Feb 12, 2017
El caso Odebrecht podría ser la oportunidad para abrir la caja de pandora y buscar estas conexiones entre los negocios transnacionales y las políticas neoliberales. Pero de eso no se ocupará el Departamento de Justicia estadounidense.
A fines de 2016 adquiere visibilidad uno de los casos “más escandalosos” de corrupción en América Latina, que vincula a la empresa brasileña Odebrecht con diferentes gobiernos de la región. Se trata de una de las empresas de ingeniería y construcción más importantes, que opera desde 1944 -con sede en Brasil- y que en las últimas décadas realizó grandes obras de infraestructura en el marco de licitaciones públicas ganadas en varios países. Las coimas de Odebrecht son uno de los indicios que surgen del caso abierto en Brasil contra Petrobrás denominado Operación Lava-Jato, en el que se puso en evidencia el soborno por parte de empresas constructoras tanto a Petrobrás como a políticos de turno y que fue el punto de partida para el golpe de Estado “institucional” contra la presidenta Dilma Rousseff.
La investigación comenzó en el Estado de Curitiba, pero es el Departamento de Justicia de EEUU el que en diciembre de 2016 estableció una multa de 3.5 mil millones de dólares a Odebrecht, por haber pagado 788 millones de dólares en coimas para lograr nuevos contratos y mantener contratos anteriores con el sector público de 10 países de la región además de Brasil: Guatemala, México, Argentina, Venezuela, Panamá, Perú, Ecuador, República Dominicana y Colombia.
El caso Odebrecht podría ser la oportunidad para abrir la caja de pandora y buscar estas conexiones entre los negocios transnacionales y las políticas neoliberales. Pero de eso no se ocupará el Departamento de Justicia estadounidense.
A fines de 2016 adquiere visibilidad uno de los casos “más escandalosos” de corrupción en América Latina, que vincula a la empresa brasileña Odebrecht con diferentes gobiernos de la región. Se trata de una de las empresas de ingeniería y construcción más importantes, que opera desde 1944 -con sede en Brasil- y que en las últimas décadas realizó grandes obras de infraestructura en el marco de licitaciones públicas ganadas en varios países. Las coimas de Odebrecht son uno de los indicios que surgen del caso abierto en Brasil contra Petrobrás denominado Operación Lava-Jato, en el que se puso en evidencia el soborno por parte de empresas constructoras tanto a Petrobrás como a políticos de turno y que fue el punto de partida para el golpe de Estado “institucional” contra la presidenta Dilma Rousseff.
La investigación comenzó en el Estado de Curitiba, pero es el Departamento de Justicia de EEUU el que en diciembre de 2016 estableció una multa de 3.5 mil millones de dólares a Odebrecht, por haber pagado 788 millones de dólares en coimas para lograr nuevos contratos y mantener contratos anteriores con el sector público de 10 países de la región además de Brasil: Guatemala, México, Argentina, Venezuela, Panamá, Perú, Ecuador, República Dominicana y Colombia.
Se trata de una de las multas más caras de la historia, y EEUU se quedará aproximadamente con el 15% del monto total. ¿Qué es lo que conduce al Departamento de Justicia estadounidense a dedicarle tiempo y recursos a la lucha contra la corrupción en América Latina? ¿Cómo interviene EEUU en el curso adquirido por el Lava-Jato, que ahora implica a varios gobiernos de América Latina a través de las coimas de Odebrecht? ¿Es Odebrecht la única empresa implicada en la red de corrupción que se devela?
Cómo se construye el caso y cómo se publica
El caso Odebrecht incumbe a la justicia estadounidense al enmarcarse en la enmienda de 1998 a la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero de 1977. Esa enmienda dispuso que pudieran investigarse y sancionarse empresas y personas extranjeras que causaran directamente o a través de otros agentes, actos de corrupción y pago de coimas en territorio estadounidense. La empresa Odebrecht ha realizado obras de infraestructura en Florida, Luisiana y Texas.
Sin embargo, el modo en que se lleva a cabo la investigación y la manera en que se publicó en los medios despierta algunas dudas: se ha acusado a gobiernos sin dar a conocer las pruebas, a la vez que se exige “colaboración” con la justicia estadounidense para resolver el caso. Como si América Latina estuviera de hecho bajo jurisdicción estadounidense. Lo interesante es que gobiernos como el de Perú o el de Panamá inmediatamente aseguraron que colaborarían con todo lo que sea solicitado desde EEUU.
Pero sin dudas el líder en colaboración es Brasil. Hace varios años que la Justicia brasileña viene “trabajando en conjunto” con expertos estadounidenses. Un ejemplo de esto es que el principal juez de la causa Lava Jato, Sergio Moro (hoy fallecido trágicamente) participó activamente en un curso de “formación” de personal de Justicia en la lucha contra la corrupción auspiciado por EEUU.
Se denominó “Proyecto Puentes: construyendo puentes para la aplicación de la ley en Brasil” (2009) y asistieron jueces de los 26 estados brasileños además de 50 policías de todo el país, incluidos participantes de México, Costa Rica, Panamá, Argentina, Uruguay y Paraguay.
Según lo publicado en un documento secreto filtrado por Wikileaks, entre los objetivos del programa estaban “la investigación y penalización de casos de lavado de dinero, incluido la cooperación entre países, confiscación de bienes, métodos para extraer pruebas, negociación de delaciones…” y una de las conclusiones a las que se llegó es que “el sector judicial brasileño está muy interesado en luchar contra el terrorismo, pero necesita herramientas y entrenamiento para utilizar la fuerza eficazmente (…) los jueces especializados dirigirán los casos de corrupción más significativos que impliquen a individuos de jerarquía”.
Considerando esto, puede decirse que, por un lado, Sergio Moro fue uno de los mejores alumnos del Programa y cumplió al pie de la letra con los objetivos. Por otro lado, este tipo de “colaboraciones” entre el gobierno estadounidense y los poderes judiciales en América Latina tiende a propagar una forma y contenido de justicia particular, con una fuerte tendencia a la judicialización de la política.
Esta tendencia se materializó en Lava Jato (y el juicio a Rousseff, quien padeció sospechas nunca confirmadas sobre su participación en la Operación y a quien se la destituyó por otra causa) y que ahora se reproduce a nivel regional con el caso Odebrecht, que tal como se presenta parecería implicar única o particularmente a los gobiernos progresistas.
Los tentáculos de Odebrecht: caso Ecuador
Desde ese lugar se han comprendido las denuncias sobre Odebrecht en Ecuador, culpando directamente la gestión de Correa. La delación de Marcelo Odebrecht ante la Justicia norteamericana reveló el pago de coimas para la contratación de obras en Ecuador por 33 millones de dólares. El fiscal general de Ecuador, Galo Chiriboga, manifestó que la Justicia está actuando y ha solicitado de manera soberana que EEUU entregue toda la información sobre las personas que recibieron los sobornos. Por ahora, el único que se confesó culpable es el propio Odebrecht.
Es importante recordar que el presidente Rafael Correa expulsó en 2008 a la firma Odebrecht y le impuso un conjunto de exigencias para contratar en Ecuador, tras lo cual sólo regresó en el 2010 firmando un acta de compromiso para ser contratista. En la actualidad el único contrato vigente de la constructora brasileña es la segunda fase del metro de Quito, cuyo proceso de contratación fue realizado de forma pública, donde tuvo participación el alcalde de dicha ciudad, opositor al gobierno de Alianza País.
Caso Colombia
El tratamiento no es igual para casos como el de Colombia, que debería estar en el “top ten” de la corrupción. Y decimos esto porque las coimas de Odebrecht son pequeñas comparadas con los negociados de Uribe y empresas estadounidenses. En el mes de diciembre salió a la luz que altos funcionarios del gobierno de Alvaro Uribe (2002-2010) recibieron 6.5 millones de dólares a cambio de la concesión de millonarios contratos con la firma Odebrecht.
La noticia se presenta como un escándalo mayúsculo, y sin embargo es de poco peso si lo comparamos con los casos de corrupción de las estadounidenses Glencore, CB&I y Foster Wheeler, que según el gobierno de Santos desfalcaron por más de 1 mil millones de dólares a la estatal petrolera colombiana Ecopetrol, en los contratos de modernización de la refinadora de petróleo de Cartagena-Reficar entre 2008 y 2014.
Según la demanda interpuesta por el propio gobierno, se trataba de una obra de construcción presupuestada en 3.7 mil millones de dólares, por la cual el país terminó pagando cerca de 8 mil millones. Sobre esto los amigos anticorrupción del norte nunca advirtieron y hoy no dicen nada, aunque estamos hablando del desfalco más grande del siglo en el país.
De la misma manera, Andrés Felipe Arias exministro de agricultura del gobierno de Uribe, prófugo de la Justicia por desfalcar a la nación por más de 30 billones de pesos (10 mil millones de dólares) está como solicitante de asilo en Miami, sin que la Justicia norteamericana se indigne por los hechos de corrupción y lo regrese al país a cumplir la pena de 20 años de prisión interpuesta por la Corte Suprema de Justicia. Parece claro que el gobierno estadounidense asila a algunos corruptos mientras denuncia a otros.
El escándalo más grande de corrupción en América Latina no puede terminar, en Colombia, con unos pocos implicados y preguntas sin responder. La claridad es esencial.
Era apenas lógico que, en medio de una campaña presidencial cerrada y sin un ganador fijo, la multinacional Odebrecht, en su avalancha de sobornos a lo largo y ancho de América Latina, intentara quedar en buenos términos con ambos aspirantes. A las preocupantes confesiones en torno a una presunta financiación de la constructora al asesor de la campaña de Óscar Iván Zuluaga se suman ahora las sospechas sobre dineros que, según el procesado Otto Bula, fueron a la campaña de reelección del presidente Juan Manuel Santos. Son varios los comentarios pertinentes en un caso que necesita respuestas completas.
Lo primero es que fue irresponsable y lamentable la respuesta del secretario de la Transparencia, Camilo Enciso, al utilizar la primera respuesta oficial del Gobierno para culpar a la oposición de estar orquestando un complot contra el presidente Juan Manuel Santos. ¿En qué se diferencia esa estrategia, que sin aportar pruebas enloda el ejercicio de la Justicia, de las actitudes del Centro Democrático que han sido tan cuestionadas por el mismo Gobierno? ¿Hasta cuándo en el país todos los escándalos van a ser tildados de “persecución”? Más preocupante aún que se haga desde el mismo Estado y se perpetúe esa manera de enfrentar los procesos.
No puede pretender el Gobierno sacudirse de inmediato de las dudas que se presentan en este caso deslegitimando el testimonio de Bula, por muy bandido que éste sea. Mejor fue, en ese sentido, la declaración del presidente Santos en su cuenta de Twitter al pedir “una investigación a fondo lo más rápido posible para que salga a la luz pública toda la verdad en caso Odebrecht”.
Sobre todo porque, como bien lo explicó el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, hay prueba de que el millón de dólares del que habla el exsenador procesado sí entró al país: “Se conoce que -dijo el fiscal- esos flujos financieros de Odebrecht y que vinieron desde Brasil en efecto llegaron a Colombia y se monetizaron”. Sobre lo que sólo hay evidencia circunstancial es que ese dinero llegó a la campaña Santos Presidente.
Por eso, la remisión del caso al Consejo Nacional Electoral por un posible delito electoral era la medida indicada. Esperamos que esa entidad, de naturaleza política, demuestre independencia y capacidad de llegar verdaderamente al fondo del caso para que el país entienda lo que sucedió.
La inicial, porque la Fiscalía debe continuar liderando la investigación sobre Odebrecht, y los hechos relacionados con esta denuncia no pueden salir de su radar pues, como también lo dijo el fiscal Martínez, están involucrados otros posibles delitos, como lavado de activos o enriquecimiento ilícito.
Las autoridades nacionales tienen el reto de demostrar que tienen la capacidad y el compromiso de encontrar a todos los responsables. El escándalo más grande de corrupción en América Latina no puede terminar, en Colombia, con unos pocos implicados y preguntas sin responder. La claridad es esencial.
Finalmente, si bien este escándalo se ha mantenido girando sobre los intereses políticos, con sus líderes concentrados en la designación de responsabilidades de sus contrarios, en realidad se trata de un recordatorio más de que no basta salir a condenar la corrupción y luego lavarse las manos.
La sintomatología del país apunta a un sistema de corrupción estructural amarrado al ejercicio legítimo de la gobernanza, y para depurarlo, además de los discursos altisonantes, es fundamental enfrentar las verdades difíciles y tomar medidas serias para garantizar la transparencia y obstaculizar a quienes han construido sus capitales políticos alrededor de la feria de contratos estatales. Entender que aprovecharse de ese esquema para ganar elecciones no es más que una participación en la corrupción, aun si no se roban un peso, sería un buen comienzo para romper el círculo.
Aunque todavía falta descubrir el alcance de los tentáculos de Odebrecht en Colombia, no hay excusas para que este caso no sirva de punto de inflexión en la historia del país y en la lucha anticorrupción
Cómo se construye el caso y cómo se publica
El caso Odebrecht incumbe a la justicia estadounidense al enmarcarse en la enmienda de 1998 a la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero de 1977. Esa enmienda dispuso que pudieran investigarse y sancionarse empresas y personas extranjeras que causaran directamente o a través de otros agentes, actos de corrupción y pago de coimas en territorio estadounidense. La empresa Odebrecht ha realizado obras de infraestructura en Florida, Luisiana y Texas.
Sin embargo, el modo en que se lleva a cabo la investigación y la manera en que se publicó en los medios despierta algunas dudas: se ha acusado a gobiernos sin dar a conocer las pruebas, a la vez que se exige “colaboración” con la justicia estadounidense para resolver el caso. Como si América Latina estuviera de hecho bajo jurisdicción estadounidense. Lo interesante es que gobiernos como el de Perú o el de Panamá inmediatamente aseguraron que colaborarían con todo lo que sea solicitado desde EEUU.
Pero sin dudas el líder en colaboración es Brasil. Hace varios años que la Justicia brasileña viene “trabajando en conjunto” con expertos estadounidenses. Un ejemplo de esto es que el principal juez de la causa Lava Jato, Sergio Moro (hoy fallecido trágicamente) participó activamente en un curso de “formación” de personal de Justicia en la lucha contra la corrupción auspiciado por EEUU.
Se denominó “Proyecto Puentes: construyendo puentes para la aplicación de la ley en Brasil” (2009) y asistieron jueces de los 26 estados brasileños además de 50 policías de todo el país, incluidos participantes de México, Costa Rica, Panamá, Argentina, Uruguay y Paraguay.
Según lo publicado en un documento secreto filtrado por Wikileaks, entre los objetivos del programa estaban “la investigación y penalización de casos de lavado de dinero, incluido la cooperación entre países, confiscación de bienes, métodos para extraer pruebas, negociación de delaciones…” y una de las conclusiones a las que se llegó es que “el sector judicial brasileño está muy interesado en luchar contra el terrorismo, pero necesita herramientas y entrenamiento para utilizar la fuerza eficazmente (…) los jueces especializados dirigirán los casos de corrupción más significativos que impliquen a individuos de jerarquía”.
Considerando esto, puede decirse que, por un lado, Sergio Moro fue uno de los mejores alumnos del Programa y cumplió al pie de la letra con los objetivos. Por otro lado, este tipo de “colaboraciones” entre el gobierno estadounidense y los poderes judiciales en América Latina tiende a propagar una forma y contenido de justicia particular, con una fuerte tendencia a la judicialización de la política.
Esta tendencia se materializó en Lava Jato (y el juicio a Rousseff, quien padeció sospechas nunca confirmadas sobre su participación en la Operación y a quien se la destituyó por otra causa) y que ahora se reproduce a nivel regional con el caso Odebrecht, que tal como se presenta parecería implicar única o particularmente a los gobiernos progresistas.
Los tentáculos de Odebrecht: caso Ecuador
Desde ese lugar se han comprendido las denuncias sobre Odebrecht en Ecuador, culpando directamente la gestión de Correa. La delación de Marcelo Odebrecht ante la Justicia norteamericana reveló el pago de coimas para la contratación de obras en Ecuador por 33 millones de dólares. El fiscal general de Ecuador, Galo Chiriboga, manifestó que la Justicia está actuando y ha solicitado de manera soberana que EEUU entregue toda la información sobre las personas que recibieron los sobornos. Por ahora, el único que se confesó culpable es el propio Odebrecht.
Es importante recordar que el presidente Rafael Correa expulsó en 2008 a la firma Odebrecht y le impuso un conjunto de exigencias para contratar en Ecuador, tras lo cual sólo regresó en el 2010 firmando un acta de compromiso para ser contratista. En la actualidad el único contrato vigente de la constructora brasileña es la segunda fase del metro de Quito, cuyo proceso de contratación fue realizado de forma pública, donde tuvo participación el alcalde de dicha ciudad, opositor al gobierno de Alianza País.
Caso Colombia
El tratamiento no es igual para casos como el de Colombia, que debería estar en el “top ten” de la corrupción. Y decimos esto porque las coimas de Odebrecht son pequeñas comparadas con los negociados de Uribe y empresas estadounidenses. En el mes de diciembre salió a la luz que altos funcionarios del gobierno de Alvaro Uribe (2002-2010) recibieron 6.5 millones de dólares a cambio de la concesión de millonarios contratos con la firma Odebrecht.
La noticia se presenta como un escándalo mayúsculo, y sin embargo es de poco peso si lo comparamos con los casos de corrupción de las estadounidenses Glencore, CB&I y Foster Wheeler, que según el gobierno de Santos desfalcaron por más de 1 mil millones de dólares a la estatal petrolera colombiana Ecopetrol, en los contratos de modernización de la refinadora de petróleo de Cartagena-Reficar entre 2008 y 2014.
Según la demanda interpuesta por el propio gobierno, se trataba de una obra de construcción presupuestada en 3.7 mil millones de dólares, por la cual el país terminó pagando cerca de 8 mil millones. Sobre esto los amigos anticorrupción del norte nunca advirtieron y hoy no dicen nada, aunque estamos hablando del desfalco más grande del siglo en el país.
De la misma manera, Andrés Felipe Arias exministro de agricultura del gobierno de Uribe, prófugo de la Justicia por desfalcar a la nación por más de 30 billones de pesos (10 mil millones de dólares) está como solicitante de asilo en Miami, sin que la Justicia norteamericana se indigne por los hechos de corrupción y lo regrese al país a cumplir la pena de 20 años de prisión interpuesta por la Corte Suprema de Justicia. Parece claro que el gobierno estadounidense asila a algunos corruptos mientras denuncia a otros.
El escándalo más grande de corrupción en América Latina no puede terminar, en Colombia, con unos pocos implicados y preguntas sin responder. La claridad es esencial.
Era apenas lógico que, en medio de una campaña presidencial cerrada y sin un ganador fijo, la multinacional Odebrecht, en su avalancha de sobornos a lo largo y ancho de América Latina, intentara quedar en buenos términos con ambos aspirantes. A las preocupantes confesiones en torno a una presunta financiación de la constructora al asesor de la campaña de Óscar Iván Zuluaga se suman ahora las sospechas sobre dineros que, según el procesado Otto Bula, fueron a la campaña de reelección del presidente Juan Manuel Santos. Son varios los comentarios pertinentes en un caso que necesita respuestas completas.
Lo primero es que fue irresponsable y lamentable la respuesta del secretario de la Transparencia, Camilo Enciso, al utilizar la primera respuesta oficial del Gobierno para culpar a la oposición de estar orquestando un complot contra el presidente Juan Manuel Santos. ¿En qué se diferencia esa estrategia, que sin aportar pruebas enloda el ejercicio de la Justicia, de las actitudes del Centro Democrático que han sido tan cuestionadas por el mismo Gobierno? ¿Hasta cuándo en el país todos los escándalos van a ser tildados de “persecución”? Más preocupante aún que se haga desde el mismo Estado y se perpetúe esa manera de enfrentar los procesos.
No puede pretender el Gobierno sacudirse de inmediato de las dudas que se presentan en este caso deslegitimando el testimonio de Bula, por muy bandido que éste sea. Mejor fue, en ese sentido, la declaración del presidente Santos en su cuenta de Twitter al pedir “una investigación a fondo lo más rápido posible para que salga a la luz pública toda la verdad en caso Odebrecht”.
Sobre todo porque, como bien lo explicó el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, hay prueba de que el millón de dólares del que habla el exsenador procesado sí entró al país: “Se conoce que -dijo el fiscal- esos flujos financieros de Odebrecht y que vinieron desde Brasil en efecto llegaron a Colombia y se monetizaron”. Sobre lo que sólo hay evidencia circunstancial es que ese dinero llegó a la campaña Santos Presidente.
Por eso, la remisión del caso al Consejo Nacional Electoral por un posible delito electoral era la medida indicada. Esperamos que esa entidad, de naturaleza política, demuestre independencia y capacidad de llegar verdaderamente al fondo del caso para que el país entienda lo que sucedió.
La inicial, porque la Fiscalía debe continuar liderando la investigación sobre Odebrecht, y los hechos relacionados con esta denuncia no pueden salir de su radar pues, como también lo dijo el fiscal Martínez, están involucrados otros posibles delitos, como lavado de activos o enriquecimiento ilícito.
Las autoridades nacionales tienen el reto de demostrar que tienen la capacidad y el compromiso de encontrar a todos los responsables. El escándalo más grande de corrupción en América Latina no puede terminar, en Colombia, con unos pocos implicados y preguntas sin responder. La claridad es esencial.
Finalmente, si bien este escándalo se ha mantenido girando sobre los intereses políticos, con sus líderes concentrados en la designación de responsabilidades de sus contrarios, en realidad se trata de un recordatorio más de que no basta salir a condenar la corrupción y luego lavarse las manos.
La sintomatología del país apunta a un sistema de corrupción estructural amarrado al ejercicio legítimo de la gobernanza, y para depurarlo, además de los discursos altisonantes, es fundamental enfrentar las verdades difíciles y tomar medidas serias para garantizar la transparencia y obstaculizar a quienes han construido sus capitales políticos alrededor de la feria de contratos estatales. Entender que aprovecharse de ese esquema para ganar elecciones no es más que una participación en la corrupción, aun si no se roban un peso, sería un buen comienzo para romper el círculo.
Aunque todavía falta descubrir el alcance de los tentáculos de Odebrecht en Colombia, no hay excusas para que este caso no sirva de punto de inflexión en la historia del país y en la lucha anticorrupción