Los últimos minutos de la democracia del 73
Por Juan Raúl Ferreira
Jul 4, 2017 |
El fin de semana del 24 y 25 de junio de 1973 fue especialmente agitado. El movimiento Por la Patria tenía prevista una gira por el departamento de Maldonado, la que se llevó a cabo en medio de rumores y comentarios sobre la inminencia del atentado a las instituciones. El principal dirigente porlapatrista del departamento, Miguel Ángel Galán, tenía formación militar. De hecho era teniente retirado de la Fuerza Aérea y como hombre de honor, no podía creer que sus viejos camaradas de armas cometieran aquel atropello. Algo más de 48 horas más tarde lo torturaron encapuchado. Las señales no podían ser más elocuentes. Pero todos tratábamos de convencernos de que algo iba a ocurrir que impidiera que los grandes valores nacionales fueran avasallados.
El domingo la movilización se cerró con un gran acto en la Plaza San Fernando de Maldonado. Un grupo con banderas de la Juventud Uruguaya de Pie insultaba y gritaba desde la vereda de enfrente para impedir que se oyera al orador. Un cordón policial nos separaba pero parecía cuidar más al agresor que a los agredidos. Comenzaron a arrojar piedras y objetos punzantes. Con mis impulsivos 19 años, no tuve mejor idea que increpar a la Policía por negligente. Como era de esperarse, marché preso. En pleno discurso, Wilson advirtió lo que ocurría por el griterío de la gente. Hizo una pausa y dijo: “Se llevan preso a mi hijo…”. Pensé que me había salvado. “Déjenlo -agregó- así se va acostumbrando”.
La delegación se dispersó tras el acto. Galán quedaba en Maldonado. Wilson se iba a descansar unos días al Cerro Negro. Yo regresaba con el ex senador Horacio Polla, otro héroe poco recordado. Polla fue, en los trágicos años que se vinieron, uno de los pilares más importantes de la resistencia blanca. Todo un caballero en el sentido más cabal de la palabra. Pero un caballero valiente que no dejó pasar un solo día sin combatir pacíficamente contra la dictadura. Alguna vez compartimos calabozo.
Un breve paréntesis para decir algo de Polla, el hombre que la noche antes del golpe me llevaba de regreso a Montevideo. Los jóvenes lo sentían como uno de ellos. En el garaje de su casa de Cartagena 1633, jóvenes blancos y frenteamplistas de diversos sectores sacaban a mimeógrafo “El Perseguido”, un semanario clandestino. La casa de Polla, lindera fondo con fondo con la Embajada de México, era el pasaje natural de aquellos que querían buscar asilo.
Volvamos a la noche antes del golpe. Polla me dejó en mi casa ya en la madrugada del 26, menos de un día del golpe. Debajo de la puerta había un mensaje de “Augusto”, seudónimo del capitán de navío Bernardo Piñeyrúa, un militar constitucionalista muy amigo de Wilson. Era director del Servicio de Hidrografía y presidente del Club Naval. Perseguido, destituido y preso durante la dictadura, naturalmente. Me pedía que fuera su casa, a un par de cuadras de la nuestra, al otro día tempranísimo. Allí fui, me advirtió que el presidente Bordaberry había decidido apresar al senador Enrique Erro, acusado de tupamaro por el gobierno, violando sus fueros parlamentarios. Este se encontraba en Buenos Aires invitado por la Juventud Peronista. Al regresar, lo detendrían en el aeropuerto. Había que ganar tiempo. También quería reunirse con Wilson junto con algunos camaradas de armas el jueves siguiente. Pero a la democracia sólo le quedaban minutos de vida.
Rumbo a casa iba pensando cómo hacerle llegar a papá tantas noticias urgentes. No existían los celulares, las comunicaciones eran lentas. De regreso de lo de Piñeyrúa, entré al departamento, y para mi sorpresa, mamá y papá acababan de llegar. Algo les decía que no debían tomar su descanso y allí estaban. Lo impuse de los hechos y enseguida se hizo cargo de la situación. Se reunió con Zelmar Michelini en casa y ambos hablaron con Seregni. El no supo que Wilson ya había consultado al General. Le pidieron a Zelmar que viajara a Buenos Aires para demorar el regreso de Erro. Por eso ninguno de los dos estaba esa noche, y el quórum fue difícil.
Sin duda que Wilson y Seregni querían ganar tiempo. Pero también a ambos les preocupaba la suerte de Zelmar, a quien creían salvar. Viajó adonde, 3 años después, sería asesinado junto al Toba, Barredo y Whitelaw, la noche antes de la desaparición de Liberoff.
