Por Eric Nepomuceno
04 de septiembre de 2018
Desde Río de Janeiro
El fuego empezó a eso de las siete y media de la noche del domingo. Los bomberos llegaron al inmenso palacio que abrigada el Museo Nacional unos cuarenta minutos después y no había agua suficiente en los camiones hidrantes más cercanos.
Se intentó buscar agua de un laguito. Luego llegaron camiones con agua. A lo largo de cuatro infinitas horas continuaban llegando camiones-cisterna. Pero ya era inútil.
A eso de las ocho de la noche algunos investigadores que trabajaban en el Museo se arriesgaron e invadieron el predio de doscientos años que se quemaba. Estaban desesperados, y la desesperación venció el miedo.
Salieron cargando cajones. Lograron sacar a unas mil especies de moluscos. Pero adentro había decenas de miles, muchos de ellos desaparecidos del planeta. Lo que lograron sacar es nada más que un rasguño de aquella memoria.
Quisieron volver a entrar, pero ya no les fue posible. Vieron, impotentes e inertes, cómo se derrumbaba todo. Todo fue siendo devorado por un fuego feroz.
Había una invaluable reliquia: el esqueleto de la primera mujer que existió en Brasil. Se llamaba Luzia y tenía una edad calculada entre doce mil y trece mil años. Convivió con mastodontes y otros seres gigantescos. Gracias a ella se rehízo toda la investigación sobre la ocupación de las tierras que conforman esta nuestra pobre América.
Había momias egipcias, unas 700, la mayor colección de América latina. Había frescos sobrevivientes de la destrucción de Pompea. Había una formidable recolección de idiomas y leyendas y tradiciones indígenas. Estudiosos aseguran que era el más amplio y completo acervo de idiomas indígenas del continente latinoamericano. Había miles de objetos de naciones originarias de Brasil y de otras latitudes que desaparecieron de la faz de la tierra.
Había una de las principales colecciones de distintos tipos de saurios. Había el sarcófago de Sha Amum Em Su, uno de los únicos del mundo que jamás fueron abiertos. Y una colección de cinco millones de insectos.
Había dos bibliotecas extensas que, entre sus miles de ejemplares, abrigaban libros centenarios.
Había fósiles de animales y plantas que ya no existen. Había parte importante de la historia de la antropología y de la ciencia no del país o de la región, sino de la humanidad.
Había explicaciones sobre el surgimiento de Brasil, material para ayudar a conocer y entender el cruce de raíces que nos creó.
Había veinte millones de piezas. Veinte millones.
Desde hace años que el Museo Nacional creado en 1818 por el entonces rey de Portugal Don João VI gritaba por socorro. La antigua residencia de la familia imperial brasileña necesitaba manutención urgente. Había cables de electricidad expuestos, había filtraciones, había madera siendo devorada por insectos. La pintura de las paredes estaba descascarada.
El presupuesto para manutención se respetó hasta 2014. Al año siguiente, cuando se empezaba a gestar en el Congreso el golpe institucional que en 2016 destituiría a la presidenta Dilma Rousseff, ese presupuesto se redujo a poco más de la mitad de lo previsto. E, instalado el gobierno de Michel Temer, a menos de un tercio. Menos de un tercio.
El mes pasado la dirección del museo lanzó una colecta por las redes sociales. Necesitaba 50 mil reales –unos doce mil de los dólares de hoy– para rehabilitar y reabrir la sala más visitada.
No logró siquiera eso del gobierno federal. Doce mil dólares.
En el gran palacio del cual ahora no quedan más que las paredes quemadas se firmó la Ley Aurea, que liquidó con la esclavitud en Brasil. Y la primera constitución del país.
Quedaron las paredes chamuscadas y nada más. Hay riesgo de que las paredes internas se derrumben. Quedará entonces la fachada y nada más.
Si ocurre ese derrumbe, tendremos la metáfora perfecta del Brasil en que vivo: pura fachada. Nada más que fachada y una gran puerta que no conduce a nada.
Había la memoria de un país desmemoriado. Había.
Todo o casi todo se quemó. Su acervo era considerado uno de los cinco más importantes del mundo. Biólogos y antropólogos cruzaban aires y mares para estudiar un material considerado único.
Asesinaron al Museo Nacional con la misma frialdad con que tratan de asesinar al país. La misma perversidad, el mismo cinismo, la misma atrocidad helada.
Se quemó la memoria, la historia. El abandono y la desidia quemaron todo. Faltó quemarnos a nosotros, a los sobrevivientes de un país devastado y desgraciado.
Una colección de meteoros y meteoritos se salvó. Sabían enfrentar el fuego, sobrevivieron al abandono a lo largo de los tiempos.
Pero son fríos. No calientan ni alumbran a la memoria.
