Imágenes de la intervención imperialista
NODAL, 10 julio, 2020
La alarmante situación sanitaria no ha sido obstáculo para que EE. UU. continúe con su agresiva política imperialista hacia la región. Desde hace muchos años, Cuba y Venezuela son los objetivos principales de una política que promueve una “guerra híbrida” (sobre este tema puede consultarse nuestro Dossier N° 17), con el objetivo de fortalecer el dominio en lo que considera su “patio trasero”, clave en tiempos de tensa disputa global con otras potencias como China y Rusia (Boron, 2020).
En relación con Cuba, la política de los “halcones” de Washington, en boga durante la era Trump, es el endurecimiento del bloqueo, acompañado por una batería de acciones hostiles en el plano diplomático, político y económico. Entre ellas cabe destacar la inclusión de Cuba en la lista de países “no totalmente cooperantes con los esfuerzos antiterroristas de EE. UU.”, de la que había sido retirada en 2015. En este selecto grupo de enemigos públicos acusados de patrocinar el terrorismo se encuentran Irán, Siria, Corea del Norte, Venezuela y ahora Cuba, nuevamente, desde mayo de 2020.
En una mezcla de torpeza y desesperación, el gobierno de EE. UU. eligió confrontar con la cooperación de salud cubana en medio de la crisis sanitaria. Así fue que desde el Departamento de Estado se desplegó abiertamente una campaña de presión hacia los demás países del mundo, para que no pidan ayuda a Cuba. A pesar de que el núcleo central de la narrativa norteamericana fue amplificado por los principales medios privados de comunicación, la jugada resultó fallida: el papel de las brigadas de solidaridad alcanzó un lugar destacado y se multiplicaron las imágenes de las batas blancas y las banderas cubanas llegando a aeropuertos de países en crisis.
Ante la pandemia, integrantes del Contingente Internacional “Henry Reeve” se desplazaron a 24 países, entre los que hay que destacar la situación en Haití. Primer país de América en expulsar al colonialismo europeo en 1804, en los últimos años profundizó la dependencia del imperialismo a fuerza de golpes de Estado, ocupación militar extranjera e intervención humanitaria de las ONG primermundistas. Como resultado, Haití se ha convertido en la contracara de Cuba: despojado de su soberanía, con una situación de pobreza generalizada, ausencia de servicios públicos y una creciente represión, se trata de uno de los experimentos más violentos del neoliberalismo de guerra. Tanto en este como en otros territorios, la respuesta solidaria de Cuba se destaca ante la agresiva política de EE. UU., que despliega tropas e incrementa el tono bélico.
En el caso de Venezuela, la confrontación en el último tiempo no ha hecho sino radicalizarse. Con cada acontecimiento queda cada vez más expuesta la trama de asedio por parte de EE. UU. La frustrada incursión mercenaria de mayo pasado, denominada «Operación Gedeón», es un hito más en una larga secuencia de ataques ignorados o justificados por los medios internacionales. En sí mismo, sintetiza el carácter de la oposición venezolana, completamente entregada al imperialismo. Un hecho destacado es que la operación fue establecida mediante un contrato que unió formalmente al peón de Washington, Juan Guaidó, con el dueño de la empresa de mercenarios Silvercorp, JordanGoudreau, un ¿ex? integrante de las Fuerzas Especiales que en tiempos recientes trabajó como seguridad de Trump en sus actos de campaña. La operación es ilustrativa de la tercerización (real o simulada) de las intervenciones militares, que EE. UU. promueve desde la Guerra del Golfo (Sobre este tema puede consultarse nuestro estudio “Coronashock y la guerra híbrida contra Venezuela”).
En el asedio al gobierno que encabeza Nicolás Maduro tiene un rol especial el Estado colombiano, en manos del uribista Iván Duque. En el escenario público es uno de los impulsores del Grupo de Lima, el foro diplomático que reúne a los gobiernos derechistas del continente, supuestamente para promover el bienestar del pueblo venezolano. En el escenario clandestino, permite el establecimiento de campamentos de entrenamiento de paramilitares destinados a atacar a Venezuela.
Mientras esto sucede, Colombia se debate en una espiral de violencia política que tiene como blanco principal a líderes y lideresas sociales y la maquinaria policial/militar no deja de producir escándalos, entre los cuales se encuentra el espionaje a figuras públicas, incluso del propio gobierno.
