El mejor del mundo no garantiza el triunfo
Por Gustavo Veiga
Si la historia la escriben los que hablan, eso quiere decir que hay otra historia. Vivimos en la era del fútbol dialéctico, que ensalza o deplora aspectos del juego basado en el exitismo. Ya no se trata de una polémica bifronte, de líricos contra resultadistas. Se trata de hablar menos y de jugar más. De dejar que las exigencias no nos paralicen y dar paso a que una propuesta levante vuelo, vuele y no la bajen de un plumazo por un resultado adverso. Dicho sea de paso, un resultado que se definió en los penales. Y si agregamos la final del Mundial de Brasil, en el tiempo suplementario.
Que el sayo le quepa a quien quiera ponérselo. La Selección no era ni es una máquina excelsa, sobresaliente, que gana, gusta y golea por un partido de Copa América o una serie de muy buenos rendimientos en amistosos previos, más recientes o más viejos. Una suma de jugadores de elite no hace a un equipo, ni ensancha las distancias ante rivales con menor capacidad. El fútbol no es el básquetbol, donde un grupo de talentos NBA se junta un par de días antes y arrasa al que se le pare enfrente. El fútbol es la dinámica de lo impensado, diría Dante Panzeri. Mucho más que una táctica o un rapto de inspiración individual, que sirven para ganar partidos, pero no un título.
Si fuera así, hubieran sido campeones del mundo selecciones de un caudal enorme: Holanda ’74, Brasil ’82, Francia’ 86, Argentina ’94 y 2006, entre otras de tiempos más pretéritos. En el fútbol de hoy, se puede tener incluso al mejor jugador del mundo, pero no ganar finales. Porque ganar un título mundial o americano es eso: ganar la última instancia de un recorrido corto, de siete o seis partidos en el Maracaná o en el Estadio Nacional de Chile.
Y para lograrlo, se necesita más que tradición, individualidades o incluso un equipo homogéneo. En todo caso, hace falta todo eso junto y bastante más: se puede ganar una final por los detalles, por un mal arbitraje, por un plus de agresividad bien entendida, por el amor propio y la multiplicación de Mascherano o una gambeta en filigrana de Messi. Pero nunca, nunca, se puede ganar una final antes de jugarla, en los discursos a corto plazo, embelesados por una goleada que, se ha visto, no hizo historia.
El 6 a 1 a la voluntariosa selección de Paraguay fue como el árbol que nos tapó el bosque. Chile también tenía sus armas para lastimar al equipo de Martino, con un agregado: sus jugadores y Sampaoli llevan más tiempo de conocimiento mutuo. Desde diciembre de 2012. Y algo resulta curioso. El nuevo campeón de América es tributario de las ideas que sembró Marcelo Bielsa, un técnico que no ganó títulos con los seleccionados de acá y más allá de la cordillera.
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