Por Sandra Russo
(Imagen: Miguel Seba)
La media cara de Milagro Sala que circula por este país y el mundo –se la pudo ver en las calles de Roma, Madrid, París, y Amsterdam esta semana– fue hace siete años la cara completa de una dirigente social de rasgos coyas, la cara morena y latinoamericana que el relato de la Argentina “normal” había desplazado y reemplazado por otros rasgos étnicos, fabricando la falsedad de que los argentinos somos un subderivado europeo en una región donde el hedor de América, como entendió Rodolfo Kusch, está controlado, disciplinado y colocado en el altar subterráneo del vencido.
Esa cara completa es la que el fotógrafo Seba Miquel retrató en Rosario, en 2010, cuando dos columnas de diversos antiguos pueblos se encontraban y fundían en el recorrido de lo que fue la Marcha de los Pueblos Originarios, que el 10 de mayo de aquel año cubrió la Plaza de Mayo de un paisaje sobrecogedor. Miquel ya había llevado a cabo su ensayo sobre la Tupac Amaru, AbyaYala, Los hijos de la tierra. Pude ver ese magnífico trabajo cuando unos meses después se expuso en el Palais de Glace. Yo venía de trabajar en el libro Jallalla, que se publicó ese mismo año, y lo primero que me estremeció fue el blanco y negro. Porque en esas fotos sobre Milagro y sobre los oficios de los tupaqueros, sobre su modo de vida comunitaria y su mística política que hace confluir al Che, a Evita y a Tupac Amaru, Miquel hacía que el blanco y negro funcionara además en otro plano agregado a los que sostienen al blanco y negro como una posición estética.
El blanco y negro no es solamente un tratamiento fotográfico ni una opción por un estilo ni una pasión vintage. No se trata sólo del blanco y negro de lo que se fotografía, sino del blanco y negro que surge de la mirada del fotógrafo, de lo que ve y quiere mostrar. En el trabajo de Miquel, ese blanco y negro iba además a otro punto. La Tupac Amaru tiene colores muy poderosos. Yo los tenía absolutamente frescos cuando vi esa muestra. La vida cotidiana tupaquera en aquel esplendor tenía una gama que iba de la difuminación de los colores pasteles que se concentran en el Cerro de los Siete Colores, al sepiado color cal de las camisas, de los hornos, de los bloques de cemento, y hasta de las caras coyas en esa interrupción de lo cotidiano que es el carnaval. Son los colores de aquellas columnas imponentes, esas manifestaciones del color de la obra en construcción, de la ropa de trabajo, de sus banderas blancas componiendo un paisaje muy poderoso, muy nuevo, de sujeto político ya desobjetivizado, como siempre fue la pretensión del statu quo oligarca. Hasta un relato científico circulante en la época apoyaba la idea que los indios eran algo menos que personas. Era necesario aquel relato para exterminarlos, explotarlos y desposeerlos con la bendición de los obispos.
En 2010 yo venía de ver frecuentemente esos colores, y algo en esa paleta me había calado muy hondo. Había visto en el Alto Comedero, además, a las amautas que llegaban de La Paz y del Cuzco hacer sus ritos a la Pachamama y a Inti. Sus colores apabullaban. La Tupac Amaru de esa etapa estaba llena de un vigor extremo, y en el barrio volaba el blanco de la cal y el cemento, y se iba esfumando hacia arriba, donde las hileras de casas se reproducían pintadas de amarillos, ocres, verdes, rosados, pero apaciguados, y coronados por sus tanques de agua, tatuados con la imagen de Tupac Amaru.