Murió Nora Cortiñas, la madre de todas las batallas. Falleció a los 94 años
Por Luciana Bertoia
31 de mayo de 2024
Nora Cortinas murió a los 94 años. Imagen: Ainara Lizarribar
Referente de los derechos humanos, santa pagana de todas las luchas, Norita estuvo hasta principios de este mes en Plaza de Mayo --ese lugar que transitaba desde mayo de 1977. Nunca supo qué hizo la dictadura con su hijo Carlos Gustavo Cortiñas.
Nora Cortiñas no es una sola: es la madre que grita frente a las cámaras, la que lleva el pañuelo blanco en la cabeza, la que porta el pañuelo verde en la muñeca, la que juega a la pelota, la que se sube a una moto, la que anda con su bastón con flores o la que se deja conducir en una silla de ruedas. Es la mujer que fue hasta sus últimos días a la Plaza de Mayo –a ese lugar en el que recaló en mayo de 1977 con la esperanza de recuperar a su hijo secuestrado por la dictadura. Nora Cortiñas, que murió este jueves a los 94 años, es eterna en la memoria del pueblo argentino que quiere verdad y justicia.
Nació el 22 de marzo de 1930. La llamaron Nora Irma Morales. Era una de las cinco hijas de una familia de españoles que se afincó en el barrio de Monserrat. Ella contaba, divertida, que era revoltosa de chica. Su papá le festejaba las salidas ocurrentes. Tuvo una infancia feliz: con cumpleaños y Reyes Magos.
Cursó hasta sexto grado –por entonces el último año— en la escuela Coronel Suárez. Después, pasó al secundario. Conoció muy jovencita a Carlos Cortiñas, que era seis años mayor. El flechazo fue intenso. Cuando ella cumplió los 18, él pidió su mano. Se casaron un año después. En 1952 nació el primer hijo de la familia, Carlos Gustavo. Después, en 1955, llegó Marcelo.
Carlos trabajaba en el Ministerio de Economía. Era peronista y admiraba profundamente a Eva Perón. Nora estaba alejada de las cuestiones partidarias. El epicentro de su vida era la casa de la familia en Castelar. Ella daba clases de alta costura y, a veces, cosía para afuera. A Carlos no le gustaba que su esposa trabajara fuera del hogar. Era muy “machista”, relataba ella.
A su hijo mayor lo llamaba por su segundo nombre, Gustavo. Él estudiaba –después de un paso por la Universidad de Morón– en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Militaba en la Juventud Peronista (JP). En los primeros tiempos, lo hizo en la Villa 31 junto al Padre Carlos Mugica. Gustavo cumplió 22 años el 11 de mayo de 1974. Ese día estaba triste y no quiso festejos: la Triple A había acribillado al sacerdote.
Eran tiempos violentos. La muerte podía esperar, como le pasó a Mugica, a la salida de una iglesia. O a la vuelta de la esquina. Nora se angustiaba y le pedía a Gustavo que no se expusiera.
–¿Qué querés, mamá, que vayan los hijos de otras madres?-- le preguntó él.
Ese día, ella entendió que había que ir siempre al frente. Y cumplió con la enseñanza de su hijo mayor.
La madre de todas las luchas
Nora es de todos, de todas y de todes. Donde había un reclamo, ella estaba. Entendió muy rápidamente que la lucha por los derechos humanos era dinámica, que no se acababa con el reclamo de verdad y justicia por los crímenes de la dictadura. Se sumó a los Encuentros de Mujeres. Se calzó el pañuelo verde por el aborto. Se acercó a las diversidades. Estaba para denunciar los despidos o la represión. Caminó muy cerca de Sergio Maldonado cuando desapareció su hermano Santiago. En el Hospital Posadas, la sentían como su hada madrina en defensa de la salud pública.
Para el 24 de marzo, buscó la unidad de quienes salieron a la calle para reclamar verdad y justicia en tiempos de un gobierno negacionista como el de Javier Milei y Victoria Villarruel. El 9 de mayo avisó que no iría a la Plaza de Mayo para plegarse al paro general de las centrales obreras. Su última vez en ese lugar había sido una semana antes. Estuvo en la Feria del Libro en un homenaje a la periodista María Seoane.