De tarde todo se fue en preparativos, desordenados y caóticos. Conseguir escondites, medidas de seguridad, juntar algunos pesos. En medio de eso, papá me pide que hable con el Toba, a la sazón presidente de la Cámara de Representantes. La directiva era que se fuera lo antes posible. El Toba no creía. Su inmensa bondad le hacía difícil concebir la idea. “Mirá que no, Juan, decile al viejo que vamos a ver, hay militares en contra”. Yo iba y volvía del despacho del Toba a la Sala Verde, despacho de Wilson, que quedaban en los ángulos opuestos del Palacio. Finalmente Wilson fue tajante: el Toba debía irse. Tampoco se fue, se ocultó y sólo pudo salir unos días más tarde, disimulado, en el Vapor de la Carrera.
Las coordinadoras de Juventud de por la Patria tenían un acto en el Cine Grand Prix, en el Cerrito de la Victoria. Habían insistido mucho en que Wilson llegara hasta allí. No estaba previsto pues, como hemos dicho, la gente lo hacía descansando en Cerro Negro. Papá resolvió ir. La alegría de aquellos jóvenes al verlo llegar es indescriptible. Cantaba Eustaquio Sosa, a quien se le pidió que interrumpiera el repertorio para que hablara Wilson, que inició su despedida. “No nos vamos a ver por mucho tiempo”. Yo había quedado parado al lado de las butacas del viejo cine. Recuerdo los rostros desconsolados de jóvenes llorando de rabia, de pena, de sorpresa y también de emoción y compromiso. Fue la generación que aprendió a amanecer e irse a dormir con la bandera del Partido sobre el hombro. Ya esa noche las coordinadoras blancas comenzaron a juntar alimentos no perecederos para los obreros que ocuparon las fábricas.
De allí fuimos al Palacio. La sesión se interrumpió, y dio lugar a una solemne de despedida. Había llegado la hora. No creo que haya en la historia de país alguno un episodio de esa fuerza épica y romántica al mismo tiempo. El Parlamento disuelto sesionaba. Le hablaba a la historia. Presidía el senador Eduardo Paz Aguirre (Lalo), ya que el vicepresidente Jorge Sapelli no estaba en el Palacio, a pedido de varios, Wilson entre otros, para dejar marcada su oposición al golpe en el Consejo de Ministros. Hubo que traer al convaleciente Carminillo Medero (en pijama con un sobretodo encima) para asegurar el quórum. Teníamos todo previsto para sacar a Wilson al terminar su discurso. Pero corríamos riesgo de dejar al Senado sin número. Llevé una esquela de Wilson a Lalo que estuvo de acuerdo en permitir la prematura partida de Wilson, antes que culminara la sesión.
Luego, el episodio más recordado cada año: el célebre discurso de Wilson perpetuado en celuloide blanco y negro. Tras anunciar que su Partido se consideraba en guerra contra el señor Bordaberry, enemigo de su pueblo, y sus cómplices concluye: “Los señores senadores me permitirán que yo, a pesar de que la hora exige emprender la restauración democrática republicana como una tarea nacional, haga una invocación que resulta ineludible a la emoción más intensa que dentro de nuestra alma alienta, y me permitirán que antes de retirarme de Sala, arroje a los autores de este atentado el nombre de su más radical e irreconciliable enemigo, que será, no tengan duda, el vengador de la República: ¡Viva el Partido Nacional!”.
Luego, visiblemente emocionado, se levanta, abraza a un joven que aguardaba a sus espaldas y se va. Aunque parezca mentira, el joven de esa imagen histórica tantas veces repetida por televisión, con algunos años y unos cuantos kilos de menos, era yo. El Ñato Rodríguez lo abraza y le dice que ya comenzaba la Huelga General. Lo que ya le había dicho Pepe D´Elía durante el día.
Rápidamente nos dirigimos a la salida. Varios jóvenes acompañan a Wilson, vivando su nombre. Al llegar a la puerta del Senado por la que entraba y salía todos los días desde hacía más de veinte años, se nos heló la sangre. Un brazo uniformado se interpuso en el camino y con la mano derecha tomó el brazo izquierdo de Wilson. Todos manoteamos un arma (aunque los jóvenes de hoy no lo puedan creer, en el Uruguay de entonces andábamos armados). El protagonista era José Antonio Grasso, el policía que cuidaba esa entrada. A diario, apenas nos saludábamos. Con la voz cortada dijo a Wilson: “Mi casa es muy humilde, pero allá no lo van a ir a buscar”. Vuelta la democracia, lo ascendieron con honores.
