20 jul 2015

El riesgo de otra tragedia griega

Los especialistas afirman que un paquete como el que le fue prescripto a Grecia contribuirá a profundizar la crisis. A su vez, la actuación de Syriza y la consiguiente frustración abren un amplio espacio para la derecha nacionalista.


Producción: Tomás Lukin

Dos veces la misma piedra

Por Alberto Müller *
La tragedia griega se repitió. La breve primavera que representó la llegada de Syriza y su equipo descorbatado, con un clímax con el referéndum, aportó el toque de farsa. Pero la tragedia tiene claros visos de continuar. Que la entrada al euro significó para Grecia una suerte de borrachera por consumo descontrolado de deuda no cabe duda. Este auge vino acompañado por una buena dosis de corrupción, lo que elevó la gradación alcohólica de la borrachera, además de favorecer a algunos que, más allá de su adicción, supieron sacar provecho de las libaciones generalizadas.
La insustentabilidad era evidente. Desde su entrada al euro en 2001, Grecia creció al 3 por ciento anual hasta 2008, una tasa superior a la de Francia y Alemania, aunque algo inferior a la de España. Pero esto vino acompañado por un fenomenal déficit de la cuenta corriente externa. Si en el quinquenio anterior a 2001 éste representaba algo más del 5 por ciento del PIB, llegó a 14 por ciento en vísperas de la crisis internacional. No hace falta saber griego para imaginarse el discurso que imperó entonces: generamos confianza, entran capitales, crecemos, y por eso tenemos déficit en cuenta corriente.
Y para ir a otro aforismo, sabemos que la especie humana suele tropezar varias veces con la misma piedra, así se trate de un periférico y poco relevante país sudamericano o de la cuna de la civilización occidental. Grecia cayó víctima del mismo simplismo que vimos por estas pampas, cuando el único indicador económico que interesaba era si entraban o salían capitales. Basta haber tenido más de 20 años en 1990 para recordar ese discurso. Tantos economistas bien pagos para reiterar una y otra vez la misma falacia.
Alexis Tsipras apostó al Grexit como amenaza, suponiendo que la Unión Europea iría a asustarse ante un eventual efecto en cadena, habida cuenta del euro-escepticismo reinante: al final, habría un rescate en mejores condiciones. El plebiscito intentó fortalecer esa negociación. Pero lo cierto es que cuando esa perspectiva se hizo tangible –el ministro alemán Wolfgang Schäuble hizo circular su propuesta de un Grexit por un lustro– se acabó el juego, porque Tsipras resultó estar más interesado aún que el ministro alemán en permanecer en el euro.
En términos del truco, el griego se fue al mazo y llegó el tercer ajuste. Préstamos contra liquidación del patrimonio griego de empresas públicas, resignación de soberanía, ajuste fiscal y todo lo que integra ese menú; nada de alcohol ni borracheras. Del plebiscito al papelón, y de allí a una nueva temporada de la larga tragedia griega.
Desde 2010 Grecia tuvo una caída acumulada del PIB real de 16 por ciento, algo parecido al derrumbe argentino entre 1998 y 2002. Pero nosotros tuvimos suerte al apostar al default; la recuperación comenzó ya en el segundo trimestre de 2002. Grecia no hizo lo mismo, porque salir del euro era “caerse del mundo”, otra zoncera familiar por estos pagos. La misma receta esperablemente dará los mismos resultados.
Esto será tropezar otra vez con la misma piedra. Habrá recesión y probablemente Grexit, pero esta vez será el éxodo de los griegos, que irán a compartir la suerte de los contingentes de emigrados de países del este europeo y Africa, que insisten en llegar a una Europa cada vez más xenófoba y con menos oportunidades. Y sobre todo, será la caída de Syriza. Algo que seguramente está en la agenda, porque llamar a un referéndum para estas negociaciones es algo que mina la necesaria reserva (o “confianza”) que demandan estas negociaciones.
El experimento de Syriza parece tener patas cortas. El referéndum se mostró inútil, porque en realidad era el propio Tsipras quien le temía más al Grexit. La euforia luego de la victoria del No fue demasiado breve, y seguramente dejará heridas políticas. Máxime cuando personajes políticos encumbrados de la civilizada Europa se dedicaron a denostar públicamente al pueblo griego, por su alegada escasa contracción al trabajo duro. Una humillación por partida múltiple.
Dos reflexiones finales. La primera es la pregunta acerca de quién es el que manda en todo esto. El gobierno alemán ha sido puesto como el agente maligno por excelencia. Pero no es exactamente así. Quien manda aquí es la lógica de las finanzas. El único límite es la geopolítica estadounidense, preocupada por un aumento de la influencia de Rusia o China en Europa occidental y central. Es sintomático además que, cuando la política se subordina de esta forma a los poderes económicos, cae verticalmente la dimensión intelectual de sus protagonistas.
La segunda reflexión tiene que ver con las repercusiones políticas de estos episodios. La humillación de Grecia recuerda mucho a la que se infligió a la Alemania de la primera posguerra, y no es necesario relatar cuáles fueron las consecuencias. La extrema derecha eurofóbica ha crecido considerablemente en varios países europeos occidentales. Entre ellos, el griego Amanecer Dorado, que, pese a tener su cúpula encarcelada por delitos de violencia, logró más del 6 por ciento de los votos en las últimas elecciones. La claudicación de Syriza, y la consiguiente frustración, abren un amplio espacio para la derecha nacionalista. Estaríamos tropezando una vez más con la misma piedra. En este caso, es la piedra que dio lugar a la peor conflagración bélica de la historia de la humanidad. No deja de ser notable que sea precisamente Alemania quien lidera este accionar; hasta los países más cultos pueden olvidar su pasado.
* Cespa-FCE-UBA.

