Autor: Andrés Alsina
Restos del avión estrellado en los Alpes franceses / Foto: APTV, Denis Bois
En el pueblo del copiloto Andreas Lubitz la gente está desconcertada y con la piel erizada, titula el New York Times, con una foto en primera página de su bonita y amplia casa en Montabaur, entre Colonia y Fráncfort. Los periodistas la rodean con sus todopoderosas cámaras en busca de una respuesta que no está en imágenes sino en convicciones. El Airbus que Lubitz estrelló el martes en los Alpes no sólo mató a 150 personas sino que hirió la certeza sin matices en la perfección germana, en un mundo obviamente previsible a partir de determinados valores y conductas, en la imposibilidad de un imprevisto de esta naturaleza.
En el maremágnum que siguió al accidente, con mil cosas para atender, Carsten Spohr, el piloto que dirige Lufthansa, declaraba con todo aplomo que Lubitz, de 27 años, estaba “100 por ciento en condiciones de volar”. Después de todo, agregó, Lubitz había cursado y aprobado el altamente respetado curso de entrenamiento de Lufthansa, “uno de los mejores del mundo”. Y además cumplía con todos los requisitos exigibles para pilotar vuelos comerciales.
A los alemanes les enorgullece ser perfectos. La palabra viene de “hacer”, y es hacer de manera insuperable. En jurídica, lo perfecto es el momento en que, al concurrir todos los requisitos, nacen los derechos y las obligaciones. Es el origen. Emergiendo de las ruinas del nazismo, los alemanes de la República Federal volvieron a tener su origen, y se llamó “el milagro alemán”. Todo lo alemán era insuperable, desde tijeras para las uñas hasta turbinas monstruosas y el Mercedes Benz, “el mejor de los coches”, según la publicidad que se transformó en una difundida categoría de valor. La autodefinición de Alemania es la de un país ordenado, regido estrictamente por leyes y con un funcionamiento eficaz. Por eso, luego de la reunificación de los noventa, fue natural que se transformase en la usina económica de Europa, lo cual actuó como negación del pasado (aunque los nazis tenían tanques mucho mejores que los estadounidenses) y también como modelo de éxito económico.
Ahora un desconcertado Spohr atina a argumentar que el de Lubitz fue un caso individual, un desastre tal vez imparable. Pero no convence pues se extiende como una mancha la sospecha de que lo que ha fallado es el sistema. Todas las hipótesis que hoy se manejan –suicidio o una conducta pasiva y paralizante por depresión, revés amoroso, problemas de vista que podían dejarlo sin trabajo– refieren a la falta de controles periódicos adecuados. La defensa irrestricta de la privacidad que se proclama en Alemania mientras se acusa a los servicios de inteligencia de transgredirla, facilitó lo peor de la conducta humana, y tal vez haya puesto el límite a los controles debidos. Tal vez no, tal vez haya sido la burocracia, la autosuficiencia o alguna otra expresión de la negligencia.
Hoy, en Montabaur, los vecinos son hostiles a los medios, a los que vienen a hurgar en debilidades, y no atinan a dar una respuesta sobre el porqué de la conducta del copiloto, escribió Karsten Pol-ke-Majewski en el prestigioso semanario Die Zeit. La idea del suicidio es al parecer inaceptable, porque con ella mueren las certezas. “La advertencia (contra la idea del suicidio) ha sido hecha en voz tan alta –escribió el periodista– que es imposible no escuchar que todo esto es especulación y no simplemente una manera de evitar la amarga verdad, y además escuchar que no se quieren atender más preguntas, que éste es un asunto privado”.
La privacidad es una conducta que tiene que ver con el legado de los regímenes nazi y comunista, puede especularse, pues en ellos el Estado metía sus oídos y sus manos en todos lados. La fuerza de esa conducta emergió claramente cuando en 2013 Edward Snowden reveló que la inteligencia de Estados Unidos monitoreaba conversaciones de alemanes y otros europeos. El mismo Snowden, que era un traidor en Estados Unidos, fue rápidamente considerado un héroe en Alemania.
