11 jun 2014

CABEZA DE CABALLO

CABEZA DE CABALLO

Fernando Butazzoni

09.06.2014

En diciembre del año pasado el juez Baltasar Garzón denunciaba en París, durante un coloquio internacional, el marcado “negacionismo” instalado en las sociedades de Occidente con respecto al Plan Cóndor, aquella trama política que en los años 70 unió en un aquelarre criminal nunca antes visto a represores uruguayos, argentinos, chilenos, paraguayos, brasileños, peruanos, venezolanos, cubanos, españoles, franceses, italianos y estadounidenses.

Esta negación de la historia, por distintas vías, ha comenzado a permear también a sociedades de notoria vocación democrática, como lo son sin duda la francesa o la española. En los hechos, más se hizo desclasificando archivos secretos por partes de instituciones privadas de EEUU que a través de los poderes públicos en países de Latinoamérica y Europa.
El transcurso de los meses una vez más le ha dado la razón al distinguido jurista español. En diversas instancias judiciales se ha podido constatar el enlentecimiento y aún la parálisis de muchas causas vinculadas al Plan Cóndor. En el caso argentino, hay quienes sostienen incluso que algunas medidas implementadas por la Justicia (por ejemplo el envío a juicio "por escrito" de algunos imputados en la causa "Triple A" a cargo del juez federal Norberto Oyarbide) no hacen sino reforzar ese descaecimiento de la pretensión punitiva del Estado. Además, como ya ha sido probado, la Triple A funcionó dentro del Plan Cóndor, durante los gobiernos de Juan Perón y luego de su esposa, María Estela Martínez, alias Isabelita.
En Uruguay no son pocos los que se preguntan por qué aún no se han reanudados las excavaciones en el Batallón de Infantería Blindada N° 13, y las obras de demolición correspondientes, acciones destinadas a continuar con la búsqueda de prisioneros políticos desaparecidos hace casi cuarenta años, víctimas del terrorismo de Estado.
Pero ahora desde Brasil llega, otra vez, el mensaje más ominoso con respecto a las dificultades de hurgar en aquel pasado. Fuerte y claro, a través de un asesinato disfrazado de accidente. La historia, que ha tenido amplia divulgación en los medios de todo el mundo, parece sacada de una novela de espionaje, pero por desgracia es real. Tiene como protagonista principal a Paulo Malhães, un ex teniente coronel del ejército brasileño, miembro en su época del Centro de Informaciones del Ejército (CIE), asesino y torturador confeso, quien se benefició con una ley de amnistía de 1985.
Malhães protagonizó un verdadero show del espanto el 25 de marzo pasado, cuando accedió a testimoniar ante la Comisión Nacional de la Verdad. Allí, con una parsimonia más bien triste, que helaba la sangre de quienes lo escuchaban, relató las decenas de asesinatos que cometió, las incontables sesiones de tortura en las que participó, y las desapariciones que propició durante los años de plomo en Brasil. No mostró arrepentimiento sino orgullo. Para los que tengan el estómago suficiente, varios fragmentos de la deposición están disponibles en YouTube.
Un mes después de esa comparecencia, unos supuestos ladrones de poca monta tomaron por asalto la casa del ex militar, (una finca muy protegida, ubicada en la zona rural de Nova Igua?ú, en las afueras de Rio de Janeiro) los amordazaron a él, a su esposa y a un tal Rogelio Pires, quien era el casero de la familia, pusieron a cada uno en una habitación separada, revisaron la casa una y otra vez durante varias horas, cargaron con unas armas de colección y unas computadoras, manotearon algo de dinero y se fueron. Para cuando su esposa Cristina Batista logró zafarse de las ataduras, Malhães estaba muerto. Tendido en su cama, atado y con una almohada cubriéndole la cabeza. Dicen que fue un infarto.
