15 abr 2015

Eduardo Galeano: los inmoribles

 Por Stella Calloni

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Dicen que Eduardo Galeano ha muerto hoy y parece imposible aceptarlo, porque si hay un escritor viviente en América Latina es precisamente él, que hizo de la palabra el mayor juego de la imaginación para la vida.
Cuando un día en Montevideo me regaló su libro Las palabras andantes, editado –como todos en su primera edición en la editorial El Chanchito, que creó en su país–, sentí y se lo dije que era un trabajo embarazado de magias. En un párrafo de ese libro leemos la más acabada definición que uno podría hacer de él mismo: Por favor, se lo ruego, no me ofenda usted preguntando si esta historia ocurrió. Yo se la estoy ofreciendo para que usted haga que ocurra. No le pido que describa la lluvia aquella noche de la visitación del arcángel: le exijo que se moje. Decídase señor escritor, y por una vez al menos sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista que aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe.
Galeano había aceptado largamente ese desafío y por esa razón era posible entrar con él en todos los laberintos de este continente nuestro y mojarnos con las lluvias y temblar en los huracanes, y bailar cuando la realidad circundante quería instalarnos la cultura de la muerte. Y podíamos hablar de los temas más candentes que nos rodean, y en cómo millones de seres ignorados resisten simplemente por magias sueltas de la vida.
Los temas que eligió son variados y los leemos como quien bebe un agua fresca que sale de una cascada en medio de la selva. Los leemos con sed, porque como el agua nos calma y curiosamente nos abriga. Era conmovedora la ternura que aparecía en su mirada cuando hablaba de los países de América Latina, de Bolivia, de Guatemala, de Nicaragua, donde en otros momentos compartimos un viaje inolvidable a la Costa Atlántica en que sucedieron una infinidad de situaciones que superaban toda ficción o cuando pudo mirar viendo la realidad de lo que significaba el presidente Hugo Chávez para su país y la decepción que lo golpeó al ver viejos amigos socialistas que en su momento fueron figuras políticas de la izquierda venezolana, llegando a una cita en un hotel de Caracas, en lujosos carros de los grandes empresarios a los que defendían. Algo incomprensible para un escritor como Galeano que además –y fui testigo de esto– se los dijo abiertamente.
En una de las varias entrevistas que pude hacerle en el periodo del aparente esplendor neoliberal y de la globalización en nuestro continente, advertía que nunca el mundo había sido tan desigual. “Es una paradoja terrible que retrata el fin del siglo (XX) de no muy amable manera, donde se nos obliga a pensar todos iguales, a vestir todos iguales, a comer las mismas cosas. Incluso se ha ocupado el lugar de las comidas locales. Yo creo que hay que estar a favor de la autodeterminación en las comidas, como en todo, porque las comidas locales son una de las energías culturales más poderosas que los países contienen (…) nunca los pobres fueron tan pobres y nunca los naúfragos quedaron tan abandonados. Nunca habíamos visto esta homogeneización atroz que tiene por protagonista principal a la televisión. La gran uniformadora de costumbres es la televisión que nos lleva a no pensar con nuestra propia cabeza, a no sentir y nos hace incapaces de caminar con nuestras propias piernas. No estoy confundiendo el cuchillo con el asesino, la televisión es un instrumento, pero, tal como funciona y al servicio de quien funciona, cumple ese papel”.
Tan transparente era en su escritura como cuando hablaba ante públicos diversos condenando la hipocresía que era establecer la uniformidad en nombre de la diversidad. Y en ese mismo contexto señalaba que en nombre de la lucha contra el dogmatismo se instalaba la paradoja de imponer el peor de los dogmatismos, que es el dogmatismo de mercado. “Ahora hay como una onda universal de lucha contra los fundamentalismos con la que se justifican los gastos en armamentos, cuando se han quedado sin enemigos… Ya no hay enemigo a la vista y se fabrican nuevos: el más poderoso es el fundamentalismo islámico, pero no dicen que, aún más poderoso, es el fundamentalismo de los tecnócratas del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, que imponen una receta económica obligatoria a los países del sur, dentro de los límites estrechísimos de lo que es la idolatría del mercado. Una concepción de la economía y de la vida que coloca a las mercancías por encima de las personas, confunde calidad de vida con cantidad de cosas y niega todos los valores a lo que no tiene precio, en un mundo donde –al decir del poeta Machado– cualquier necio confunde valor y precio”.
Sobre los aspectos perversos de un sistema que como él mismo analizaba asalta y roba las palabras pensaba que todo esto lleva a valorar el sentido que tiene la aventura de escribir, “devolver a las palabras el sentido que han perdido, manipuladas como están por un sistema que las usa para negarlas. Hay una lección que el mundo ignora y que nos han dado a todos, los indios guaraníes a la hora en que crearon su lenguaje. En su idioma guaraní, palabra y alma se dicen igual. Hay una voz “ñ’e”, donde dicen que palabra y alma son lo mismo. Y en este sistema des-almado que ha logrado la casi unanimidad universal en nombre de la lucha contra el materialismo –que es el más materialista de los sistemas que la humanidad haya conocido– la palabra ha estado y sigue estando manipulada con propósitos comerciales o de engaño político. Su uso y abuso traiciona al alma. O sea, que esta identidad entre la palabra y el alma se rompe todos los días, sufre traiciones”.
Galeano siempre tenía respuestas y aunque su libro Las venas abiertas de América Latina era el más conocido en el mundo, admitía que cada escritor escribe en realidad un solo libro y lo va cambiando, renovando, reviviendo al mismo tiempo que la vida vive y el escritor continúa escribiendo. Le pregunté precisamente qué era para él Las palabras andantes, un libro de una textura tan poética.
Yo creo que ese libro es un disparate que proviene de la imaginación colectiva. Muchos de los relatos los recogí en los caminos que anduve por América, y otros son producto de la imaginación. Pero tanto en un caso como en el otro, yo creo que lo que el libro expresa es una porfiada fe del autor en un hecho humano fundamental, que es el derecho de soñar y que no está en la Carta de las Naciones Unidas de 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hay tantos derechos, pero entre ellos no figura el derecho de soñar, que es un derecho fundamental, sin el cual la pobre esperanza se moriría de hambre. Si el sueño no nos permitiera anticipar un mundo diferente, si la fantasía no hiciera posible esta capacidad un poco milagrosa que el bicho humano tiene de clavar los ojos más allá de la infamia, ¿qué podríamos creer?, ¿qué podríamos esperar?, ¿qué podríamos amar? Porque, en el fondo, uno ama al mundo a partir de la certeza de que este mundo, triste mundo convertido a veces en campo de concentración, contiene otro mundo posible. Ese mundo posible que hoy estamos viendo asomar en América Latina.
Tomo sus palabras andantes: Siento que somos gotas de alguno de los tantos ríos que sobreviven a la constante destrucción de la mano del hombre, que insiste en destruir el paraíso donde puede vivir. Somos como un viento que no muere cuando la vida se acaba. Y por eso no creo en otra inmortalidad más que esa, porque estoy seguro que uno sobrevive en la memoria y en los actos de los demás.