Y al parecer esto tiene que ver con la falta de control de Lufthansa en este caso. Cuando se le pidió explicaciones a Spohr sobre el lapso de varios meses de inactividad en el entrenamiento de Lubitz, él recordó la confidencialidad de las historias clínicas, que hasta a él lo excluía de conocerlas. Pero hay en todo esto una falsa seguridad fundada en la soberbia. El Frankfurter Allgemeine Zeitung escribió que “nadie creía que el enemigo podía estar sentado en la propia cabina. El test psicológico del examen de ingreso a Lufthansa es tan exigente, dice la compañía, que sólo uno de cada cuatro lo pasan”.
Pero los alemanes no se quedarán jugando a la mosqueta con la realidad y buscarán soluciones. No a través del ser humano sino por medio de la tecnología, claro está. Una de las ideas que se están manejando es la propuesta por dos académicos del Mit, Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, en su libro The Second Machine Age, la segunda era de las máquinas. La primera refiere a los desarrollos mecánicos desde mediados del siglo XIX hasta el fin de la Segunda Guerra, en 1945. Ahora pronostican la automatización de profesiones consideradas fuera del alcance de la tecnología, como conductores, doctores, investigadores de mercado y soldados. Dados los avances en robótica, análisis de datos e inteligencia artificial, estos académicos pronostican una tercera revolución industrial.
Brynjolfsson y McAfee no mencionan pilotos de avión en su pronóstico, pero ya se están considerando como posibles candidatos a ser desplazados por la tecnología. Ya hoy algunas maniobras del vuelo están automatizadas, como reorientar al avión hacia su nuevo tramo de ruta y atender la rutina. Los pilotos preparan el avión para el despegue, lo despegan y lo aterrizan, y toman el control sólo en caso de emergencia. En muchos aspectos los pilotos son sólo operadores del sistema, y el sistema podría quedar a cargo de todo. De esa manera, el milagro alemán quedaría a salvo.
En el pueblo del copiloto Andreas Lubitz la gente está desconcertada y con la piel erizada, titula el New York Times, con una foto en primera página de su bonita y amplia casa en Montabaur, entre Colonia y Fráncfort. Los periodistas la rodean con sus todopoderosas cámaras en busca de una respuesta que no está en imágenes sino en convicciones. El Airbus que Lubitz estrelló el martes en los Alpes no sólo mató a 150 personas sino que hirió la certeza sin matices en la perfección germana, en un mundo obviamente previsible a partir de determinados valores y conductas, en la imposibilidad de un imprevisto de esta naturaleza.
En el maremágnum que siguió al accidente, con mil cosas para atender, Carsten Spohr, el piloto que dirige Lufthansa, declaraba con todo aplomo que Lubitz, de 27 años, estaba “100 por ciento en condiciones de volar”. Después de todo, agregó, Lubitz había cursado y aprobado el altamente respetado curso de entrenamiento de Lufthansa, “uno de los mejores del mundo”. Y además cumplía con todos los requisitos exigibles para pilotar vuelos comerciales.
A los alemanes les enorgullece ser perfectos. La palabra viene de “hacer”, y es hacer de manera insuperable. En jurídica, lo perfecto es el momento en que, al concurrir todos los requisitos, nacen los derechos y las obligaciones. Es el origen. Emergiendo de las ruinas del nazismo, los alemanes de la República Federal volvieron a tener su origen, y se llamó “el milagro alemán”. Todo lo alemán era insuperable, desde tijeras para las uñas hasta turbinas monstruosas y el Mercedes Benz, “el mejor de los coches”, según la publicidad que se transformó en una difundida categoría de valor. La autodefinición de Alemania es la de un país ordenado, regido estrictamente por leyes y con un funcionamiento eficaz. Por eso, luego de la reunificación de los noventa, fue natural que se transformase en la usina económica de Europa, lo cual actuó como negación del pasado (aunque los nazis tenían tanques mucho mejores que los estadounidenses) y también como modelo de éxito económico.
