27 may 2014

Uruguay: Carlos Chassale. Testimonio de horror y heroísmo


“(…) Me llamo Carlos Chassale. Soy maestro uruguayo y fui secuestrado el 7 de noviembre de 1975 por un grupo de individuos no identificados. Me encontraba en ese momento en mi lugar de trabajo, la Escuela Nº 9 del barrio La Teja en la ciudad de Montevideo (…). Eran aproximadamente las 10 y 30 de la mañana. Fui liberado nueve meses después, al borde de la muerte.
Durante todo este tiempo permanecí en diferentes centros de torturas, dónde me fueron aplicados diferentes formas y técnicas de torturas junto a cientos de compañeros.
Al ser detenido realizaba un tratamiento médico intensivo por padecer una grave enfermedad, un cáncer de linfa, conocido como “ mal de Hopkins” y la supresión del tratamiento médico y las torturas recibidas agravaron mi enfermedad poniéndome al borde de la muerte en  no menos de tres oportunidades. (…)
De mi lugar de trabajo fui retirado en un vehículo, con los ojos sellados por una ancha banda de esparadrapo y conducido a un lugar no identificado. (…)
Mucho tiempo más tarde supe que me habían llevado a una construcción ubicada en el predio del Batallón 13 de Infantería Blindada sito entre las calles de las Instrucciones y Camino de Mendoza en la ciudad de Montevideo. Los que allí estuvimos lo bautizamos con el nombre de “el infierno”. (…) En el lugar se oía música estridente y gritos espantosos de hombres y mujeres, además de ladridos y radios que transmitían palabras incomprensibles con voz monótona.
Me fueron tomados los datos personales. Fui maniatado con una cuerda de nylon  trenzado y vendado nuevamente, por encima del esparadrapo, con un trozo de bayeta de tela rústica, de la que se usa para uniformes militares, se me colocó un cartel en el cuello con el número 117 y se me dijo que esa era mi identificación desde ese momento. Y siempre bajo amenazas me dijeron que debía esperar para ser interrogado.
Permanecí tirado durante tiempo considerable. A mi alrededor había gente tirada en el suelo. Algunas mujeres, especialmente las más jóvenes, gemían y lloraban. Los guardias reían y las insultaban. (…) Divisé también mucha gente desnuda, paradas con las piernas abiertas, algunos de los cuales cantaban o gritaban. Mientras, otros lloraban o permanecían en silencio. (…)
En determinado momento fui arrastrado por una escalera de madera a un lugar donde un grupo de individuos comenzó a interrogarme (…). Opiné con cautela sobre los diferentes temas y negué las afirmaciones con firmeza, pero también con cautela. Al darse cuenta los captores que no tendrían los resultados que buscaban comenzaron entonces a emplear otros métodos. Me amenazaron con usar de mi enfermedad, con traer a mi madre de 64 años y torturarla delante de mí con matarme y hacerme desaparecer.
Me trasladaron entonces a la planta baja. Me pusieron de plantón, posición de pie, con las piernas muy abiertas, el cuerpo erguido, sin beber ni comer y haciéndome las necesidades fisiológicas encima. En esta posición estuve la primera vez cerca de dos días, junto con un grupo considerable de hombres y mujeres, la mayoría desnudos y descalzos. Nos caíamos, nos vencía el sueño, nos levantaban a golpes… cuando la cabeza caía sobre el pecho ellos aplicaban un aparato que para mí era una especie de picana eléctrica pequeña, portátil, bajo las mandíbulas o en las orejas o en la nunca. Cuando por el cansancio juntábamos los pies, los separaban a golpes en los tobillos… Permanentemente nos golpeaban en los riñones, en la espalda y en la cabeza. Eso se repitió durante todos los meses que estuve allí. Y debo decir que era una de las formas de tortura más soportables.
Fui conducido después de esos dos días nuevamente a la planta alta donde me revidó un médico. O al menos una persona que ellos decían que era médico. Pude verle la cara y algún día podré reconocerlo. No sé el nombre.