El 17 de mayo, fue intervenida quirúrgicamente por una hernia en el Hospital de Morón y permaneció en terapia intensiva. Su salud se complicó. El cuerpo que la había sostenido tantos años en la búsqueda le jugó una mala pasada.
A las 18:41 del jueves, la familia de Nora comunicó su fallecimiento a través de un comunicado. “Profundamente preocupada en estos tiempos por la grave situación que atraviesa nuestro país y dispuesta siempre a estar presente allí donde hubiera una injusticia, Norita luchó hasta último momento por la construcción de una sociedad más justa. Nos queda el orgullo de haber compartido su vida, su impronta y su enseñanza que dejarán en su familia y en la sociedad una huella imborrable”.
A los pocos minutos de que se anunció su muerte, apareció un cartel en la reja que protege la pirámide de Mayo. “Nora eterna”, decía. Será despedida este viernes de 9 a 18 en la Casa de la Memoria y la Vida -Predio Quinta Seré, en Santa María de Oro y Blas Parera, Castelar). En el mismo lugar que en pleno exterminio Nora recorrió con la esperanza de arrebatar a su hijo de las fauces de la muerte.
Hay un modo Norita de la vida: ése que sitúa a una persona junto a las causas nobles y altruistas. Tiempo atrás, Mabel Bellucci –una de las responsables de acercarla al feminismo– decía en LatFem que la militancia trataba a Norita como una “santa”, que la invocaba en las marchas aún cuando no estaba. Será difícil no hacerlo de ahora en más. Aunque es sabido: donde hay una lucha, ahí está Norita.
Nora Cortiñas no es una sola: es la madre que grita frente a las cámaras, la que lleva el pañuelo blanco en la cabeza, la que porta el pañuelo verde en la muñeca, la que juega a la pelota, la que se sube a una moto, la que anda con su bastón con flores o la que se deja conducir en una silla de ruedas. Es la mujer que fue hasta sus últimos días a la Plaza de Mayo –a ese lugar en el que recaló en mayo de 1977 con la esperanza de recuperar a su hijo secuestrado por la dictadura. Nora Cortiñas, que murió este jueves a los 94 años, es eterna en la memoria del pueblo argentino que quiere verdad y justicia.
Nació el 22 de marzo de 1930. La llamaron Nora Irma Morales. Era una de las cinco hijas de una familia de españoles que se afincó en el barrio de Monserrat. Ella contaba, divertida, que era revoltosa de chica. Su papá le festejaba las salidas ocurrentes. Tuvo una infancia feliz: con cumpleaños y Reyes Magos.
Cursó hasta sexto grado –por entonces el último año— en la escuela Coronel Suárez. Después, pasó al secundario. Conoció muy jovencita a Carlos Cortiñas, que era seis años mayor. El flechazo fue intenso. Cuando ella cumplió los 18, él pidió su mano. Se casaron un año después. En 1952 nació el primer hijo de la familia, Carlos Gustavo. Después, en 1955, llegó Marcelo.
Carlos trabajaba en el Ministerio de Economía. Era peronista y admiraba profundamente a Eva Perón. Nora estaba alejada de las cuestiones partidarias. El epicentro de su vida era la casa de la familia en Castelar. Ella daba clases de alta costura y, a veces, cosía para afuera. A Carlos no le gustaba que su esposa trabajara fuera del hogar. Era muy “machista”, relataba ella.
A su hijo mayor lo llamaba por su segundo nombre, Gustavo. Él estudiaba –después de un paso por la Universidad de Morón– en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Militaba en la Juventud Peronista (JP). En los primeros tiempos, lo hizo en la Villa 31 junto al Padre Carlos Mugica. Gustavo cumplió 22 años el 11 de mayo de 1974. Ese día estaba triste y no quiso festejos: la Triple A había acribillado al sacerdote.
