No es infrecuente que hablemos en este espacio de los poderes fácticos concentrados de tipo económico. Esta categoría de análisis de la realidad, pese a lo extenso y aparentemente complejo de su descripción, se refiere a un fenómeno sencillo que puede apreciarse sin más teoría que la justa y necesaria para formar la categoría: el poder real, en todo el mundo, hace décadas dejó de estar en los Estados nacionales y pasó a manos privadas.
¿De quiénes son esas manos? De unos pocos que controlan las corporaciones y concentran en ellas cada vez más poder a medida que van ocupando y dominando distintos sectores de la economía. Dichas corporaciones dirigen principalmente (además de muchas otras) las siguientes actividades económicas, constituyendo monopolios en muchos casos:
Las grandes empresas multinacionales;
Las empresas de transporte y telecomunicaciones;
Los bancos privados, nacionales e internacionales;
Los grandes conglomerados de especuladores financieros, cuya máxima expresión en la hora son los fondos buitre;
Los medios de comunicación dominantes (que finalmente ofician de voceros y difusores de la ideología corporativa, dándole laapariencia de legitimidad que necesita para operar, mediante la colonización del sentido común).
¿En qué nos afecta todo esto? El único poder con verdadera legitimidad es el poder que emana del conjunto del pueblo, el que desde la Revolución burguesa de 1789 en Francia, y luego en el resto de Europa, se materializa en la forma de Estado nacional moderno. Ya sea mediante el poder popular directo (como en el caso de Cuba) o por el voto de la mayoría en elecciones democráticas, el pueblo debería elegir a sus representantes, los que tendrían la responsabilidad de dirigir el Estado y gobernar, por lo tanto, atendiendo a los intereses populares.
No obstante, esto no ocurre en la práctica: con el corrimiento del poder real desde el Estado hacia las corporaciones, las sociedades pasan a ser gobernadas por un poder fáctico de tipo económico que no se somete a la voluntad popular ni rinde cuentas de sus actos y decisiones. Esto resulta en la pérdida de la soberanía popular, ya que los representantes electos por el voto del pueblo no pueden gobernar y hacer aquello que el pueblo espera de ellos: deben atender a los intereses de las corporaciones, porque enfrentarlas sin apoyo popular les puede costar incluso la vida.
¿Cómo puede recuperarse la soberanía popular? Quitándole el poder a las corporaciones y devolviéndolo al Estado. No se trata de una tarea sencilla, desde luego; el poder fáctico suele utilizar armas culturales (la difusión de su ideología a través de los medios de comunicación que poseen), armas económicas (pueden, por ejemplo, promover escaladas de precios y corridas bancarias/cambiarias, o incluso desabastecer a la sociedad), armas políticas y jurídicas (corrompiendo a dirigentes políticos, jueces, fiscales y demás, para que defiendan sus intereses particulares) y también, en última instancia, armas reales (invasión de países por parte de los ejércitos de sus Estados títere, como los Estados Unidos, Europa occidental e Israel, o la promoción y financiación de golpes allí donde la política se esté fortaleciendo).
Los defensores del poder fáctico ―intelectuales orgánicos de las clases dominantes, como diría Gramsci hoy, si viviera― suelen argumentar que sería peligroso volver a concentrar el poder en el Estado, alegando que ello podría derivar en un absolutismo y en la suspensión de los “derechos individuales”. Pero, ¿de qué derechos individuales hablan? Del derecho a la propiedad privada de los medios de producción y el derecho a la libertad de hacer negocios, que son derechos individuales, es cierto, pero exclusivos a unos pocos individuos (precisamente aquellos que poseen medios de producción y tienen capacidad económica para hacer negocios). Bajo el gobierno absolutista de las corporaciones, la gran mayoría de los ciudadanos no tenemos derechos individuales. Ni siquiera, como hemos visto, el derecho de elegir nuestros representantes de hecho.
Debemos, en suma, derrotar a las corporaciones económicas y someterlas al poder político del Estado. El que ese poder tenga en el futuro eventualmente algún signo indeseable es algo que estaría por definirse y que podríamos evitar políticamente, puesto que en la política todos podemos participar, opinar y dirigir. En la economía no, porque allí o se es propietario o no se es nada.
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