ha tocado vivir
Aunque este país está inevitablemente atravesado por su historia, de nada sirven hoy tantas lecciones del pasado viendo cómo se repiten los pasos que llevaron al periodo más oscuro y hasta ahora, más vergonzante de esta nación. Son muchos los factores que han llevado no solo a este país sino a gran parte de Europa hacia viejas fórmulas de consecuencias nefastas, pero no es en absoluto fruto de la habilidad de los nuevos fascistas. Hay una responsabilidad en quienes gobiernan, que van allanando el camino con sus políticas y sus discursos cada vez más esencialistas y autoritarios. De un sistema que permite que anide y crezca la bestia, y que está dispuesto a vaciarse de derechos con tal de mantener intactas las relaciones de poder.
Quienes votan a la extrema derecha, quienes compran sus marcos y quienes, pudiendo, no toman medidas para pararla, saben lo que hacen, no son víctimas de la ignorancia, como algunos pretenden autoconvencerse para eximirlos de cualquier culpa. Estos son corresponsables de lo que pase. Y esta vez no les va a servir aquello de que no sabían nada, eso que dijeron muchos de los alemanes tras la caída del nazismo. Hay ya demasiadas señales, demasiados avisos.
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La victoria de la CDU, aunque signifique un tapón momentáneo para los ultras, tampoco es nada a celebrar, y menos todavía capitaneados por un personaje como Friedrich Merz. Este ultrarrico, que se jactaba de ganar un millón de euros al año, y que entre 2016 y 2020, fue presidente del consejo de supervisión del fondo de inversión estadounidense BlackRock en Alemania, es un firme defensor de las privatizaciones y de la política neoliberal, causante de muchos de los males de los que se quejan los alemanes de clase trabajadora que han votado a la extrema derecha. Ya no es nada raro que las respuestas a los problemas estructurales del capitalismo sean votar a los más ricos y partidarios de ahondar todavía más en la herida neoliberal.
Merz ya ha anunciado que no pactará con la extrema derecha, y parece que vamos hacia una nueva coalición con los socialdemócratas. En uno de sus últimos mítines, Merz cargaba contra el antifascismo, preguntándole donde estaba cuando un neonazi asesinó a Walter Lübcke, miembro de su partido. Una pregunta ridícula y tramposa, sabiendo que estos precisamente enfrentan a diario con esos nazis, y son perseguidos por ello. El antifascismo del que presume Merz es tan solo no pactar con AfD (algo más de lo que hace aquí el PP), pero de nada sirve si luego compras sus marcos y persigues a quienes los combaten. El miedo a AfD moviliza, pero da también carta blanca a quien ocupa las instituciones para hacer y deshacer a su gusto, por miedo a que, si no son ellos, vendrá alguien peor. Algo parecido a lo que pasa aquí, y me temo que, en todas partes, cuando los neoliberales usan a los ultras como espantajo.
El panorama internacional no es plato de buen gusto para las formaciones hegemónicas, el SPD y la CDU, que ven cómo su mundo se desmorona, cómo su aliado americano, con bases militares por todo el continente, se ríe de ellos y pide el voto para quienes quieren acabar con su reinado y con toda la estructura de la Unión Europea. No va a ser fácil lidiar con las tensiones geopolíticas y, a la vez, con una ultraderecha dinamitando consensos y arrastrando el eje cada vez más hacia el extremo.
Una de las primeras cosas que ha hecho Merz tras las elecciones ha sido invitar a Benjamín Netanyahu a Alemania, a pesar de la orden de detención de la Corte Penal Internacional, asegurándole que podrá pasearse sin problema por su país. El apoyo a Israel en Alemania, no solo del establishment sino también de una parte de su izquierda, es uno de los temas más controvertidos. Ni Die Linke ni el partido de Wagenknecht se atreven a romper esos consensos, aunque critiquen con la boca pequeña los excesos del ejército israelí en Gaza y en los territorios ocupados.