Eran tiempos violentos. La muerte podía esperar, como le pasó a Mugica, a la salida de una iglesia. O a la vuelta de la esquina. Nora se angustiaba y le pedía a Gustavo que no se expusiera.
–¿Qué querés, mamá, que vayan los hijos de otras madres?-- le preguntó él.
Ese día, ella entendió que había que ir siempre al frente. Y cumplió con la enseñanza de su hijo mayor.
Una nueva vida
Nora se despidió de Gustavo en la terminal de micros de Mar del Tuyú. Toda la familia había pasado la Semana Santa de 1977 en ese balneario. Nora y su marido se quedaron unos días más. Gustavo –que, para entonces, ya estaba casado con Ana y tenía un hijito, Damián, de dos años– regresó antes. Nora no podía ni imaginar que ése iba a ser su último abrazo.
El 15 de abril de 1977, Gustavo salió para el trabajo. Nunca llegó. Tampoco se encontró con Ana, como habían convenido. Con el tiempo, se supo que a él se lo habían llevado de la estación Castelar.
Ana lo esperó en la casa de Nora y Carlos. Estaba desesperada. Por la ventana, veía pasar los Ford Falcon. Plantas que se movían. La densa calma se hizo añicos cuando sonó el timbre. Se asomó y le dijeron que venían a avisarle que Gustavo había tenido un accidente. Pocos segundos después, la patota ya estaba adentro. Golpes, preguntas, armas. Y uno de los represores que murmuraba “coincide” cuando la muchacha contestaba al interrogatorio.
Ana le dio la noticia a Nora de que se habían llevado a Gustavo. La madre no dudó y salió a buscarlo. La primera gestión la hizo en la Catedral de Morón. La segunda fue en la comisaría de la zona. Una empleada le preguntó su dirección y dijo que había zona liberada.
Con su marido, se acercaron a los organismos de derechos humanos que ya estaban funcionando, como la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH), la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH).
Un cuñado le habló de unas mujeres que se reunían frente a la Casa de Gobierno. Hacia allá fue ella. Llegó por primera vez a la Plaza de Mayo en mayo de 1977. Nunca la abandonó –ni con el terror que provocaron los secuestros de Azucena Villaflor de De Vincenti, Esther Ballestrino de Careaga y María Eugenia Ponce de Bianco en diciembre de ese año.
En la Plaza de Mayo, eran “las locas” para la dictadura. Las locas que caminaban, lloraban, se sostenían aunque se desplomara el cielo. “El público que pasaba por la Plaza de Mayo muchos años no nos vio –contó años antes en una entrevista con la Biblioteca Nacional. Éramos invisibles. Nadie se acercaba a preguntar qué hacíamos ahí”.
Nora se despidió de Gustavo en la terminal de micros de Mar del Tuyú. Toda la familia había pasado la Semana Santa de 1977 en ese balneario. Nora y su marido se quedaron unos días más. Gustavo –que, para entonces, ya estaba casado con Ana y tenía un hijito, Damián, de dos años– regresó antes. Nora no podía ni imaginar que ése iba a ser su último abrazo.
El 15 de abril de 1977, Gustavo salió para el trabajo. Nunca llegó. Tampoco se encontró con Ana, como habían convenido. Con el tiempo, se supo que a él se lo habían llevado de la estación Castelar.
Ana lo esperó en la casa de Nora y Carlos. Estaba desesperada. Por la ventana, veía pasar los Ford Falcon. Plantas que se movían. La densa calma se hizo añicos cuando sonó el timbre. Se asomó y le dijeron que venían a avisarle que Gustavo había tenido un accidente. Pocos segundos después, la patota ya estaba adentro. Golpes, preguntas, armas. Y uno de los represores que murmuraba “coincide” cuando la muchacha contestaba al interrogatorio.
Ana le dio la noticia a Nora de que se habían llevado a Gustavo. La madre no dudó y salió a buscarlo. La primera gestión la hizo en la Catedral de Morón. La segunda fue en la comisaría de la zona. Una empleada le preguntó su dirección y dijo que había zona liberada.