Problema estructural

Por Andrés Musacchio *
El programa acordado para “rescatar” a Grecia recogió fuertes críticas, incluso de organismos insospechables como el FMI. No sólo las consecuencias sociales sino la misma sustentabilidad técnica de las metas y los objetivos han sido objeto de la picota. Sin embargo, las observaciones resultan absolutamente unilaterales. Se discute si las reformas acordadas permiten remodelar la economía griega, de modo que alcance mayores niveles de competitividad, reduzca el gasto público y privatice convenientemente. Pocos discuten empero el contexto en el que se desenvuelve la economía griega, probablemente la razón fundamental del seguro fracaso del paquete, así como de la crisis.
Suele insistirse, no sin algo de razón, en que la economía griega tiene una muy baja competitividad, elevados costos salariales, una deuda agobiante y un gasto público excesivo. Aunque en economía uno más uno no siempre es igual a dos, en este caso sí es cierto que los déficit griegos tienen que corresponderse con superávit por algún lado. Efectivamente esto ocurre. Varios de los países más afectados por la crisis en Europa, como Grecia, España, Portugal, Chipre tienen o han tenido abultados desbalances en sus cuentas corrientes y fiscales, que espejan los superávit de Alemania, Holanda, Bélgica, Austria, Dinamarca, Suecia o Finlandia. Un viejo amigo ultraliberal diría que durante algún tiempo algunos países decidieron financiar voluntariamente a otros en sus desbordes. Es un poco la idea predominante. Alguien financió gastos desmedidos transitoriamente, sin interesarse por la génesis de los superávit y la causalidad del problema. Sin embargo, ahí está la clave de la cuestión.
Con la introducción del euro, a comienzos del milenio, se produjo una fuerte revaluación de la moneda europea que minó la competitividad en la producción de bienes. Algunos países pudieron imponer duras políticas en materia salarial y en las condiciones de trabajo, de modo que absorbieron la revaluación y ganaron todavía más en competitividad.
¿Quiénes estaban en condiciones de ejecutar tales políticas? Aquellos que partían de un contexto de salarios muy por encima de las necesidades sociales mínimas, que tenían una importante tasa de acumulación y que estaban colocados en una trayectoria tecnológica de élite. El costo, sin embargo, era una fuerte contracción del mercado interno. Además, la elevación de las tasas de ganancia generaba fondos líquidos que no eran usados en una expansión sostenida de la inversión, pues una demanda débil no garantizaba la absorción de un producto creciente.
Las condiciones quedaban establecidas por esas políticas. Algunos países reestructuraron su aparato productivo y desplegaron un modelo neomercantilista, en el cual el núcleo duro eran las exportaciones. Con la moneda revaluada y el mercado único que impedía barreras defensivas los países más débiles perdieron buena parte de sus bases productivas y se especializaron cada vez más en servicios. Los servicios financieros y el negocio inmobiliario florecieron con un flujo de capitales externos –generado en los países superavitarios– que encontraban un canal de salida, permitiendo además financiar un déficit comercial creciente, contracara de la expansión exportadora de los socios mayores de la UE. Pero era esa política exportadora, con la intención explícita de multiplicar los excedentes comerciales, la que dominaba el escenario. Es decir, no se trataba de un club de vagos del sur aprovechándose de las laboriosas e ingenuas abejas del norte.
En ese contexto, la potencia regional, Alemania, tuvo el rol principal, liderando la ofensiva neomercantilista. Algunos datos permiten poner en perspectiva el problema. Alemania, que en 2001 todavía tenía un saldo negativo en cuenta corriente, acumuló un superávit entre 2002 y 2012 que equivale al 70 por ciento del stock de deuda pública registrado en el primer trimestre de 2013 de España, Portugal. Irlanda y Grecia sumados. En el mismo período, las exportaciones alemanas saltaron de algo más del 25 por ciento del PBI a más del 40 por ciento. En el mismo período, la tasa de crecimiento anual promedio de Alemania fue del 0,9 por ciento. Esto puede leerse al revés: un país estancado donde avanzan las exportaciones significa un mercado interno que se achica o salarios que se contraen. Una contracción a la que no pueden darse el lujo países como Grecia.
El problema de la deuda, gestado bajo esas condiciones, tiene poco de sorprendente. Hasta 2007, el crecimiento de la deuda de los países del sur estuvo liderado por el sector privado. Con la crisis, las potencias centrales y los organismos multilaterales organizaron el rescate de sus bancos, alimentando de divisas a Estados que, a su vez, financiaban la fuga y absorbían las pérdidas con esos créditos. Allí –y sólo allí– se dispararon las deudas públicas, mientras se licuaban las privadas.
En síntesis, buena parte de la responsabilidad de la crisis griega se sitúa en el modelo implementado por los países centrales de la Unión. Sin un cambio profundo en ese aspecto, cualquier programa estará condenado al fracaso, porque deja intactos los resortes principales de la crisis. El problema griego, sin embargo, deja latente la pregunta de la decadencia de Europa. Un economista francés, Gerard De Bernis, afirmaba que ningún país desarrollado pone a su periferia en el camino de la desaparición, pues en última instancia eso significa un golpe a sí mismo.
* Investigador UBA/Conicet.