La excusa de la culpa alemana por el Holocausto se esgrime hasta el extremo vergonzante de apoyar otro genocidio y un apartheid, regalando la representatividad de todo el pueblo judío al proyecto colonial israelí. Hay incluso grupos autodenominados antifascistas, los llamados Antideutsche, que, con la excusa de combatir el antisemitismo, enarbolan banderas de Israel y criminalizan la solidaridad con Palestina. Esto ha llevado a que muchos otros grupos antifascistas, y gran parte de las izquierdas, marquen distancia con los alemanes, incluso a la disolución de varios grupos internacionales de apoyo a la hinchada del equipo hamburgués de Sankt Pauli, icono durante un tiempo del fútbol popular y antifascista.
Pero sería injusto meter a toda la izquierda alemana y a todo el antifascismo alemán en el mismo saco. Estos grupos son minoritarios dentro de la izquierda radical, pero hacen ruido y manchan el nombre del antifascismo, que en el resto del mundo tiene clara su posición ante la colonización, el apartheid y el genocidio. Las manifestaciones de apoyo a Palestina en Berlín y en otras ciudades alemanas no son minoritarias, aunque sí sometidas a una persecución y criminalización constante. Muchos judíos también se exhiben en estas protestas, poniendo frente al espejo esta contradicción estructural alemana, que pretende hacer creer que expurga sus pecados del pasado apoyando incondicionalmente a Israel y blindando sus políticas de toda crítica bajo la amenaza de ser acusado de antisemitismo.
La causa palestina es un buen termómetro para entender el complejo panorama que se vive en Alemania, incluso dentro de las izquierdas, pero no es el único asunto que lo explica. Que haya sido en el Este, en la antigua República Democrática donde AfD haya cosechado más apoyos (y, casualmente, donde menos migración hay), también merece un análisis a parte. Lo mismo con el voto de la comunidad LGTBIQ+, que, según una encuesta del portal de citas Romeo, ha sido en su mayoría para la extrema derecha. Esto ya sucedió anteriormente en Francia, donde un alto porcentaje de esta comunidad votó a Marine Le Pen.
Hay demasiadas variables, cada vez más líquidas y cambiantes, en el voto y la configuración ideológica e identitaria del presente, no solo en Alemania. Todo pasa muy deprisa, los cambios se suceden sin tiempo para la reflexión, pillando a la mayoría dormida en los laureles de una Europa que se creía eterna e inmutable, y que hoy se tambalea no solo por el viento transatlántico del trumpismo sino por sus propios demonios, que, en tiempos de crisis e incertidumbre, vuelven a resurgir.
Por muy agridulce que le sepa el resultado electoral a AfD, sabe que es cuestión de tiempo. Que su mayor éxito no es electoral, sino haber conectado con los miedos, los odios y los ánimos de una gran parte de la ciudadanía. Cada vez más, el resto de los partidos juega en el mismo terreno, aceptando sus reglas, sus temas, sus marcos. La rojiparda de Sahra Wagenknecht es otro de los éxitos de la ultraderecha. Alguien que habla como ellos y que ayuda a apuntalar el edificio con los mismos materiales.
Alemania es, con todo esto, un síntoma de los tiempos que nos ha tocado vivir
Aunque este país está inevitablemente atravesado por su historia, de nada sirven hoy tantas lecciones del pasado viendo cómo se repiten los pasos que llevaron al periodo más oscuro y hasta ahora, más vergonzante de esta nación. Son muchos los factores que han llevado no solo a este país sino a gran parte de Europa hacia viejas fórmulas de consecuencias nefastas, pero no es en absoluto fruto de la habilidad de los nuevos fascistas. Hay una responsabilidad en quienes gobiernan, que van allanando el camino con sus políticas y sus discursos cada vez más esencialistas y autoritarios. De un sistema que permite que anide y crezca la bestia, y que está dispuesto a vaciarse de derechos con tal de mantener intactas las relaciones de poder.
Quienes votan a la extrema derecha, quienes compran sus marcos y quienes, pudiendo, no toman medidas para pararla, saben lo que hacen, no son víctimas de la ignorancia, como algunos pretenden autoconvencerse para eximirlos de cualquier culpa. Estos son corresponsables de lo que pase. Y esta vez no les va a servir aquello de que no sabían nada, eso que dijeron muchos de los alemanes tras la caída del nazismo. Hay ya demasiadas señales, demasiados avisos.
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