Quizá por eso se salvaron.
04 de septiembre de 2018
Desde Río de Janeiro
El fuego empezó a eso de las siete y media de la noche del domingo. Los bomberos llegaron al inmenso palacio que abrigada el Museo Nacional unos cuarenta minutos después y no había agua suficiente en los camiones hidrantes más cercanos.
Se intentó buscar agua de un laguito. Luego llegaron camiones con agua. A lo largo de cuatro infinitas horas continuaban llegando camiones-cisterna. Pero ya era inútil.
A eso de las ocho de la noche algunos investigadores que trabajaban en el Museo se arriesgaron e invadieron el predio de doscientos años que se quemaba. Estaban desesperados, y la desesperación venció el miedo.
Salieron cargando cajones. Lograron sacar a unas mil especies de moluscos. Pero adentro había decenas de miles, muchos de ellos desaparecidos del planeta. Lo que lograron sacar es nada más que un rasguño de aquella memoria.
Quisieron volver a entrar, pero ya no les fue posible. Vieron, impotentes e inertes, cómo se derrumbaba todo. Todo fue siendo devorado por un fuego feroz.
Había una invaluable reliquia: el esqueleto de la primera mujer que existió en Brasil. Se llamaba Luzia y tenía una edad calculada entre doce mil y trece mil años. Convivió con mastodontes y otros seres gigantescos. Gracias a ella se rehízo toda la investigación sobre la ocupación de las tierras que conforman esta nuestra pobre América.
Había momias egipcias, unas 700, la mayor colección de América latina. Había frescos sobrevivientes de la destrucción de Pompea. Había una formidable recolección de idiomas y leyendas y tradiciones indígenas. Estudiosos aseguran que era el más amplio y completo acervo de idiomas indígenas del continente latinoamericano. Había miles de objetos de naciones originarias de Brasil y de otras latitudes que desaparecieron de la faz de la tierra.
Había una de las principales colecciones de distintos tipos de saurios. Había el sarcófago de Sha Amum Em Su, uno de los únicos del mundo que jamás fueron abiertos. Y una colección de cinco millones de insectos.
Había dos bibliotecas extensas que, entre sus miles de ejemplares, abrigaban libros centenarios.
Había fósiles de animales y plantas que ya no existen. Había parte importante de la historia de la antropología y de la ciencia no del país o de la región, sino de la humanidad.
Había explicaciones sobre el surgimiento de Brasil, material para ayudar a conocer y entender el cruce de raíces que nos creó.
Había veinte millones de piezas. Veinte millones.
Desde hace años que el Museo Nacional creado en 1818 por el entonces rey de Portugal Don João VI gritaba por socorro. La antigua residencia de la familia imperial brasileña necesitaba manutención urgente. Había cables de electricidad expuestos, había filtraciones, había madera siendo devorada por insectos. La pintura de las paredes estaba descascarada.
El presupuesto para manutención se respetó hasta 2014. Al año siguiente, cuando se empezaba a gestar en el Congreso el golpe institucional que en 2016 destituiría a la presidenta Dilma Rousseff, ese presupuesto se redujo a poco más de la mitad de lo previsto. E, instalado el gobierno de Michel Temer, a menos de un tercio. Menos de un tercio.
El mes pasado la dirección del museo lanzó una colecta por las redes sociales. Necesitaba 50 mil reales –unos doce mil de los dólares de hoy– para rehabilitar y reabrir la sala más visitada.
No logró siquiera eso del gobierno federal. Doce mil dólares.
En el gran palacio del cual ahora no quedan más que las paredes quemadas se firmó la Ley Aurea, que liquidó con la esclavitud en Brasil. Y la primera constitución del país.
Quedaron las paredes chamuscadas y nada más. Hay riesgo de que las paredes internas se derrumben. Quedará entonces la fachada y nada más.
Si ocurre ese derrumbe, tendremos la metáfora perfecta del Brasil en que vivo: pura fachada. Nada más que fachada y una gran puerta que no conduce a nada.
Había la memoria de un país desmemoriado. Había.
Todo o casi todo se quemó. Su acervo era considerado uno de los cinco más importantes del mundo. Biólogos y antropólogos cruzaban aires y mares para estudiar un material considerado único.
Asesinaron al Museo Nacional con la misma frialdad con que tratan de asesinar al país. La misma perversidad, el mismo cinismo, la misma atrocidad helada.
Se quemó la memoria, la historia. El abandono y la desidia quemaron todo. Faltó quemarnos a nosotros, a los sobrevivientes de un país devastado y desgraciado.
Una colección de meteoros y meteoritos se salvó. Sabían enfrentar el fuego, sobrevivieron al abandono a lo largo de los tiempos.
Pero son fríos. No calientan ni alumbran a la memoria.
Quizá por eso se salvaron.