La reforma constitucional que arranca en septiembre puede reabrir y aumentar las tradicionales diferencias entre los aliados en el actual Gobierno de Chile: democristianos, socialistas, radicales y comunistas.
FRANCISCO HERRANZ / SPUTNIK
Evo Morales tiene razón. El líder boliviano dijo hace unos días que Chile sigue teniendo una Constitución que heredó de la dictadura de Augusto Pinochet. Y esa circunstancia atípica y sorprendente es un argumento demoledor para quienes no ven el país como un ejemplo de democracia y de defensa de los derechos humanos en Latinoamérica.
Pero eso puede cambiar. Debilitada por una crisis de liderazgo que ha minado su popularidad, la presidenta chilena ha emprendido una huida hacia adelante y ha anunciado que dentro de cuatro meses arrancará un proceso para transformar por completo el actual texto constitucional.
“La tarea que hoy emprendemos se completará de manera natural con la redacción y aprobación de una nueva Constitución. Por eso quiero anunciar que en septiembre daremos inicio al proceso constituyente abierto a la ciudadanía, que deberá desembocar en la nueva Carta Fundamental, plenamente democrática y ciudadana, que todos nos merecemos”, dijo Bachelet en una comparecencia que pilló a más de uno con el paso cambiado. Queriéndolo o no, la jefe del Estado ha abierto una especie de Caja de Pandora: ¿recuerdan?, aquella tinaja que según la mitología griega esparció por el mundo todos los males.
La Carta Magna chilena, elaborada en 1980, no tenía ninguna legitimidad democrática cuando fue adoptada, aunque desde 1989 se han venido acometiendo una serie de reformas que taparon los principales agujeros autoritarios. Se afirmó el pluralismo político, se fortalecieron los derechos y libertades fundamentales y se supeditó el poder militar al civil. Eso ha permitido que Chile sea un referente de transición política a nivel continental y que haya experimentado una alternancia efectiva del poder pues entre 2010 y 2014 ha gobernado tanto la izquierda (Michelle Bachelet) como la derecha (Sebastián Piñera), lo que ha favorecido el auge económico. Pero la esencia de la Constitución sigue siendo pinochetista y eso se presenta como algo inaceptable para muchos chilenos que no sólo quieren pasar página sino también alcanzar mayores cotas de democracia y solidaridad. De ahí que el proyecto de reescribir la Ley de Leyes haya sido una demanda histórica de la Concertación (centro-izquierda) y del bloque político que ha heredado sus posiciones, la Nueva Mayoría. Esa exigencia fue recogida por Bachelet en el programa electoral que le llevó a la victoria en las presidenciales de 2013.
La elaboración de un nuevo texto constitucional puede reabrir y aumentar las tradicionales diferencias entre los aliados en el actual Gobierno: democristianos, socialistas, radicales y comunistas. Además, la oposición de derechas —golpeada por los últimos escándalos de corrupción- está dividida en lo que respecta a este debate. Actualmente, la Unión Demócrata Independiente (UDI) rechaza que se cambie la Carta Magna mientras que Renovación Nacional (RN) se muestra más proclive a esa posibilidad.
Lo importante es que las encuestas de opinión sostienen que dos de cada chilenos no quieren la actual Constitución e incluso apoyarían que se redactara una nueva mediante la formación de una Asamblea Constituyente. Lo lógico sería que se organizara un referéndum nacional para saber si los ciudadanos aceptan o no lanzarse a un proceso constituyente que tomará meses de deliberaciones y que podría ser motivo de incertidumbre e incluso frenar el ansiado crecimiento económico. La patronal no parece muy interesada en mover este asunto, reticente a que se reduzca el ritmo de inversiones.
¿Es el mejor momento para acometer cambios tan profundos? ¿No habría que esperar a una ocasión menos tensa y evitar hacerlo en medio de una crisis política? ¿Es necesaria una reforma constitucional completa? El paso puede ser arriesgado, inoportuno y hasta populista, pero es el correcto y el necesario al fin y al cabo. No sólo porque cuenta con el apoyo mayoritario de la ciudadanía sino también porque tiene como fin reforzar la cohesión del país de cara al futuro y analizar con espíritu crítico 30 años de sistema de gobierno de cara al pasado. Como apunta un analista del periódico local La Tercera, el presidencialismo en Chile puede estar “perdiendo aceite”, lo que significaría abrir el melón de adoptar un modelo más parlamentarista. La tarea exige mucha valentía y determinación.
Lo cierto, además, es que los últimos escándalos de corrupción y de financiación ilegal de los partidos políticos chilenos han sido un revulsivo social y se han transformado en el catalizador de una vieja promesa que aguardaba en un cajón.
Bachelet es una política muy inteligente y ha sabido trasladar el debate de la crisis —que incluye hasta un cambio de ministros- a un plano distinto y superior, que se supone será más favorable para ella y su coalición. Falta les hace. Y el anuncio de un “proceso constituyente” no implica necesariamente una Asamblea Constituyente, hecho que plantearía más dificultades formales, pues habría que definir con qué criterios se elegiría a los legisladores o si optaría por formarla con los actuales diputados y senadores.
Cambiar de Carta Magna no es cosa fácil. Hay que buscar el máximo de consenso político y social porque, en caso contrario, las transformaciones sólo serán cosméticas y efímeras.
El primer paso de esta democratización ha sido la reciente reforma de la ley electoral, otra herencia envenenada de la época de Pinochet. Era el sistema binominal, según el cual cada circunscripción parlamentaria tenía dos escaños; el candidato ganador se quedaba con uno y en la mayoría de los casos el segundo mejor clasificado obtenía el segundo. Esta fórmula ha estado primando a las dos grandes coaliciones ideológicas, pero ha penalizado a las pequeñas formaciones políticas, impidiendo que entraran en el Congreso Nacional.
La nueva legislación acaba con este “cerrojo” —así lo define la propia Bachelet- al reducir el número de circunscripciones en la Cámara de Diputados de 60 a 28. Cada una de ellas tendrá entre tres y ocho candidatos, dependiendo de la población, que se elegirán de acuerdo a un criterio proporcional. En algunas circunscripciones, los pequeños partidos se asegurarán un escaño con sólo el 13% de los votos. El sistema también afecta a la Cámara Alta, pues algunas circunscripciones tendrán cinco senadores en vez de dos. La reforma implica finalmente una medida más impopular: aumentar el número de escaños de la Cámara de Diputados de 120 a 155, y el de senadores de 38 a 50.