Ismael Weinberger: una vida de compromiso con las causas populares, y otra víctima de la dictadura
MONTEVIDEO (Uypress/por su hija Marina Weinberger)
27.07.2024
Si esto es literatura testimonial o no, deberán decidirlo los lectores. Pretendo solamente ser la voz de mi padre, después de que se le terminaran las palabras. Creo que él lo permitiría, y aunque me quedan dudas sobre su consentimiento, decidí que su testimonio, aunque individual, se debe también al colectivo, porque esa fue la razón de su vida.
Murió de verdad hace veintiséis años. Ya antes, muchas muertes había él resucitado. Dicen los que lo conocieron que era un hombre bueno, periodista y revolucionario.
Me detuve a analizar si una admiración desmedida o una percepción alterada de mis recuerdos infantiles y juveniles no hacen al testimonio familiar perder valor. Si así fuera, mis disculpas, pero no puedo modificar el curso de mis recuerdos, ni evitar transmitir los valores más queridos que él me entregó. Le debo la convicción de que en el mundo hay muchos hombres buenos y hace falta que se cuenten sus historias.
Seguramente, todos los uruguayos que vivimos esos años los asociamos a nuestra historia personal. Sabemos de memoria la edad que teníamos sin necesidad de calcularla, qué estábamos haciendo cuando se trasmitió la noticia del golpe de Estado y hasta como estaba el tiempo ese día de invierno en Montevideo. Veníamos llevando desde hacía años, la cuenta de amigos y familiares presos, de los que podían escaparse al exterior y de los que se tenían que ir por la pérdida de sustento
económico.
Ir al liceo era riesgoso. Allanamiento en los locales de estudio, gente armada mezclada en los grupos de clase, entradas intempestivas de policías o soldados en las aulas, llevando compañeros de quince o dieciséis años presos. Gases, corridas, golpes, enfrentamiento de tanques y caballos contra la gente, jóvenes, algunos casi niños.
Huelga general desde el momento del golpe (27/6/73), fábricas y centros de estudio ocupados. Clausura de diarios y publicaciones, censura de todo tipo, películas, programas radiales, planes de estudio, libros, eran las vivencias cotidianas.
El Popular (diario del Partido Comunista), estuvo clausurado, y cuando pudieron volver a sacarlo, a papá le asignaron la tarea de ser el redactor responsable. En ese tiempo, más que un mérito, un compromiso peligroso.
Como respuesta al famoso llamado de "a las cinco de la tarde", los ómnibus descargaban gente de todas las edades en las paradas del centro de Montevideo. El nueve de julio de ese año encontró a la calle 18 de Julio llena de gente corriendo, tratando de esquivar caballos al mando de soldados con órdenes de represión, desesperados buscando hijos, hermanos o compañeros. Un pueblo manifestándose en contra de la dictadura militar impuesta fue castigado nuevamente.
En El Popular irrumpieron arrasando todo, incluso los trabajadores quedaron literalmente bajo las botas de los soldados, que así los llevaron y encerraron en el Cilindro Municipal, clásico estadio de básquetbol montevideano que usaron de prisión.
Me acuerdo de todo. Las visitas a través del alambrado. Aurelio (fotógrafo legendario), ingeniándose para entrar a verlos, simulando ser el verdulero o el encargado de llevar leña. En ese momento, a pesar de años de despedidas y llantos, no imaginamos la magnitud de lo que ya pasaba, y lo que se estaba preparando. Se hizo la noche sin aviso. Miedo, clandestinidad, persecución, dolor y muerte como nunca hubiéramos imaginado, enfrentando la dignidad de nuestra gente.
Miradas cómplices, poemas y canciones, se opusieron como se pudo al terror. Resistió la Carta Popular, continuación clandestina de El Popular que sus periodistas seguían imprimiendo, llegando a manos del pueblo. Destierro, destrucción cárcel y tortura, contra la unión de la resistencia y solidaridad de personas comunes que defendían el sueño de un mundo para todos. Ni un día se dejó de resistir la dictadura.
Pueblo organizado en forma clandestina y en el exilio, en la CNT (central única de los trabajadores, hoy PIT-CNT), la FEUU (federación de estudiantes universitarios), el Frente Amplio, y otras organizaciones políticas y sociales, junto a miles de uruguayos que a su manera contribuían a riesgo de sus vidas, apoyando, escondiendo perseguidos. Y así Uruguay amanecía con sus muros pintados, volantes y publicaciones; en las calles, en los liceos, lugares de trabajo, voces de la resistencia. A un costo de decenas de miles de presos, exiliados, asesinados, desaparecidos. América arrasada otra vez.