Me palpó en el suelo, sobre el orín y los vómitos, aleccionándome constantemente para que hablara. Inmediatamente comenzaron a golpearme en la cabeza, en la cara – tuve infección en un ojo por largo tiempo – me golpearon en los riñones y en los testículos. Eran puñetazos y patadas y a veces golpes con una madera. No sé cuánto duró esta paliza ni las otras que me dieron durante mi detención. Como estaba con los ojos vendados, me golpeaban contra las paredes y los objetos que había en la pieza, incluyendo golpes contra otros detenidos que también eran castigados en esos momentos. Luego me ataron las manos a la espalda con cables gruesos que me produjeron lastimaduras y comenzaron a izarme con una cadena que pasaba por la polea hasta que quedé en el aire tocando apenas el piso con la punta de uno de los pies. Supe después que no quedábamos colgando totalmente sino que nos permitían apoyar la punta de los pies porque era la forma de mantenernos conscientes, de que no nos desmayáramos.
El dolor era terrible. Comenzaron a balancearme, lo que aumentaba aún más el dolor, y luego se dieron a golpearme en otras partes del cuerpo produciéndome entre otras cosas fracturas de costillas en la zona derecha. También me golpeaban en la cabeza con una madera fina y más adelante sentí golpes eléctricos en diferentes partes. No sé cuánto duró esta sesión. Pero recuerdo que cuando me soltaron me parecía que me arrancaban tiras de los brazos, al volverme la sangre a los lugares donde ya no estaba. Caí hacia un costado golpeándome fuertemente la cabeza contra un objeto agudo que produjo una lesión en la frente y perdí el sentido. (…)
En ese lugar se torturaba las 24 horas del día. Allí estábamos juntos hombres y mujeres en mi época en número mayor de 200. Se torturaba por grupos, en forma masiva, aplicándonos los mismos apremios sin distinción de sexo o edades. (…)
Una de la madrugada, un guardia en estado de ebriedad intentaba hacer beber aguardiente a una compañerita que estaba parada junto a mí. Ella se negaba. Yo quise mirar y el guardia me descubrió. Entonces vino hacia mí y me puso el vaso en los labios forzándome a beber pero no lo hice. La muchacha lloraba y entonces el guardia acompañado por algunos más volvió hacia ella. Comenzaron a manosearla, a decirle obscenidades. Luego la violaron. (…)
Vinieron nuevas sesiones de tortura. Volví a ser colgado y golpeado. Vino la picana eléctrica, el submarino y otras cosas más. Cuando no nos trasladaban a la planta alta debíamos permanecer catorce horas por día sentados. En posición erguida, maniatados, con los ojos vendados, sin poder hablar y sin poder mover las piernas. Nos llevaban muy pocas veces al baño por lo cual debíamos hacernos las necesidades encima. Lo que sumado a la transpiración, a los vómitos y a la comida que se nos derramaba sobre el cuerpo nos cubría de olor insoportable. Las compañeras, además no tenían posibilidad de higienizarse cuando tenían la menstruación.
Durante nuestra permanencia en la planta baja éramos permanentemente molestados por la guardia que tenía órdenes de no dejarnos tranquilos. Entonces nos golpeaban en los riñones y en la cabeza y nos daban choques eléctricos con esa picana portátil. Nos pateaban los tobillos y nos daban golpes de karate. Algunos guardias se divertían por las noches corriendo por encima de nosotros. Cuando nos llevaban al baño, nos hacían ponernos uno detrás de otro y tomarnos de los hombros del que estaba adelante. Ellos lo llamaban “el trencito”. Entonces ese “trencito” integrado a veces por 30 o 40 personas era conducido en dirección a los compañeros que estaban más maltratados y que ya no podían ni siquiera sentarse. El trencito les pasaba por arriba varias veces por día. (…) También nos hacían pasar el trencito por unos pozos, donde yo supongo que antiguamente hubo empotradas máquinas de carpintería o algo así, porque faltaban trozos del hormigón del piso. Entonces caíamos adentro de esos pozos, (…) de allí nos levantaban a golpes. (…)
Por las noches nos acostaban a todos juntos, hombres y mujeres, apretados sobre una manta sucia o sobre el piso sin nada debajo. Pero en general no nos dejaban dormir ya que sistemáticamente nos golpeaban, nos orinaban, corrían por encima de nosotros o nos levantaban para llevarnos al baño y golpearnos brutalmente para luego volver atraernos al lugar.
La música nunca cesaba. Eran 24 horas de música, levantaban el volumen cuando la cantidad de torturados era mucha y los aullidos eran demasiados. Yo no creo que ellos lo hicieran para que nosotros escucháramos cómo se quejaban los demás. Era también una forma de tortura.
Esto sucedía permanentemente. Durante las 24 horas del día se oía la música y los gritos de la gente.