Afuera aguardaban dos autos con los motores encendidos. Uno, el de Wilson, un Escort blanco modelo 71, con Enrique Cadenas al volante. El otro, un Peugeot conducido por su dueño, Ignacio Posadas. Ambos serían senadores veinte años después fuera del wilsonismo. La improvisada multitud fingió acompañar a Wilson al primero de los autos mientras él se escabullía al segundo.
Yo subí al Escort, y apenas comenzamos a alejarnos vimos que nos seguía un vehículo militar de los que llamábamos “camellos”. Avanzamos hacia Pocitos, y al llegar a la Rambla y Pereira, otros dos vehículos se incorporaron, uno se puso delante del nuestro, los otros dos permanecían detrás, hasta que el primero se detuvo. Nos hicieron poner las manos sobre la cabeza, abrir las piernas a la intemperie, aun cuando el viento de la madrugada empezaba a helarnos. Sólo querían saber dónde estaba Wilson. Permanecimos en silencio -por lo demás, no sabíamos dónde estaba- hasta que cuando amanecía nos dejaron ir.
Muy pocos de los arreglos que habíamos hecho por la tarde anduvieron bien. Ricardo Vidal Araras había conseguido un barquito que intentaría llevar a Wilson y Susana a Buenos Aires. Pero apenas embarcaron en el Puerto del Buceo, las fuerzas navales cerraban el mismo. Pasaron la primera noche en la pequeña cabina del barco. A la tardecita siguiente, sin haber comido desde el 26, dejaron el puerto con dificultad. Fueron llevados por Petit Rachetti a su casa, donde varios amigos rearmaron con ellos los planes.
La salida iba a ser en la avioneta que piloteara su dueño Jorge Henderson, desde el aeropuerto de El Jagüel. Hoy allí se erige un monolito recordatorio. Al Este fueron en tres vehículos, uno de ellos prestado por la empresa Martinelli. En esa época, el que arriesgaba tenía todo para perder y nada para ganar. En el primero iba mi padrino Carlos Burmester, dueño de la casa a la que iban, un batllista radical que se había jugado medio siglo antes en Paso Morlán. En el segundo, viajaba mi madre con el hijo de Rachetti, casado luego con una prima mía. En el último automóvil iba Pepe Radiccioni. Si había algún problema con el primer auto, el segundo debía girar bruscamente para dar tiempo a Radiccioni de huir con Wilson. No hubo problemas hasta que llegaron a Punta del Este.
Pasaron la primera noche en el chalet Zapicán, que conserva su nombre, mientras aquél, en el que pasaron la noche, en la Avenida de las Palmeras a metros del Puerto de Punta del Este. Cuando el día 28, un amigo golpeó la puerta para arrimar algo caliente para comer, una vecina anónima salió al cruce creyendo ayudar: “Ahí no hay nadie”. Y como se ignorara su advertencia, cruzó a los gritos: “Váyase, mándese mudar, fuera, fuera de ahí”. Ahí comprendieron. Este viejo partido, revoluciones había hecho, pero sobre la clandestinidad no tenía la menor idea. Se fueron a una cabaña de un tío en Laguna del Sauce. Allí los sorprendió la tercera noche.
Al otro día salieron de El Jagüel. Nadie pudo convencer a mamá de que se fuera luego, asumiendo menos riesgos. “No dirás que te he dado una vida aburrida”, dijo Wilson a mamá cuando se tiraban al piso de la avioneta en movimiento.
Dieciséis años después, cuando los restos de Wilson eran velados por una multitud en la Catedral Metropolitana, hubo un instante de soledad. Susana quedó sola frente al impresionante féretro de bronce. El Padre Walter da Silva, se acercó a ella. “Susana, venga a la sacristía, se sienta un momento que le preparé un té caliente”, le dijo. Cuenta que mamá lo miró sorprendida, con una sonrisa que no disimulaba su dolor, y muy suave le dijo: “No, padre, gracias. No me separé de él un minuto desde que nos casamos, ¿por qué lo voy a dejar ahora?”.