Con su marido, se acercaron a los organismos de derechos humanos que ya estaban funcionando, como la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH), la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH).
Un cuñado le habló de unas mujeres que se reunían frente a la Casa de Gobierno. Hacia allá fue ella. Llegó por primera vez a la Plaza de Mayo en mayo de 1977. Nunca la abandonó –ni con el terror que provocaron los secuestros de Azucena Villaflor de De Vincenti, Esther Ballestrino de Careaga y María Eugenia Ponce de Bianco en diciembre de ese año.
En la Plaza de Mayo, eran “las locas” para la dictadura. Las locas que caminaban, lloraban, se sostenían aunque se desplomara el cielo. “El público que pasaba por la Plaza de Mayo muchos años no nos vio –contó años antes en una entrevista con la Biblioteca Nacional. Éramos invisibles. Nadie se acercaba a preguntar qué hacíamos ahí”.
Nora nunca supo qué hizo la dictadura con su hijo Carlos Gustavo Cortiñas. Imagen: Alejandro Leiva.
¿Qué es el miedo?
Si tenía miedo, Nora lo disimulaba. Se metió en plena dictadura en Mansión Seré, el centro clandestino que funcionaba en Castelar. Esperaba escuchar algún grito que le permitiera saber si Carlos Gustavo estaba retenido allí.
La Navidad de 1978 la pasó en Dolores: había ido junto a otras dos Madres para pedirle al juez Carlos Facio que las dejara identificar unos cadáveres que habían aparecido, días antes, en la costa. Querían saber si eran sus hijos o los hijos de otras Madres. Nora hizo lo que el Poder Judicial no hizo: viajó a Santa Teresita para averiguar cómo había sido el hallazgo.
En pleno terrorismo de Estado, todo el Ministerio de Economía sabía que Nora buscaba día y noche a Gustavo. Uno de los jefes de su marido le espetó: “¿Por qué no la ata a la pata de la cama, así deja de estar en la calle?”
Cuando llegaba la Navidad, Nora abrigaba una esperanza: que le devolvieran a su hijo. “No sé por qué en Navidad –dijo en Ni el flaco perdón de Dios, el libro de Juan Gelman y Mara La Madrid–, pero no porque esperara de los militares algún gesto de humanidad. Era una forma de dar lugar a la esperanza. Creo que en todas las familias esa esperanza estaba presente, una madre tejía un suéter, o compraba el jean que al hijo le hubiera gustado, se ponía un cubierto más en la mesa. Tantas cosas”.
Caminó y caminó, pero nunca logró saber cuál fue el destino de Gustavo. Siempre entendió que la Plaza de Mayo era el lugar desde donde reclamar explicaciones al poder político. Que abrieran todos los archivos de la represión era una de sus exigencias. Con la llegada de la democracia, Nora se convirtió en una de las referentes de la Línea Fundadora de Madres de Plaza de Mayo.
En 2012, cuando ya llevaba 35 años buscando, volvió a presentar un hábeas corpus –como aquel que había firmado en mayo de 1977, redactado por un amigo de su hijo recién recibido de abogado. Fue a la audiencia y el juez le preguntó por qué lo hacía. La respuesta fue punzante. “Porque antes de morirme quiero saber qué pasó con Gustavo”.
Si tenía miedo, Nora lo disimulaba. Se metió en plena dictadura en Mansión Seré, el centro clandestino que funcionaba en Castelar. Esperaba escuchar algún grito que le permitiera saber si Carlos Gustavo estaba retenido allí.
La Navidad de 1978 la pasó en Dolores: había ido junto a otras dos Madres para pedirle al juez Carlos Facio que las dejara identificar unos cadáveres que habían aparecido, días antes, en la costa. Querían saber si eran sus hijos o los hijos de otras Madres. Nora hizo lo que el Poder Judicial no hizo: viajó a Santa Teresita para averiguar cómo había sido el hallazgo.
En pleno terrorismo de Estado, todo el Ministerio de Economía sabía que Nora buscaba día y noche a Gustavo. Uno de los jefes de su marido le espetó: “¿Por qué no la ata a la pata de la cama, así deja de estar en la calle?”