Se nos daba comida en mal estado. Y en general la leche estaba orinada. No recibíamos atención médica y el enfermero de guardia era un torturador. Incluso uno de ellos, un homosexual, se ofrecía para cortarnos las uñas. Una de sus diversiones era recorrer las filas de gente sentada o acostada cortándoles además de las uñas, un pedazo de dedo con el alicate. (…)
Los médicos asesoraban y participaban directamente en la tortura. Incluso uno de los médicos, que yo no pude ver, era el que indicaba dónde me debían golpear ya que por mi enfermedad los golpes en las zonas del hígado o en el bazo son peligrosos y pueden causarme la muerte, entonces, les decía que me golpearan en los riñones, en la cara, en los testículos y no en esas zonas. En esta situación estuve cera de dos meses, dos meses así. (…)
Estuve con compañeros que tenían la mayoría de las articulaciones destrozadas, que habían perdido la mayoría de los dientes y que presentaban zonas totalmente ulceradas por las quemaduras, Había varios con síntomas de deshidratación y muchos con serias alteraciones nerviosas. Se nos suministraban drogas que producían alucinaciones. (…)
Permanentemente trataron de quebrarme usando mi enfermedad. Me llamaban el canceroso y los médicos se ocupaban de explicarme detallada y morbosamente la evolución que sufría mi mal y las posibles consecuencias de las torturas. Lo mismo hacían con un compañero hemofílico y con otros que padecían graves males. (…)
De “el infierno” fuimos trasladados a otra unidad militar sita en la calle Burgues, el Batallón 5º de Artillería. Allí se nos alojó primero en una caballeriza con piso de adoquines y llena de estiércol. (…) Debíamos permanecer también 14 horas por día sentados con los ojos vendados, maniatados y sin poder hablar. Además, por cualquier excusa se nos ponía de plantón o se nos golpeaba brutalmente. En pleno invierno, además, muchos compañeros fueron bañados con agua fría en la madrugada. La alimentación consistía en un poco de café con leche aguada por la mañana, agua sucia al mediodía y de noche acompañada por un minúsculo trozo de pan. Frecuentemente la comida no alcanzaba para todos. La verdad es que por primera vez en mi vida pasé hambre. (…)
Por el mes de mayo de 1976 se me comunicó que existía la posibilidad de que la Justicia militar me liberara bajo fianza, debido a mi estado de salud. En el mes de junio fui conducido al Juzgado militar donde firmé un documento que decretaba mi libertad.
Mi enfermedad estaba en una etapa regresiva. Sentía dolores intensos en toda la espalda y en las piernas. Apenas podía caminar y para ello debía ingerir más de 200 miligramos de codeína por día. Hasta que llegó un momento que no pude moverme, el médico y el enfermero del cuartel me retiraron en ese momento una dieta interproteica que me habían dado hacía una semana por considerar que ya estaba en plena recuperación. Los últimos dieciocho días los pasé postrado en un colchón sin ingerir alimentos ni líquidos y sin realizar ninguna de las necesidades fisiológicas. Tenía fiebre permanentemente y transpiraba en abundancia. Había perdido 24 quilos y tenía una anemia pronunciada. Los compañeros me atendían sin disponer de medios y arriesgándose me higienizaban y trataban de alimentarme con su propia comida que era sumamente escasa.
A los dieciocho días fui conducido a un cuartel de Caballería donde me dejaron en libertad. De allí me dirigí a mi casa y rápidamente me asilé en la Embajada de México siendo mi estado de salud grave.
 Las autoridades se negaban a permitir mi salida del país. Por eso estuve viviendo un mes en una pieza de la Cancillería mexicana. Sin tratamiento médico adecuado, ya que el tratamiento hay que hacerlo en un sanatorio, lo que empeoró aún más mi situación. Las consecuencias de los nueve meses de torturas y de la ausencia de tratamiento médico para mi enfermedad, son las siguientes: mi mal sufrió un atraso muy grande, estuve un año paralítico como consecuencia de una lesión en la médula ósea, estuve no menos de dos o tres veces por morir, tengo fractura de costillas y aún sufro alucinaciones y alteraciones en el sistema nervioso que entre otras cosas me impiden dormir. (…)

El maestro Carlos Chassale fallece en su exilio en La Habana en 1979, como resultado del agravamiento de su enfermedad por las secuelas de las torturas.

(Esta información fue tomada del 2º tomo de la investigación histórica sobre la dictadura y el terrorismo de Estado en el Uruguay)
Marys Yic