Ahora un desconcertado Spohr atina a argumentar que el de Lubitz fue un caso individual, un desastre tal vez imparable. Pero no convence pues se extiende como una mancha la sospecha de que lo que ha fallado es el sistema. Todas las hipótesis que hoy se manejan –suicidio o una conducta pasiva y paralizante por depresión, revés amoroso, problemas de vista que podían dejarlo sin trabajo– refieren a la falta de controles periódicos adecuados. La defensa irrestricta de la privacidad que se proclama en Alemania mientras se acusa a los servicios de inteligencia de transgredirla, facilitó lo peor de la conducta humana, y tal vez haya puesto el límite a los controles debidos. Tal vez no, tal vez haya sido la burocracia, la autosuficiencia o alguna otra expresión de la negligencia.
Hoy, en Montabaur, los vecinos son hostiles a los medios, a los que vienen a hurgar en debilidades, y no atinan a dar una respuesta sobre el porqué de la conducta del copiloto, escribió Karsten Pol-ke-Majewski en el prestigioso semanario Die Zeit. La idea del suicidio es al parecer inaceptable, porque con ella mueren las certezas. “La advertencia (contra la idea del suicidio) ha sido hecha en voz tan alta –escribió el periodista– que es imposible no escuchar que todo esto es especulación y no simplemente una manera de evitar la amarga verdad, y además escuchar que no se quieren atender más preguntas, que éste es un asunto privado”.
La privacidad es una conducta que tiene que ver con el legado de los regímenes nazi y comunista, puede especularse, pues en ellos el Estado metía sus oídos y sus manos en todos lados. La fuerza de esa conducta emergió claramente cuando en 2013 Edward Snowden reveló que la inteligencia de Estados Unidos monitoreaba conversaciones de alemanes y otros europeos. El mismo Snowden, que era un traidor en Estados Unidos, fue rápidamente considerado un héroe en Alemania.
Y al parecer esto tiene que ver con la falta de control de Lufthansa en este caso. Cuando se le pidió explicaciones a Spohr sobre el lapso de varios meses de inactividad en el entrenamiento de Lubitz, él recordó la confidencialidad de las historias clínicas, que hasta a él lo excluía de conocerlas. Pero hay en todo esto una falsa seguridad fundada en la soberbia. El Frankfurter Allgemeine Zeitung escribió que “nadie creía que el enemigo podía estar sentado en la propia cabina. El test psicológico del examen de ingreso a Lufthansa es tan exigente, dice la compañía, que sólo uno de cada cuatro lo pasan”.
Pero los alemanes no se quedarán jugando a la mosqueta con la realidad y buscarán soluciones. No a través del ser humano sino por medio de la tecnología, claro está. Una de las ideas que se están manejando es la propuesta por dos académicos del Mit, Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, en su libro The Second Machine Age, la segunda era de las máquinas. La primera refiere a los desarrollos mecánicos desde mediados del siglo XIX hasta el fin de la Segunda Guerra, en 1945. Ahora pronostican la automatización de profesiones consideradas fuera del alcance de la tecnología, como conductores, doctores, investigadores de mercado y soldados. Dados los avances en robótica, análisis de datos e inteligencia artificial, estos académicos pronostican una tercera revolución industrial.
Brynjolfsson y McAfee no mencionan pilotos de avión en su pronóstico, pero ya se están considerando como posibles candidatos a ser desplazados por la tecnología. Ya hoy algunas maniobras del vuelo están automatizadas, como reorientar al avión hacia su nuevo tramo de ruta y atender la rutina. Los pilotos preparan el avión para el despegue, lo despegan y lo aterrizan, y toman el control sólo en caso de emergencia. En muchos aspectos los pilotos son sólo operadores del sistema, y el sistema podría quedar a cargo de todo. De esa manera, el milagro alemán quedaría a salvo.
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