30 oct 2014

Narco-para-democracias

Por Federico Larsen

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Los últimos acontecimientos en México, Colombia y Paraguay dejaron al descubierto la relación que existe entre política y crimen organizado. Una alianza que gobierna la descomposición social que afecta a las clases populares en algunas regiones del continente.
43 estudiantes desaparecidos en México. El homicidio de un legislador venezolano a manos de paramilitares colombianos. Y un periodista asesinado en Paraguay. En las últimas semanas los casos de violencia ligados a la vinculación entre grupos narcos, paramilitares, fuerzas de seguridad e instituciones del Estado, han dejado un rastro de muerte muy duro para América Latina. No es casual que estos hechos se den justamente en estos tres países, México, Colombia y Paraguay, donde las garantías políticas para el efectivo cumplimiento de los derechos sociales de participación popular son cada vez más afectadas por una guerra jamás declarada, donde la intervención económica y militar extranjera también juega un rol de primer plano.
México y Colombia son quizás los dos países donde este proceso queda más en evidencia. Ambos viven procesos neoliberales de inserción en los mercados y la geopolítica regional plenamente subordinada a las grandes potencias desde hace décadas. Los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez y Felipe Calderón fueron a todas luces gestores del disciplinamiento social que requiso ese acomodo. El primero impuso en Colombia su Plan de Seguridad Democrática, basado en el fortalecimiento de los organismos de seguridad que produjo miles de casos de violaciones a los derechos humanos al mismo tiempo que se disminuía la posibilidad de acceso a la repartición de la renta nacional por parte de las clases populares. Mismo tenor que la Guerra contra el Narco del ex presidente mexicano, que produjo innumerables masacres desde su implementación en 2006 hasta la actualidad. Ambos planes fueron financiados y sostenidos por los Estados Unidos, a través del Plan Colombia, firmado en 1999 y la iniciativa Mérida, activa desde 2008 en México. A través de estos acuerdos EEUU provee financiación y entrenamiento para las fuerzas armadas de México y Colombia, además de asegurarse el apoyo de sus respectivos gobiernos.
Con tiempos y ritmos diferentes -Colombia ha comenzado este proceso mucho antes que México debido a la avanzada de los grupos insurgentes y el auge de los cárteles colombianos de la droga entre los ’80 y ’90- ambas democracias han sido infiltradas por aquellos poderes fácticos que prometían combatir. 60 legisladores colombianos son investigados por vínculos con el paramilitarismo y el narcotráfico. Y le las 198 causas abiertas contra alcaldes y gobernadores sólo 41 recibieron condena, la mayoría de las cuales no firmes.
La política en connivencia con el paramilitarismo y el crimen organizado auspiciaron las bases para la descomposición social que limita tanto la defensa como la organización del pueblo. Ante los intentos de organización social por parte de los sectores populares la respuesta de esta cúpula de gestión del poder ha sido la represión. Lo demuestra el caso de la Marcha Patriótica en Colombia, que en sólo tres años de vida ya sufrió medio centenar de asesinatos entre sus dirigentes y estuvo a punto inclusive de disolverse ante la falta de respuestas por parte del estado. Lo demuestra el caso de los normalistas de Ayotzinapa, pertenecientes a una institución educativa con una larguísima tradición de lucha social, donde se han formado líderes políticos y guerrilleros desde los años ’60.
Más incipiente es el caso de Paraguay. Allí los sicarios al mando de grandes terratenientes han asesinado a 115 campesinos desde el fin de la dictadura de Stroessner en 1989, según datos de la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy). En ese país, el 2,6% de los propietarios tienen el 85% de la tierra cultivable, y desde el golpe de estado que terminó con el gobierno de Fernando Lugo en 2012, la concentración de la tierra ha ido creciendo. Las zonas fronterizas con Brasil, donde dominan los llamados empresarios Brasiguayos, son entre las más conflictivas del país. Allí se ha registrado un evidente alza de la actividad ilegal ligada al contrabando y el narcotráfico. En esa zona es donde se realizó recientemente el asesinato del periodista Pablo Medina y su asistente Antonia Almada, hecho por el cual aún hoy sigue prófugo Vilmar “Neneco” Acosta, alcalde del distrito de Ypehú. Las vinculaciones entre el crimen organizado y las autoridades locales y nacionales, llevaron en los últimos días al Ministerio Público de Paraguay a ordenar la investigación de Senadores y Diputados del Partido Liberal Radical Auténtico y del Partido Colorado por su relación con grupos narco.
México, Colombia y Paraguay suman juntos más de un tercio de la cantidad de bases militares estadounidenses en la región -otro tercio está en El Salvador y lo que resta se lo dividen los demás países de América Latina- y son los países con mayor gasto militar en su PBI. México y Colombia pertenecen a la Alianza del Pacífico, bloque neoliberal en la geopolítica latinoamericana y tienen sendos tratados de libre comercio con EEUU -Paraguay, por pertenecer al Mercosur desde los años ’90 no puede establecer este tipo de políticas aunque su presidente haya expresado la voluntad de acercarse a la Alianza del Pacífico-. En los tres países han sido promovidas en los últimos diez años reformas legislativas y penales que amplían los poderes de las fuerzas de seguridad en la lucha contra el crimen organizado -sean los cárteles del narcotráfico mexicano, las organizaciones insurgentes en Colombia o el Ejército del Pueblo Paraguayo-, y en todos los casos se han registrado violaciones a los derechos de la población civil, cuando no verdaderas masacres. En los tres países la justicia lleva adelante causas contra miembros de los poderes del estado por su vinculación con el paramilitarismo o las bandas narcos. Y en los tres países el sistema económico está basado en un alta concentración de la renta y la propiedad de la tierra. Este panorama promueve una nueva forma de gobierno semi-autoritario, donde las libertades democráticas son subordinadas a los derechos de propiedad y comercio que tienen una expansión violenta y descontrolada gracias a fuerzas regulares e ilegales. Sólo la resistencia de movimientos estudiantiles, campesinos e indígenas parecen poder preservar las comunidades de la indefensión a la cual está expuesta la sociedad toda. Pero su accionar es permanentemente obstaculizado por amenazas o atentados. Quizás, sólo el surgimiento de una fuerza política alternativa, expresión de las más genuinas experiencias populares pueda, algún día, modificar esta situación. Mientras tanto sólo queda la denuncia y la lucha de los ciudadanos indefensos para parar la expansión de este tipo de formas de dominación a otros países de América Latina.