Por Agustín Lewit
Además de la campaña por las elecciones departamentales, el escenario político uruguayo se vio afectado en las últimas semanas por el comienzo del tratamiento formal de la posible adhesión del país al Acuerdo sobre Comercio de Servicios (TISA, por sus siglas en inglés), lo que despertó el alerta en algunos sectores sociales y amenaza con ser una fuente de discordia al interior del propio Frente Amplio.
En resumidas cuentas, el TISA es un tratado multilateral que promueve la apertura y liberalización del comercio de servicios, asegurando, entre otras cosas, que las empresas extranjeras obtengan el mismo trato que las nacionales e imponiendo, además, fuertes límites a la capacidad regulatoria de los Estados. El acuerdo fue impulsado en 2012 por algunos miembros de la Organización Mundial del Comercio –con EE.UU. y la Unión Europea a la cabeza (ambos, principales exportadores de servicios)– y cuenta ya con la adhesión de más de 24 Estados, entre los cuales también están Japón, Israel y –más cerca– los cuatros miembros de la Alianza del Pacífico: Chile, Perú, Colombia y México.
Como es de suponer, detrás de los países promotores está la presión de poderosas corporaciones internacionales del sector financiero, energético y de telecomunicaciones, entre otras, que ven en el TISA una jugosa herramienta para acceder con excelentes condiciones a lugares donde hoy no pueden o se les complica operar. Los servicios sobre los cuales aplicará el convenio componen un amplio arco que incluye desde el transporte hasta el sector financiero, pasando por la industria energética, el ocio, la salud y la educación.
De acuerdo a lo poco que ha trascendido, una vez adentro cada país podrá decidir qué servicios liberar, argumento con el que muchos gobiernos intentan conjurar las voces críticas que vaticinan una extranjerización masiva de las economías. Los funcionarios uruguayos no han sido la excepción y han aclarado que el país no renunciará al monopolio que detenta tanto en la telefonía como en la refinación de combustible. Sin embargo, se sabe: en este tipo de convenios, los gobiernos –sobre todo los de los países más pequeños– cuentan con un muy escaso margen de negociación. Más grave aún, hay un consenso –fijado por los socios mayores, claro– para que el porcentaje de liberalización ronde el 90 por ciento.
Los sindicatos uruguayos ya hicieron público su rechazo a la posible incorporación de Uruguay al acuerdo, argumentando que pondrá en peligro miles de fuentes de trabajo. Algo parecido expresaron las tendencias más izquierdistas del FA. Por el lado de los defensores, las voces más altisonantes fueron la del actual ministro de Economía, Danilo Astori, y la del canciller Nin Novoa –ambos de fuerte extracción liberal–, quienes, echando mano a argumentos ya escuchados en décadas pasadas, defendieron el aperturismo aduciendo los peligros que supondría quedar afuera del convenio.
Aunque aún no se sepa cuánto, el tema traerá repercusiones en el interior del Mercosur, espacio –por lo demás– en el que Uruguay ya no se cuida de expresar su incomodidad. En efecto, en los dos meses que lleva el mandato de Tabaré Vázquez abundaron los gestos críticos de su gobierno hacia el bloque mercosuriano –pidiendo insistentemente, por ejemplo, flexibilización de las normas para permitir buscar nuevos horizontes–, dejando en evidencia que el Mercosur es hoy más un obstáculo que una contención.
Es cierto que en las persistentes quejas de los socios menores del bloque –Uruguay y Paraguay– hay algo de justicia. Pero también es verdad que vuelve a asomar una inclinación de Tabaré por asociarse con las potencias –recordemos el fallido intento de un TLC con EE.UU. en su primer mandato– como si allí no hubiera desigualdades que temer.
En términos geopolíticos, la entrada de Uruguay al TISA debe leerse como un paso atrás en la búsqueda de soberanía e independencia frente a las potencias que ha caracterizado –con altibajos, es cierto– la coyuntura regional de los últimos años. Al mismo tiempo, el espíritu librecambista del TISA –con el antecedente de la crisis económica mundial de 2008 provocada por la hiperdesregulación del sistema financiero– marca un notorio contraste con el pulso estatizante que surcó la última década larga en la región y que permitió, a partir de la recuperación estatal de áreas claves –como el sector energético y la seguridad social, por ejemplo– generar mejores condiciones de distribución de la riqueza.
En cualquier caso, lo de Uruguay y el TISA es otro llamado de atención a un proceso de integración regional que –como mínimo– parece haberse amesetado. Cuáles son las debilidades y los desafíos pendientes de dicho proceso es una pregunta ineludible. Como sea, una cosa queda clara: o la región avanza en la integración económica –el Banco del Sur resulta imprescindible– o los países del sur volverán a sucumbir sin reparos a la voracidad del capital internacional.
*Investigador del Centro Cultural de la Cooperación. Periodista de Nodal.