Por Álvaro Irigoitía
Enero 2, 2017
Casi todas las crisis financieras en una economía de mercado tienen en su sino la especulación y la ambición desmedida de los agentes que las generan. El interés de las personas o entidades de maximizar sus ganancias con los recursos y las herramientas disponibles los lleva a asumir riesgos estudiados y debidamente resguardados, y otras veces deliberadamente negligentes o con signos fraudulentos. En muchos casos esos impulsos individuales no llegan a expandirse por la acción efectiva de reguladores atentos, o por salvaguardas del propio sistema que impiden el contagio de situaciones potencialmente distorsivas del funcionamiento saludable de los mercados.
Pero cuando la innovación financiera avanza a un ritmo muy superior al de la normativa que fija las reglas, y al mismo tiempo coincide con autoridades reguladoras lo suficientemente flexibles o confiadas en la autocontención de los agentes, el resultado debería ser previsible... y difícilmente positivo.
Eso fue lo que el sistema financiero de Estados Unidos (EE. UU.), a fuerza de crédito barato y escasa regulación, gestó: una burbuja inmobiliaria que se evidenció en el segundo semestre de 2007, estalló en 2008 y se expandió por el mundo a la velocidad de la luz o –más acorde a nuestros tiempos– de internet.
Un fenómeno que comenzó a tomar forma en los años 1990 y que tuvo una década de auge tras la desregulación de los mercados a comienzos de los años 2000 –tras los atentados del 11 de setiembre de 2001–, alcanzando proporciones suficientes para hacer colapsar todo el sistema financiero y arrastrar consigo a instituciones centenarias, a la economía real y a todo el mundo desarrollado.
A influjo de una tasa de interés históricamente baja garantizada por la Reserva Federal dirigida por Alan Greenspan, el mercado inmobiliario de EE. UU. registró un desarrollo explosivo sustentado en créditos otorgados por las principales entidades hipotecarias federales. El sistema se retroalimentó con grandes paquetes de hipotecas de baja calidad agrupados en bolsones (CDO, obligaciones colateralizadas por deuda) que luego eran ofrecidos al mercado por los bancos de inversión con promesas de rentabilidad elevada. El proceso contó, incluso, con la permisividad –o complicidad– de las agencias de calificación de riesgo.
El negocio fue redondo mientras el valor de los inmuebles crecía junto con la economía. Pero cuando los riesgos crediticios aumentaron y la inflación comenzó a calar los bolsillos, los impagos inmobiliarios y las dudas sobre la solvencia de los papeles hipotecarios subprime se instalaron en un sistema que ya estaba completamente contaminado. Cuando eso sucedió, la debacle fue imparable, y la recesión, inevitable.
El hecho cambió también para siempre la fisonomía de Wall Street y dejó en el pasado el reinado de los grandes bancos de inversión. Unos cayeron en bancarrota, otros debieron fusionarse, otros más fueron rescatados con dinero público y todos cambiaron para siempre su estructura empresarial.
El epítome de ese proceso fue la caída de Lehman Brothers el 15 de setiembre de 2008, el tiro de gracia a un modelo caduco que arrastró consigo a decenas de instituciones centenarias.
En Uruguay, el desencadenante de la crisis coincidió con la salida de Danilo Astori del Ministerio de Economía para dedicarse a liderar su sector, con miras a las elecciones de 2009, siendo sustituido –tres días después de la caída de Lehman Brothers– por Álvaro García.
La economía local había logrado capitalizar la turbulencia de los mercados en el primer semestre a través del precio de los commodities, que se convirtieron en un activo de resguardo ante las dudas sobre la salud de los mercados financieros. Ese año la actividad creció 7,2 % y si bien el impacto real se sintió en 2009, con una desaceleración a 4,2 %, un entorno macroeconómico local todavía saludable y una demanda emergente sostenida permitió que no se registrara ningún trimestre de caída.
Uruguay sorteó así con éxito la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión de la década de 1930, pero las secuelas sobre la economía global aún se sienten. Casi una década después las bajas tasas de crecimiento todavía lastran las economías de Europa –que también tuvo sus propios episodios turbulentos con el crac hipotecario español y la crisis de deuda de los países periféricos– y EE. UU. aún no ha logrado consolidar el crecimiento sin estímulos monetarios.
Las economías emergentes, como China, tomaron la posta en los años posteriores para apuntalar el crecimiento mundial. Pero es una incógnita hasta cuándo podrán sostener esa tarea. Y si no serán ellas quienes den a luz el próximo terremoto.