No es un detalle el hecho de que EE. UU. tiene 9 bases militares en este territorio y otras más en la región del Caribe, incluidas las de la OTAN. La intervención dirigida por el Comando Sur incluye acciones de verdadera propaganda armada, como los publicitados operativos navales para interceptar, supuestamente, buques que transportan drogas ilícitas, luego de que el fiscal general de EE. UU. —tras acusarlos de narcoterroristas sin presentar prueba alguna— pusiera precio a la cabeza del presidente Nicolás Maduro y de otros dirigentes chavistas.
Precisamente la flota que el Comando Sur tiene desplegada en el Caribe volvió a ser noticia cuando EE. UU. dejó trascender que podría ser utilizada para detener a buques iraníes en tránsito hacia Venezuela. Finalmente los barcos con el petróleo arribaron a Venezuela y en la práctica rompieron el embargo norteamericano. La imagen de buques iraníes en el Caribe, escoltados por aviones Sukhoi de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, representó una señal del resquebrajamiento del poder estadounidense. Y en cierto modo, volvió a dejar en ridículo las amenazas de la Administración Trump, que en los últimos meses ha coleccionado una buena cantidad de fracasos. A pesar de esto, la amenaza militarista permanece y no debe ser minimizada.
Es notable que el gobierno de EE. UU. promueva semejante nivel de tensión continental en el momento en que sufre más de 120.000 muertes por covid-19, el número más elevado de todos los países del mundo. La situación ha desatado tal caos que su aceitado sistema de propaganda no logra ocultar los efectos de la pandemia ni los desaciertos de la Administración. El contraste con la acción política de otros Estados es grande, en primer lugar con China —por su rápida y contundente respuesta— y en segundo lugar con Cuba: a solo 90 millas, la pequeña isla rebelde combate la pandemia en medio del bloqueo y al mismo tiempo asiste a otros pueblos con las brigadas médicas de solidaridad. El unilateralismo de EE. UU. alcanza nuevos récords y lo expone como potencia en declive con un creciente grado de aislamiento, como lo muestra también su disputa contra la OMS, en el marco de una pandemia que parece acelerar la transición hegemónica a nivel global (Merino, 2020).
A esto hay que sumarle, además, el estallido social provocado por la combinación de racismo y violencia policial. La respuesta popular al asesinato de George Floyd es otro indicador del nivel de tensiones que atraviesan a EE. UU. y contribuyen a golpear la imagen de imperio todopoderoso que ostentó en algún momento.
NODAL, 10 julio, 2020
La alarmante situación sanitaria no ha sido obstáculo para que EE. UU. continúe con su agresiva política imperialista hacia la región. Desde hace muchos años, Cuba y Venezuela son los objetivos principales de una política que promueve una “guerra híbrida” (sobre este tema puede consultarse nuestro Dossier N° 17), con el objetivo de fortalecer el dominio en lo que considera su “patio trasero”, clave en tiempos de tensa disputa global con otras potencias como China y Rusia (Boron, 2020).
En relación con Cuba, la política de los “halcones” de Washington, en boga durante la era Trump, es el endurecimiento del bloqueo, acompañado por una batería de acciones hostiles en el plano diplomático, político y económico. Entre ellas cabe destacar la inclusión de Cuba en la lista de países “no totalmente cooperantes con los esfuerzos antiterroristas de EE. UU.”, de la que había sido retirada en 2015. En este selecto grupo de enemigos públicos acusados de patrocinar el terrorismo se encuentran Irán, Siria, Corea del Norte, Venezuela y ahora Cuba, nuevamente, desde mayo de 2020.
En una mezcla de torpeza y desesperación, el gobierno de EE. UU. eligió confrontar con la cooperación de salud cubana en medio de la crisis sanitaria. Así fue que desde el Departamento de Estado se desplegó abiertamente una campaña de presión hacia los demás países del mundo, para que no pidan ayuda a Cuba. A pesar de que el núcleo central de la narrativa norteamericana fue amplificado por los principales medios privados de comunicación, la jugada resultó fallida: el papel de las brigadas de solidaridad alcanzó un lugar destacado y se multiplicaron las imágenes de las batas blancas y las banderas cubanas llegando a aeropuertos de países en crisis.
Ante la pandemia, integrantes del Contingente Internacional “Henry Reeve” se desplazaron a 24 países, entre los que hay que destacar la situación en Haití. Primer país de América en expulsar al colonialismo europeo en 1804, en los últimos años profundizó la dependencia del imperialismo a fuerza de golpes de Estado, ocupación militar extranjera e intervención humanitaria de las ONG primermundistas. Como resultado, Haití se ha convertido en la contracara de Cuba: despojado de su soberanía, con una situación de pobreza generalizada, ausencia de servicios públicos y una creciente represión, se trata de uno de los experimentos más violentos del neoliberalismo de guerra. Tanto en este como en otros territorios, la respuesta solidaria de Cuba se destaca ante la agresiva política de EE. UU., que despliega tropas e incrementa el tono bélico.