Cuando llegaba la Navidad, Nora abrigaba una esperanza: que le devolvieran a su hijo. “No sé por qué en Navidad –dijo en Ni el flaco perdón de Dios, el libro de Juan Gelman y Mara La Madrid–, pero no porque esperara de los militares algún gesto de humanidad. Era una forma de dar lugar a la esperanza. Creo que en todas las familias esa esperanza estaba presente, una madre tejía un suéter, o compraba el jean que al hijo le hubiera gustado, se ponía un cubierto más en la mesa. Tantas cosas”.
Caminó y caminó, pero nunca logró saber cuál fue el destino de Gustavo. Siempre entendió que la Plaza de Mayo era el lugar desde donde reclamar explicaciones al poder político. Que abrieran todos los archivos de la represión era una de sus exigencias. Con la llegada de la democracia, Nora se convirtió en una de las referentes de la Línea Fundadora de Madres de Plaza de Mayo.
En 2012, cuando ya llevaba 35 años buscando, volvió a presentar un hábeas corpus –como aquel que había firmado en mayo de 1977, redactado por un amigo de su hijo recién recibido de abogado. Fue a la audiencia y el juez le preguntó por qué lo hacía. La respuesta fue punzante. “Porque antes de morirme quiero saber qué pasó con Gustavo”.
La madre de todas las luchas
Nora es de todos, de todas y de todes. Donde había un reclamo, ella estaba. Entendió muy rápidamente que la lucha por los derechos humanos era dinámica, que no se acababa con el reclamo de verdad y justicia por los crímenes de la dictadura. Se sumó a los Encuentros de Mujeres. Se calzó el pañuelo verde por el aborto. Se acercó a las diversidades. Estaba para denunciar los despidos o la represión. Caminó muy cerca de Sergio Maldonado cuando desapareció su hermano Santiago. En el Hospital Posadas, la sentían como su hada madrina en defensa de la salud pública.
Para el 24 de marzo, buscó la unidad de quienes salieron a la calle para reclamar verdad y justicia en tiempos de un gobierno negacionista como el de Javier Milei y Victoria Villarruel. El 9 de mayo avisó que no iría a la Plaza de Mayo para plegarse al paro general de las centrales obreras. Su última vez en ese lugar había sido una semana antes. Estuvo en la Feria del Libro en un homenaje a la periodista María Seoane.
El 17 de mayo, fue intervenida quirúrgicamente por una hernia en el Hospital de Morón y permaneció en terapia intensiva. Su salud se complicó. El cuerpo que la había sostenido tantos años en la búsqueda le jugó una mala pasada.
A las 18:41 del jueves, la familia de Nora comunicó su fallecimiento a través de un comunicado. “Profundamente preocupada en estos tiempos por la grave situación que atraviesa nuestro país y dispuesta siempre a estar presente allí donde hubiera una injusticia, Norita luchó hasta último momento por la construcción de una sociedad más justa. Nos queda el orgullo de haber compartido su vida, su impronta y su enseñanza que dejarán en su familia y en la sociedad una huella imborrable”.
A los pocos minutos de que se anunció su muerte, apareció un cartel en la reja que protege la pirámide de Mayo. “Nora eterna”, decía. Será despedida este viernes de 9 a 18 en la Casa de la Memoria y la Vida -Predio Quinta Seré, en Santa María de Oro y Blas Parera, Castelar). En el mismo lugar que en pleno exterminio Nora recorrió con la esperanza de arrebatar a su hijo de las fauces de la muerte.
Hay un modo Norita de la vida: ése que sitúa a una persona junto a las causas nobles y altruistas. Tiempo atrás, Mabel Bellucci –una de las responsables de acercarla al feminismo– decía en LatFem que la militancia trataba a Norita como una “santa”, que la invocaba en las marchas aún cuando no estaba. Será difícil no hacerlo de ahora en más. Aunque es sabido: donde hay una lucha, ahí está Norita.