La pericia forense, llevada a cabo o cuando menos firmada por el experto Marcos Freres, dictaminó como causa de muerte "edema pulmonar, isquemia del miocardio (enfermedad pre existente)". Salta a la vista que el antiguo torturador estaba enfermo del corazón, pero según varios especialistas consultados por la prensa brasileña, "la autopsia fue totalmente incompleta e insuficiente", ya que para conocer el vínculo entre lo observado por el forense y el fallecimiento deberían haberse practicado exámenes de histopatología que, extrañamente, no fueron solicitados. Tampoco se pidieron exámenes de laboratorio para saber si su sangre contenía algún tipo de tóxico o veneno. A toda prisa, el cuerpo fue inhumado en el cementerio local. Bien enterrado.
Con el correr de los días aparecieron sospechas de que la muerte del coronel Malhães estaba vinculada con su decisión de testimoniar ante la Comisión de la Verdad. Por supuesto que en un par de semanas la policía de Nova Igua?ú encontró pruebas e incriminó a dos desgraciados, uno de ellos hermano del casero, y luego al propio Rogelio Pires. De todas formas, Fábio Salvadoretti, jerarca policial de Homicidios de esa zona (Baixada Fluminense, RJ), declaró que "ninguna hipótesis" debía descartarse.
Paulo Malhães era un tesoro de información: él conocía nombres, fechas, procedimientos, contactos, complicidades internacionales. Durante su comparecencia, le reveló a Nadine Borges, una de las integrantes de la Comisión Estadual de la Verdad de Rio de Janeiro, que los ingleses "habían colaborado mucho" en el entrenamiento en técnicas de interrogatorio y torturas, a fines de los años 70. Dijo más: confesó que él mismo había viajado a Londres para prepararse. La BBC se está haciendo un banquete con eso, y ya hay quienes desde la Cámara de los Comunes piden una investigación independiente.
Así las cosas, no parece descabellado pensar que la muerte de Paulo Malhães fue "una quema de archivos", como declarara la propia Nadine Borges al diario Folha de Sao Paulo. También se puede interpretar el episodio como un mensaje destinado a callar cualquier revelación futura relacionada con el Plan Cóndor. Un mensaje enviado no sólo a los participantes de aquella conjura que aún sobreviven, sino a cualquier depositario de informaciones sensibles: subalternos, jefes, hijos, esposas, amantes, periodistas, investigadores, autoridades y hasta potenciales testigos. Esta interpretación está abonada incluso por los policías de Homicidios de la Baixada Fluminense y por varios periodistas brasileños especializados en el tema. Uno de ellos, el corresponsal de Folha de S. Paulo en Rio, recordó que en noviembre de 2012 el también coronel Júlio Molina Dias, otro activo participante del complot del Plan Cóndor, murió en Porto Alegre en circunstancias similares. De acuerdo con la policía gaúcha, el coronel resultó asesinado "en el transcurso de un intento de robo contra su casa". Molina tenía en su poder una enorme cantidad de archivos de la represión, algunos de ellos muy comprometedores. En Argentina está el caso de Julio López, un albañil testigo en la causa contra el represor Miguel Etchecolatz que fue desaparecido misteriosamente en septiembre de 2006. Nunca más se supo nada de él.
Al parecer, cada cierto tiempo los represores de aquella época y sus herederos (que los tienen, sembrados en distintos países) emplean la técnica conocida en su propio argot como "cabeza de caballo", en referencia a la célebre escena de la película "El Padrino", en la que una amenaza mafiosa se transmite de forma por demás dramática, al depositar la cabeza recién cortada de un caballo en la cama de un díscolo. La muerte de Malhaes, ocurrida un mes después de que testimoniara ante la Comisión de la Verdad en Brasil, parece cumplir con todos los parámetros de la "cabeza de caballo". El principal objetivo de esa acción no era callar al coronel, quien ya había hablado, sino advertir a otros acerca del pacto de silencio aún vigente. Romper ese pacto, en los opacos ambientes del Plan Cóndor, se paga caro.
(www.butazzoni.com)