Efectivamente así fue, no se separó de él. El episodio con el que comienzo esta historia es uno de los más contados de aquellos días. Figura en textos de historia contemporánea, en la biografía de Wilson escrita por César Di Candia y en el hermoso texto para niños de Roy Berocay. La avioneta declaró viajar a Paysandú con Henderson como tripulante y único pasajero. Cuando llegaban a Paysandú, cruzaron el Río Uruguay para aterrizar en Don Torcuato. Sin documentos, sin autorización de vuelo, el nerviosismo de los aduaneros se serenó al constatar quiénes eran. En pocos minutos llegó el doctor Esteban Righi, ministro del Interior del gobierno peronista de Cámpora, quien los acompañó al hotel. Comenzaba el exilio.
El domingo la movilización se cerró con un gran acto en la Plaza San Fernando de Maldonado. Un grupo con banderas de la Juventud Uruguaya de Pie insultaba y gritaba desde la vereda de enfrente para impedir que se oyera al orador. Un cordón policial nos separaba pero parecía cuidar más al agresor que a los agredidos. Comenzaron a arrojar piedras y objetos punzantes. Con mis impulsivos 19 años, no tuve mejor idea que increpar a la Policía por negligente. Como era de esperarse, marché preso. En pleno discurso, Wilson advirtió lo que ocurría por el griterío de la gente. Hizo una pausa y dijo: “Se llevan preso a mi hijo…”. Pensé que me había salvado. “Déjenlo -agregó- así se va acostumbrando”.
La delegación se dispersó tras el acto. Galán quedaba en Maldonado. Wilson se iba a descansar unos días al Cerro Negro. Yo regresaba con el ex senador Horacio Polla, otro héroe poco recordado. Polla fue, en los trágicos años que se vinieron, uno de los pilares más importantes de la resistencia blanca. Todo un caballero en el sentido más cabal de la palabra. Pero un caballero valiente que no dejó pasar un solo día sin combatir pacíficamente contra la dictadura. Alguna vez compartimos calabozo.
Un breve paréntesis para decir algo de Polla, el hombre que la noche antes del golpe me llevaba de regreso a Montevideo. Los jóvenes lo sentían como uno de ellos. En el garaje de su casa de Cartagena 1633, jóvenes blancos y frenteamplistas de diversos sectores sacaban a mimeógrafo “El Perseguido”, un semanario clandestino. La casa de Polla, lindera fondo con fondo con la Embajada de México, era el pasaje natural de aquellos que querían buscar asilo.
Volvamos a la noche antes del golpe. Polla me dejó en mi casa ya en la madrugada del 26, menos de un día del golpe. Debajo de la puerta había un mensaje de “Augusto”, seudónimo del capitán de navío Bernardo Piñeyrúa, un militar constitucionalista muy amigo de Wilson. Era director del Servicio de Hidrografía y presidente del Club Naval. Perseguido, destituido y preso durante la dictadura, naturalmente. Me pedía que fuera su casa, a un par de cuadras de la nuestra, al otro día tempranísimo. Allí fui, me advirtió que el presidente Bordaberry había decidido apresar al senador Enrique Erro, acusado de tupamaro por el gobierno, violando sus fueros parlamentarios. Este se encontraba en Buenos Aires invitado por la Juventud Peronista. Al regresar, lo detendrían en el aeropuerto. Había que ganar tiempo. También quería reunirse con Wilson junto con algunos camaradas de armas el jueves siguiente. Pero a la democracia sólo le quedaban minutos de vida.
Rumbo a casa iba pensando cómo hacerle llegar a papá tantas noticias urgentes. No existían los celulares, las comunicaciones eran lentas. De regreso de lo de Piñeyrúa, entré al departamento, y para mi sorpresa, mamá y papá acababan de llegar. Algo les decía que no debían tomar su descanso y allí estaban. Lo impuse de los hechos y enseguida se hizo cargo de la situación. Se reunió con Zelmar Michelini en casa y ambos hablaron con Seregni. El no supo que Wilson ya había consultado al General. Le pidieron a Zelmar que viajara a Buenos Aires para demorar el regreso de Erro. Por eso ninguno de los dos estaba esa noche, y el quórum fue difícil.
Sin duda que Wilson y Seregni querían ganar tiempo. Pero también a ambos les preocupaba la suerte de Zelmar, a quien creían salvar. Viajó adonde, 3 años después, sería asesinado junto al Toba, Barredo y Whitelaw, la noche antes de la desaparición de Liberoff.