Al inicio de 1976 papá, que estaba clandestino, se arriesgó a venir a casa por mi boda. Esa madrugada de verano lo secuestraron con un operativo desplegado en una tranquila zona de Malvín, dispuesto como para capturar a un comando de guerra armado hasta los dientes, y no a un tipo de 47 años en pijama y sin más armas que sus palabras. No volvió hasta ocho años después. Un año desaparecido. Todas las semanas fuimos durante meses, a esperar horas, deseando que en el papel con algunos nombres que leía un soldado apareciera el del ser querido. Recuerdo que una de ellas era la esposa de Bleier, que se negaba a aceptar la noticia que nos llegó a muchos, de que lo habían asesinado.
El primer bolso lo recibimos cuando apareció su nombre luego de meses de esperar horas en la puerta de una región militar del Prado. Contenía su ropa en harapos, que evidenciaba una impunidad total y advertencia a los familiares. Fue pasando de cuartel en cuartel, el infierno, las colgadas, el silencio. La resistencia. En nuestra memoria vive indeleble la imagen de papá con treinta kilos menos y la vista perdida como la de un ciego, por estar meses vendado.
Comunista y judío eran condiciones agravantes. Era en verdad el infierno. Con sucursales para la tortura. En el cuartel de La Paloma las cosas no fueron muy diferentes. Tres palizas diarias para empezar, compañeros muertos con explicaciones inverosímiles. Había que sobrevivir como fuera. Los alimentos en nuestros bolsillos, los pedacitos de chocolate que mamá llevaba a la visita, deseando que estuviera un sargento que hacía la vista gorda en la revisación, o que el soldado que vigilara la mesa que teníamos en el medio fuera aquel alumno que la tuvo como maestra en la escuela del Cerro, y que bajaba la cabeza cuando la veía, A riesgo de su propia seguridad, el soldado casi niño aun, permitía que lo que lleváramos lo comiera, más que con gusto con desesperación. De La Paloma al penal. Sacado a escondidas por su abogado, Moisés Sarganas, leímos en el juzgado militar de 8 de Octubre y Jaime Cibils parte de sus declaraciones ante la justicia militar. Recuerdo una frase que decía algo así «escribí para 'CARTA' porque consideré que era mi forma de apoyar a los trabajadores».
En el penal de "Libertad" (aunque parezca broma el nombre), donde vidrio y teléfono por medio nos repartíamos los treinta minutos de visitas, nos recibían con la frase de bienvenida que veíamos en la sala de espera de visita a los presos, donde lucía escrita en un gran cartón: «acá se viene a cumplir». Con el 2211 en la espalda del mameluco gris y la cabeza rapada, parados de espaldas a los niños, sus nietos no reconocían al abuelo en las visitas especiales que tenían anualmente.
El acoso permanente, las requisas de celdas, el encierro en «la isla» para las sanciones. La odisea de los familiares para entrar. A veces, después de pasar por todas las revisaciones avisaban que el preso tenía la visita suspendida. Las pastillas de BPC (proteína de pescado) que dejaban llevar seguramente porque se asemejaban a comida de perro y tenían un olor asqueroso (había que ir un día por semana a la Facultad de Veterinaria a las 5 de la mañana a comprarlas, porque se hacían pocas). Amanda (que podría haber estado en Auschwitz) disfrutaba anunciando la suspensión de las visitas y a la que Gerardo, nuestro hermano de diez años con síndrome de Down, odiaba y enfrentaba cuando le tocaba visita. Guardo los documentos que muestran la solidaridad en todos los idiomas.
Guardo sus cartas y las carteras que trenzó. Guardo la paloma surgida de un trozo de hueso, que reclamaba paz. Guardo un corazón hecho de papel higiénico que nos llegó, al año de su desaparición, escondido en los restos de ropa que nos entregaron, gritando los harapos el tormento padecido. Pero sobretodo guardo su risa, la esperanza transmitida y las palabras escritas en el corazón rasgado en un baño de cuartel: besos a todos, "ánimo". Confío en él y en la bandera que nos pasó, y aunque a veces nos cueste sostenerla, surgirán siempre manos que no la dejarán caer.
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias