16 jun 2017

LA LUCHA POR LA TIERRA

A cinco años de la masacre de Curuguaty, en Paraguay, habla uno de sus sobrevivientes. “Fue como un ametrallamiento”

Por Adrián Pérez
16 de junio de 2017 


“Comenzaron a atropellar, a invadir la tierra que estábamos ocupando, sin presentar ningún tipo de documento.” Imagen: EFE
Adalberto Castro, sobreviviente de uno de los crímenes más aberrantes de la historia reciente paraguaya, viajó a Buenos Aires para visibilizar el calvario de sus compañeros y para exigir el esclarecimiento de esos hechos. El repique de las balas quebró para siempre el ritmo campesino de aquella jornada de junio en Marina Kue. Del cielo cayó plomo y muerte: el desalojo dejó once campesinos y seis policías asesinados. La Justicia paraguaya llevó adelante una investigación plagada de desaciertos, donde las irregularidades fueron moneda corriente. Procesó y condenó a doce campesinos. Ningún policía respondió por esas muertes. Ayer se cumplieron cinco años de la Masacre de Curuguaty, hecho que fue utilizado como excusa para concretar un golpe parlamentario en contra del entonces presidente Fernando Lugo. Adalberto Castro, sobreviviente de uno de los crímenes más aberrantes de la historia reciente paraguaya, viajó a Buenos Aires para visibilizar el reclamo de justicia y exigir el esclarecimiento de esos hechos. También revivió el calvario que sus compañeros y compañeras debieron atravesar en su lucha por un pedazo de tierra para vivir. 

“Tan humilde, tan inocente, tan campesino”

Recién llegado de Asunción, el joven campesino recibe a PáginaI12 en un departamento de Retiro. Responde a las preguntas en guaraní, por eso Mónica y Joel, anfitriones y militantes del Movimiento 138 –colectivo de paraguayos que resistió el golpe contra Lugo desde la diáspora–, ofician de traductores. Pintado de rojo, blanco y azul, el termo que Mónica apura en la ronda de mates lleva los nombres de otros campesinos presos, acusados de asesinar en 2005 a Cecilia Cubas, hija del ex presidente Raúl Cubas.

Antes de abandonar su pueblo, Adalberto Castro trabajó en la chacra de su padre, en Yvy Pytá. Salió para Marina Kue con un idea clara: acceder a un poco de tierra pensando que algún día formaría su propia familia. Llegó un mes antes de la masacre, sin ninguna mala intención, aclara. Dice que las posibilidades de conseguir una parcela para producir eran grandes, según había conversado con la persona que ayudaba al grupo de campesinos a organizarse alrededor de ese objetivo. “La policía amenazaba con traer el título de esas tierras para que nos fuéramos de ahí. Antes de que saliéramos a conversar, comenzaron a atropellar, a invadir la tierra que estábamos ocupando, sin presentar ningún tipo de documento”, rememora el trabajador rural.

La mañana de aquel viernes se presentaba sin nubes, no hacía frío. Los primeros tiros se escucharon a las ocho. Castro recibió dos disparos, en su brazo y pierna derecha. De su relato surge que se usaron armas automáticas. “Fue como una especie de ametrallamiento, empecé a buscar a mis compañeros y no vi a ninguno. Pensé que todos habían muerto”, recuerda el joven, que tenía 23 años cuando se produjo el ataque de las fuerzas de seguridad. Como no se podía mover, por las heridas recibidas, los policías lo tomaron de la ropa. “Me arrastraron, vino Jorge luis Rodas Acevedo (miembro del Grupo Especial de Operaciones de la Policía), con una ametralladora en la mano, y me pegó una patada en la cabeza, me apuntó en la cabeza y le dijo a sus compañeros ‘¡matemos a este bandido!’”.

Otros policías lo pateaban en el estómago; le apretaban los ojos. Las torturas siguieron en una estancia cercana. Lo tiraron de un patrullero al suelo, donde fue rodeado por varios policías que le gritaban: “¡Matémoslo de una vez, está sufriendo en vano!”. Un hombre vestido de negro y con lentes de sol se acercó para ordenarle a los policías que no le pegaran más. Volvieron a subirlo a otro patrullero para llevarlo a la administración de la estancia. Allí, un policía lo amenazaba y lo acusaba de haber matado a su propio hermano.

De la impotencia, Castro ironizó: “¡Nunca vi un machete que dispare!”. Luego llegó otro policía y echó al agente que lo hostigaba. Ordenó que lo llevaran al hospital. Al observar que sus compañeros de armas no se inmutaban, el mismo policía lo subió a una camioneta, con la cúpula llena de verduras, y lo llevó al hospital de Curuguaty. El joven arribó al sector de emergencias a las 14. Le pusieron sondas y comenzaron a hacerle las primeras curaciones. El mismo viernes fue enviado al Centro de Emergencias Médicas Manuel Giani de Asunción.

En la mañana del sábado 16 lo trasladaron, herido, al calabozo de una comisaría asunceña. Por la noche lo pasaron a la comisaría 5ª de Curuguaty. Los 400 kilómetros que separan a la capital paraguaya de esa ciudad los recorrió con las manos esposadas, en un patrullero. El domingo, a las 16, lo llevaron a la cárcel Agua Pety, ubicada en Coronel Oviedo. En ningún momento le informaron de qué lo acusaban. Al llegar a la prisión lo revisaron y lo metieron a una celda seis metros por cuatro con otros seis campesinos detenidos en Marina Kue. Tres compañeras estaban recluidas en el sector para mujeres.

“Nosotros sabíamos que éramos inocentes. Conversamos y concluimos que era necesario hacer una huelga de hambre”, reconstruye Castro su paso por la prisión. Su padre lo visitó en el penal para pedirle que levantaran la medida; porque su madre estaba enferma y había perdido a un hijo en Marina Kue y otros dos estaban en la cárcel. Tres de los siete campesinos abandonaron la huelga a los 36 días de iniciada. Los que continuaron, tras 58 días de huelga, fueron beneficiados con prisión domiciliaria.

Costa siguió detenido junto a sus compañeros a la espera del juicio oral, que comenzó el 27 de julio de 2015. Luego fueron trasladados al penal de Tacumbú. Después de cinco meses recluidos, mandaron a llamar a familiares y abogados para informarles que retomarían la huelga de hambre. Los padres aceptaron entonces la medida de fuerza. Los presos de Curuguaty iniciaron una huelga que se extendió durante 58 días, con la que consiguieron prisión domiciliaria.

A Rubén Villalba, señalado por los investigadores como cabecilla de la toma de tierras, le reflotaron una causa prescripta y volvieron a llevarlo a Tacumbú. Finalmente, Villalba y Olmedo Paredes (otros de los campesinos) fueron condenados a 35 y 20 años de prisión, respectivamente, por homicidio doloso agravado, tentado y consumado; invasión de inmueble y asociación criminal. Castro dice que la justicia se ensañó con Villalba porque había ayudado a otros campesinos a conquistar cinco asentamientos. “Lo condenan por su ideología, por ser miembro del Partido Comunista Paraguayo. A nosotros nos condenaron por cómplices. Sin ninguna prueba”, completa el trabajador rural, que hoy tiene 28 años.

Castro y otros cuatro compañeros fueron sentenciados a cuatro años de prisión por invasión de inmueble y asociación criminal. En total, permaneció en prisión cuatro años y cuarenta y un días. Lo peor de haber pasado por la cárcel –dice– es haber estado allí siendo inocente, mientras los culpables de haber robado las tierras y disparar sus armas en Marina Kue caminaban por la calle, en libertad. “La familia de Blas Riquelme, un sojero terratetiente, debe responder por haberse adueñado de 2 mil hectáreas de tierra. El argumento de que les pertenecían es falso”, remata Castro y recuerda que el sábado 16 de junio de 2012 llovió torrencialmente todo el día en Marina Kue.