De tarde todo se fue en preparativos, desordenados y caóticos. Conseguir escondites, medidas de seguridad, juntar algunos pesos. En medio de eso, papá me pide que hable con el Toba, a la sazón presidente de la Cámara de Representantes. La directiva era que se fuera lo antes posible. El Toba no creía. Su inmensa bondad le hacía difícil concebir la idea. “Mirá que no, Juan, decile al viejo que vamos a ver, hay militares en contra”. Yo iba y volvía del despacho del Toba a la Sala Verde, despacho de Wilson, que quedaban en los ángulos opuestos del Palacio. Finalmente Wilson fue tajante: el Toba debía irse. Tampoco se fue, se ocultó y sólo pudo salir unos días más tarde, disimulado, en el Vapor de la Carrera.
Las coordinadoras de Juventud de por la Patria tenían un acto en el Cine Grand Prix, en el Cerrito de la Victoria. Habían insistido mucho en que Wilson llegara hasta allí. No estaba previsto pues, como hemos dicho, la gente lo hacía descansando en Cerro Negro. Papá resolvió ir. La alegría de aquellos jóvenes al verlo llegar es indescriptible. Cantaba Eustaquio Sosa, a quien se le pidió que interrumpiera el repertorio para que hablara Wilson, que inició su despedida. “No nos vamos a ver por mucho tiempo”. Yo había quedado parado al lado de las butacas del viejo cine. Recuerdo los rostros desconsolados de jóvenes llorando de rabia, de pena, de sorpresa y también de emoción y compromiso. Fue la generación que aprendió a amanecer e irse a dormir con la bandera del Partido sobre el hombro. Ya esa noche las coordinadoras blancas comenzaron a juntar alimentos no perecederos para los obreros que ocuparon las fábricas.
De allí fuimos al Palacio. La sesión se interrumpió, y dio lugar a una solemne de despedida. Había llegado la hora. No creo que haya en la historia de país alguno un episodio de esa fuerza épica y romántica al mismo tiempo. El Parlamento disuelto sesionaba. Le hablaba a la historia. Presidía el senador Eduardo Paz Aguirre (Lalo), ya que el vicepresidente Jorge Sapelli no estaba en el Palacio, a pedido de varios, Wilson entre otros, para dejar marcada su oposición al golpe en el Consejo de Ministros. Hubo que traer al convaleciente Carminillo Medero (en pijama con un sobretodo encima) para asegurar el quórum. Teníamos todo previsto para sacar a Wilson al terminar su discurso. Pero corríamos riesgo de dejar al Senado sin número. Llevé una esquela de Wilson a Lalo que estuvo de acuerdo en permitir la prematura partida de Wilson, antes que culminara la sesión.
Luego, el episodio más recordado cada año: el célebre discurso de Wilson perpetuado en celuloide blanco y negro. Tras anunciar que su Partido se consideraba en guerra contra el señor Bordaberry, enemigo de su pueblo, y sus cómplices concluye: “Los señores senadores me permitirán que yo, a pesar de que la hora exige emprender la restauración democrática republicana como una tarea nacional, haga una invocación que resulta ineludible a la emoción más intensa que dentro de nuestra alma alienta, y me permitirán que antes de retirarme de Sala, arroje a los autores de este atentado el nombre de su más radical e irreconciliable enemigo, que será, no tengan duda, el vengador de la República: ¡Viva el Partido Nacional!”.
Luego, visiblemente emocionado, se levanta, abraza a un joven que aguardaba a sus espaldas y se va. Aunque parezca mentira, el joven de esa imagen histórica tantas veces repetida por televisión, con algunos años y unos cuantos kilos de menos, era yo. El Ñato Rodríguez lo abraza y le dice que ya comenzaba la Huelga General. Lo que ya le había dicho Pepe D´Elía durante el día.
Rápidamente nos dirigimos a la salida. Varios jóvenes acompañan a Wilson, vivando su nombre. Al llegar a la puerta del Senado por la que entraba y salía todos los días desde hacía más de veinte años, se nos heló la sangre. Un brazo uniformado se interpuso en el camino y con la mano derecha tomó el brazo izquierdo de Wilson. Todos manoteamos un arma (aunque los jóvenes de hoy no lo puedan creer, en el Uruguay de entonces andábamos armados). El protagonista era José Antonio Grasso, el policía que cuidaba esa entrada. A diario, apenas nos saludábamos. Con la voz cortada dijo a Wilson: “Mi casa es muy humilde, pero allá no lo van a ir a buscar”. Vuelta la democracia, lo ascendieron con honores.
Afuera aguardaban dos autos con los motores encendidos. Uno, el de Wilson, un Escort blanco modelo 71, con Enrique Cadenas al volante. El otro, un Peugeot conducido por su dueño, Ignacio Posadas. Ambos serían senadores veinte años después fuera del wilsonismo. La improvisada multitud fingió acompañar a Wilson al primero de los autos mientras él se escabullía al segundo.