En el caso de Venezuela, la confrontación en el último tiempo no ha hecho sino radicalizarse. Con cada acontecimiento queda cada vez más expuesta la trama de asedio por parte de EE. UU. La frustrada incursión mercenaria de mayo pasado, denominada «Operación Gedeón», es un hito más en una larga secuencia de ataques ignorados o justificados por los medios internacionales. En sí mismo, sintetiza el carácter de la oposición venezolana, completamente entregada al imperialismo. Un hecho destacado es que la operación fue establecida mediante un contrato que unió formalmente al peón de Washington, Juan Guaidó, con el dueño de la empresa de mercenarios Silvercorp, JordanGoudreau, un ¿ex? integrante de las Fuerzas Especiales que en tiempos recientes trabajó como seguridad de Trump en sus actos de campaña. La operación es ilustrativa de la tercerización (real o simulada) de las intervenciones militares, que EE. UU. promueve desde la Guerra del Golfo (Sobre este tema puede consultarse nuestro estudio “Coronashock y la guerra híbrida contra Venezuela”).
En el asedio al gobierno que encabeza Nicolás Maduro tiene un rol especial el Estado colombiano, en manos del uribista Iván Duque. En el escenario público es uno de los impulsores del Grupo de Lima, el foro diplomático que reúne a los gobiernos derechistas del continente, supuestamente para promover el bienestar del pueblo venezolano. En el escenario clandestino, permite el establecimiento de campamentos de entrenamiento de paramilitares destinados a atacar a Venezuela.
Mientras esto sucede, Colombia se debate en una espiral de violencia política que tiene como blanco principal a líderes y lideresas sociales y la maquinaria policial/militar no deja de producir escándalos, entre los cuales se encuentra el espionaje a figuras públicas, incluso del propio gobierno.
No es un detalle el hecho de que EE. UU. tiene 9 bases militares en este territorio y otras más en la región del Caribe, incluidas las de la OTAN. La intervención dirigida por el Comando Sur incluye acciones de verdadera propaganda armada, como los publicitados operativos navales para interceptar, supuestamente, buques que transportan drogas ilícitas, luego de que el fiscal general de EE. UU. —tras acusarlos de narcoterroristas sin presentar prueba alguna— pusiera precio a la cabeza del presidente Nicolás Maduro y de otros dirigentes chavistas.
Precisamente la flota que el Comando Sur tiene desplegada en el Caribe volvió a ser noticia cuando EE. UU. dejó trascender que podría ser utilizada para detener a buques iraníes en tránsito hacia Venezuela. Finalmente los barcos con el petróleo arribaron a Venezuela y en la práctica rompieron el embargo norteamericano. La imagen de buques iraníes en el Caribe, escoltados por aviones Sukhoi de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, representó una señal del resquebrajamiento del poder estadounidense. Y en cierto modo, volvió a dejar en ridículo las amenazas de la Administración Trump, que en los últimos meses ha coleccionado una buena cantidad de fracasos. A pesar de esto, la amenaza militarista permanece y no debe ser minimizada.
Es notable que el gobierno de EE. UU. promueva semejante nivel de tensión continental en el momento en que sufre más de 120.000 muertes por covid-19, el número más elevado de todos los países del mundo. La situación ha desatado tal caos que su aceitado sistema de propaganda no logra ocultar los efectos de la pandemia ni los desaciertos de la Administración. El contraste con la acción política de otros Estados es grande, en primer lugar con China —por su rápida y contundente respuesta— y en segundo lugar con Cuba: a solo 90 millas, la pequeña isla rebelde combate la pandemia en medio del bloqueo y al mismo tiempo asiste a otros pueblos con las brigadas médicas de solidaridad. El unilateralismo de EE. UU. alcanza nuevos récords y lo expone como potencia en declive con un creciente grado de aislamiento, como lo muestra también su disputa contra la OMS, en el marco de una pandemia que parece acelerar la transición hegemónica a nivel global (Merino, 2020).
A esto hay que sumarle, además, el estallido social provocado por la combinación de racismo y violencia policial. La respuesta popular al asesinato de George Floyd es otro indicador del nivel de tensiones que atraviesan a EE. UU. y contribuyen a golpear la imagen de imperio todopoderoso que ostentó en algún momento.