17 oct 2014

Brasil: Retroceso conservador, Estado Mínimo y “desinformados”



La vuelta al Estado Mínimo es sólo uno de los retrocesos previsibles en el proyecto neoliberal y anti-desarrollista de Aécio Neves. No hay nada más viejo y antisocial que el engañoso “culto de la austeridad”, remedio clásico seguido en el Brasil de los años 1990 y aplicado en Europa desde 2008 con resultados catastróficos. La política económica y la política social son dos caras de la misma moneda. No hay como conciliar una política económica que concentre los ingresos y una política social que promueva la inclusión social.

El proyecto de Aécio Neves es neoliberal, anti-desarrollista y antisocial. Armínio Fraga (ministro de Hacienda de un eventual gobierno del PSDB) parte de la visión de que “la actual meta de inflación es muy alta”.

Pregona la reducción gradual de la meta actual (4,5% anual), Banco Central independiente, gestión ortodoxa del “trípode macroeconómico”, fuerte ajuste fiscal, desregulación económica, apertura comercial y cambio fluctuante. Esta opción profundizará las desigualdades sociales. La reducción de la meta de inflación requiere altos intereses (en el gobierno FHC, alcanzó más del 40% anual). La primera consecuencia es la recesión económica, afectando la generación de empleo y la mejora de lo ingresos laborales – la más efectiva de las políticas de inclusión social y reducción de la desigualdad. El ajuste recesivo implícito ampliará el desempleo y tornará inviable el proceso en curso de valorización gradual del salario mínimo, reduciendo el ingreso de los individuos, lo que realimentará el ciclo perverso de la recesión.

La segunda consecuencia de la suba de los intereses es la explosión de la deuda pública (como ocurrió en los años 1990, cuando pasó del 30% al 60% del PBI en sólo ocho años). Los gastos para pagar parte de los intereses podrán retornar a niveles obscenos (llegaron al 9% del PBI en los años de 1990), exigiendo la ampliación del superávit primario, lo que restringirá el gasto social, agravando el ajuste recesivo.

Esta receta clásica es incompatible con políticas sociales universales que garanticen derechos de ciudadanía, cuyo nivel de gastos limita el ajuste fiscal. Las promesas de campaña no serán cumplidas y volverán al centro del debate nuevas rondas de reformas para suprimir estos derechos. La única “política social” posible es la focalización en los “más pobres”, núcleo del Estado Mínimo.

Para esta corriente, el “desarrollo social” prescinde de la generación de empleo, la renta del trabajo, la valorización del salario mínimo y las políticas sociales universales. Ni siquiera es necesario el crecimiento de la economía. Sólo unas políticas focalizadas son suficientes para alcanzar el “bienestar” social. Esta supuesta opción por los pobres escamotea lo que, de hecho, está por detrás de objetivos tan nobles: las políticas de esta naturaleza son funcionales para el ajuste macroeconómico ortodoxo. Las almas caritativas del mercado se reservan el 0,5% del PBI para la promoción del “bienestar”.

Para los adeptos al Estado Mínimo, al Estado le cabe solamente cuidar de la educación básica (“igualdad de oportunidades”) de la población que se encuentra “por debajo de la línea de pobreza”, arbitrada por los dueños de la riqueza. Los que “salieron de la pobreza” deben buscar en el mercado privado la provisión de bienes y servicios que necesitan.

Esta “estrategia única” abre las puertas para la privatización y mercantilización de los servicios sociales. No causa sorpresa que un conocido economista del PSDB defienda que la universidad pública debe ser paga. La vuelta al Estado Mínimo es apenas uno de los retrocesos fácilmente previsibles. No existe nada más viejo y antisocial que el engañoso “culto de la austeridad”, remedio clásico seguido en el Brasil de los años 1990 y que está siendo aplicado en Europa desde 2008 con resultados catastróficos (según la opinión de Paul Krugman, crítico insospechado).

Tiene razón el economista Ha-Joon Chang (Cambridge University) cuando afirma que la “crisis financiera global de 2008 ha sido un recordatorio brutal que no podemos dejar nuestra economía librada a los economistas profesionales y otros tecnócratas.” Es bueno recordar a los más jóvenes que Armínio Fraga, ex-presidente del Banco Central en el segundo mandato de FHC, dejó al Brasil (2002) con una inflación casi tres veces por encima de la meta (12,5%), intereses Selic superiores al 23% anual, una deuda líquida casi dos veces mayor que la actual (en proporción al PBI), una vulnerabilidad exterior preocupante (reservas cambiarias equivalentes a cerca del 10% del nivel de 2014) y una tasa de desempleo mayor al doble de la vigente.

En la primera década del siglo 21, Brasil logró importantes progresos sociales. Los factores determinantes para alcanzar dichos progresos fueron el crecimiento de la economía y una mejor conjugación entre los objetivos económicos y sociales. Luego de más de dos décadas, el crecimiento volvió a tener espacio en la agenda macroeconómica, con consecuencias en la impulsión del gasto social y del mercado de trabajo, así como en la potencialización de los efectos redistributivos de la Seguridad Social, fruto de la Constitución de 1988.

Esta mejor articulación de las políticas económicas y sociales contribuyó a la mejora de los indicadores de distribución de la renta del trabajo, la movilidad social, el consumo de las familias y la reducción de la pobreza extrema. De forma inédita, se concilió el crecimiento del PBI (y de la renta per capita) con la reducción de la desigualdad social. Brasil salió del Mapa del Hambre y más de 50 millones de “desinformados” (según la visión del ex-presidente FHC) dejaron la pobreza extrema.

En suma, lo que está en juego es una disputa entre: el retroceso o la profundización de las conquistas sociales recientes; la concentración de la riqueza o el enfrentamiento de las múltiples caras de la crónica cuestión social brasileña; los intereses de los genios de la política o de los “desinformados”, históricamente desheredados.

Por Eduardo Fagnani
Es profesor del Instituto de Economía de la Unicamp, investigador del Centro de Estudios Sindicales y del Trabajo (CESIT) y coordinador de la red Plataforma Política Social.

Traducido para LA ONDA digital por Cristina Iriarte