Yo subí al Escort, y apenas comenzamos a alejarnos vimos que nos seguía un vehículo militar de los que llamábamos “camellos”. Avanzamos hacia Pocitos, y al llegar a la Rambla y Pereira, otros dos vehículos se incorporaron, uno se puso delante del nuestro, los otros dos permanecían detrás, hasta que el primero se detuvo. Nos hicieron poner las manos sobre la cabeza, abrir las piernas a la intemperie, aun cuando el viento de la madrugada empezaba a helarnos. Sólo querían saber dónde estaba Wilson. Permanecimos en silencio -por lo demás, no sabíamos dónde estaba- hasta que cuando amanecía nos dejaron ir.
Muy pocos de los arreglos que habíamos hecho por la tarde anduvieron bien. Ricardo Vidal Araras había conseguido un barquito que intentaría llevar a Wilson y Susana a Buenos Aires. Pero apenas embarcaron en el Puerto del Buceo, las fuerzas navales cerraban el mismo. Pasaron la primera noche en la pequeña cabina del barco. A la tardecita siguiente, sin haber comido desde el 26, dejaron el puerto con dificultad. Fueron llevados por Petit Rachetti a su casa, donde varios amigos rearmaron con ellos los planes.
La salida iba a ser en la avioneta que piloteara su dueño Jorge Henderson, desde el aeropuerto de El Jagüel. Hoy allí se erige un monolito recordatorio. Al Este fueron en tres vehículos, uno de ellos prestado por la empresa Martinelli. En esa época, el que arriesgaba tenía todo para perder y nada para ganar. En el primero iba mi padrino Carlos Burmester, dueño de la casa a la que iban, un batllista radical que se había jugado medio siglo antes en Paso Morlán. En el segundo, viajaba mi madre con el hijo de Rachetti, casado luego con una prima mía. En el último automóvil iba Pepe Radiccioni. Si había algún problema con el primer auto, el segundo debía girar bruscamente para dar tiempo a Radiccioni de huir con Wilson. No hubo problemas hasta que llegaron a Punta del Este.
Pasaron la primera noche en el chalet Zapicán, que conserva su nombre, mientras aquél, en el que pasaron la noche, en la Avenida de las Palmeras a metros del Puerto de Punta del Este. Cuando el día 28, un amigo golpeó la puerta para arrimar algo caliente para comer, una vecina anónima salió al cruce creyendo ayudar: “Ahí no hay nadie”. Y como se ignorara su advertencia, cruzó a los gritos: “Váyase, mándese mudar, fuera, fuera de ahí”. Ahí comprendieron. Este viejo partido, revoluciones había hecho, pero sobre la clandestinidad no tenía la menor idea. Se fueron a una cabaña de un tío en Laguna del Sauce. Allí los sorprendió la tercera noche.
Al otro día salieron de El Jagüel. Nadie pudo convencer a mamá de que se fuera luego, asumiendo menos riesgos. “No dirás que te he dado una vida aburrida”, dijo Wilson a mamá cuando se tiraban al piso de la avioneta en movimiento.
Dieciséis años después, cuando los restos de Wilson eran velados por una multitud en la Catedral Metropolitana, hubo un instante de soledad. Susana quedó sola frente al impresionante féretro de bronce. El Padre Walter da Silva, se acercó a ella. “Susana, venga a la sacristía, se sienta un momento que le preparé un té caliente”, le dijo. Cuenta que mamá lo miró sorprendida, con una sonrisa que no disimulaba su dolor, y muy suave le dijo: “No, padre, gracias. No me separé de él un minuto desde que nos casamos, ¿por qué lo voy a dejar ahora?”.
Efectivamente así fue, no se separó de él. El episodio con el que comienzo esta historia es uno de los más contados de aquellos días. Figura en textos de historia contemporánea, en la biografía de Wilson escrita por César Di Candia y en el hermoso texto para niños de Roy Berocay. La avioneta declaró viajar a Paysandú con Henderson como tripulante y único pasajero. Cuando llegaban a Paysandú, cruzaron el Río Uruguay para aterrizar en Don Torcuato. Sin documentos, sin autorización de vuelo, el nerviosismo de los aduaneros se serenó al constatar quiénes eran. En pocos minutos llegó el doctor Esteban Righi, ministro del Interior del gobierno peronista de Cámpora, quien los acompañó al hotel. Comenzaba el exilio.