Desde Río de Janeiro
De los 513 diputados que integran la Cámara que autorizó que se abra un juicio para destituir a la presidenta Dilma Rousseff, 299 tienen algún tipo de pendencia judicial. De ellos, 76 fueron condenados y esperan decisiones en instancias superiores. Y 59 son reos en el Supremo Tribunal Federal, inclusive el presidente de la Casa y cabeza conductora del juicio a Dilma, el notorio bucanero Eduardo Cunha.
Nadie entiende cómo el Supremo Tribunal permitió que Cunha se mantuviese en la presidencia de la Cámara de Diputados y comandase el proceso de instalación de juicio político a la presidenta. Una lentitud que se confunde, claramente, con la cobardía.
Uno de los que votó por la apertura del juicio a Dilma se llama Paulo Salim Maluf. Ha sido alcalde de San Pablo y aliado del PT. Fue condenado, en Francia, a tres años de cárcel. No puede salir de Brasil: su nombre está en la lista de buscados por la Interpol. Dijo que votaba contra la presidenta para combatir la corrupción.
Una de las más elocuentes acusadoras a la hora de votar, la noble diputada Raquel Muniz, dijo que era favorable a la destitución de Dilma Rousseff por creer que Brasil tiene solución. Anunció que su voto era un homenaje a su dignísimo esposo, Ruy Muniz, alcalde de la ciudad de Montes Claros, provincia de Minas Gerais. Doce horas después, el homenajeado fue detenido por la Policía Federal, por robo de dinero público: inflaba dotaciones municipales a hospitales privados de su ciudad.
La religiosidad hizo gala en la sesión: diputados que son autonombrados pastores de sectas evangélicas electrónicas anunciaron su voto favorable a la destitución de Dilma “porque estoy en contra de la educación sexual de los niños en las escuelas públicas”, y uno de ellos, más enfático, anunció que su voto era una forma de “impedir que niños decidan cambiar de sexo”.
Hubo centenares de homenajes a esposos, esposas, madres, padres, hijos, abuelos y hasta suegras, que en general no merecen elogios públicos.
Al menos un ministro de Dilma se tomó licencia de su puesto para volver a la Cámara y votar contra la mandataria: era ministro el viernes, se hizo adversario el domingo. Otros, que ocuparon ministerios, el domingo se revelaron indignados con el gobierno.
Eduardo Cunha, al abrir la sesión, hizo un pedido: “Que Dios tenga misericordia de esta nación”. Quizá debería haber pedido misericordia para sí mismo: ladrón comprobado, manipulador evangélico, tiene un Porsche que vale unos cien mil dólares a nombre de una de sus empresas, la “Jesus.com”.
Uno de los nobles diputados, Ronaldo Fonseca, al criticar los que critican el golpe, dijo que tal mención es ridícula. Y agregó: “Hablar de golpe se transformó en una diarrea verbal”. Fue aplaudido.
Hubo un sinfín de pedidos de bendiciones de Dios a la hora de votar, siempre contra la presidenta. Pocas fueron las veces en la historia que la bancada religiosa apareció con tanta fuerza en la Cámara.
Un cierto Sergio Moraes, hasta el domingo un ilustre desconocido más en la Cámara, aprovechó su voto para desear feliz cumpleaños a su querida nieta.
Jair Bolsonaro, militar retirado, dijo que su voto contrario a Dilma era “un homenaje a la memoria del coronel Brilhante Ustra”. Vale recordar que el homenajeado ha sido uno de los más terribles torturadores que actuaron durante la dictadura militar, defendida sin treguas por Bolsonaro.
Jean Willys, homosexual asumido, intransigente defensor de las minorías sociales, fue llamado “maricón” por Bolsonaro. Respondió con un escupitajo en la cara del ofensor. Votó contra el golpe institucional y denunció que todo aquello no era más que una farsa conducida por un bandido. Lo dijo señalando al presidente de la Cámara, Eduardo Cunha, que son sonrisa de rata no reaccionó.
Sinval Malheiros, diputado por San Pablo, votó contra Dilma “en homenaje a los enfermeros desempleados”.
La verdad es que, en ese domingo trágicamente histórico, el país pudo ver, por primera vez, el bajísimo nivel –en todos los sentidos: intelectual, ideológico, ético, moral– de los 513 representantes del pueblo. Hay, claro, excepciones, en los dos bandos. No llegan a diez por ciento del total.
Brasil necesita, urgente, una reforma en su sistema político. No es posible convivir con 35 partidos en un solo Congreso. La casi totalidad de las siglas no son más que grupos de alquiler, que venden su respaldo en épocas de elección y luego quieren participar del reparto del poder.
Tal como está, el país es ingobernable: para gobernar, hay que aliarse con lo peor de la escoria política. Ese ha sido, quizá, el gran error de Dilma Rousseff: no saber cómo lidiar con semejante clase de patéticas criaturas. Al margen de esa pantomima grotesca, un hombre, cercado de acólitos, sonreía con sus dientecitos de zorro: Michel Temer. El seguramente sabrá sentirse a gusto con los señores diputados que integran ese nauseabundo circo de horrores. Al fin y al cabo, son sus pares.