17 nov 2014

Ayotzinapa o el fruto negro de la cultura narco

Por Sandra Russo


Julio César Mondragón Fuentes no está en la lista de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa porque no está desaparecido sino comprobadamente muerto. Fue uno de los tres asesinados en el segundo ataque a los estudiantes normalistas en la noche del 26 al 27 de septiembre, en una acción bestial y conjunta entre la policía municipal de Iguala y sicarios del cartel de los Beltrán Leyva, cuya fuerza de choque es Guerreros Unidos. El gobierno de Enrique Peña Nieto, el presidente que en la crisis de derechos humanos más grave de las últimas décadas se fue a China, tardó más de una semana en reaccionar ante la noticia de la desaparición de 43 estudiantes normalistas, que no sucedió en seco, sino aceitada por las balas y los gases de la policía local, a quien Peña Nieto le adjudicó al principio la exclusiva responsabilidad de los hechos. Pero la posterior aparición de un grupo de estudiantes sobrevivientes –los primeros días se buscaba a 57, pero el 30 de septiembre aparecieron 14 muchachos que se habían escondido por miedo– complica al gobierno federal, porque ellos fueron testigos del secuestro masivo, de los asesinatos de sus compañeros y de que esa noche, además de las policías locales de Iguala y de Colula, y de los sicarios de Guerreros Unidos, en la escena de los crímenes se hizo presente una patrulla del ejército.
A Julio César Mondragón –que dos días antes de ser asesinado había recibido el permiso de la escuela para tomarse unos días y volver a su pueblo a conocer a su hija recién nacida– los sicarios lo desollaron vivo. Le sacaron los ojos y las uñas. Uno de los 14 reaparecidos relató que vio junto con Julio César y los otros sobrevivientes llegar al grupo de Guerreros Unidos poco después de que la policía de Iguala interceptara los autobuses en los que se trasladaban los estudiantes normalistas –iban a Iguala, a juntar fondos para trasladarse a la marcha por la Noche de Tlatelolco–, balearan a algunos, apuntaran a los demás y los obligaran a desvestirse y a subir a camionetas policiales, para hacerlos desaparecer. Con el correr de los días y de los testimonios de algunos de los 50 detenidos en la causa –más de la mitad de ellos policías– se confirmó que la orden de represión la dio el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, del PRD. La explicación de esa orden suena de un realismo no mágico sino siniestro: su mujer, María de los Angeles Pineda Villa, candidata a concejala y hermana de dos de los principales operadores del cartel Beltrán Leyva, iba a dar un discurso la tarde en la que los estudiantes iban a llegar a Iguala. La orden fue, sencillamente, suprimirlos.
El estudiante sobreviviente, Omar García, relató que esa noche terrible, después de presenciar varios asesinatos y el secuestro de los 43, algunos de los estudiantes que quedaron allí, en la ruta entre Ayotzinapa e Iguala, entraron en shock, paralizados. Y que los que estaban más o menos en control de sí mismos intentaron contenerlos, pero todo era desquicio, terror y desconcierto. Pasaron cuatro horas desde que se produjeron las primeras muertes y los secuestros. Entonces llegaron los sicarios, mataron a otros dos muchachos y Julio César Mondragón los vio. Omar relató que cuando el jefe sicario se le acercó, Julio César le escupió la cara. Por eso lo desollaron y después se fueron. Más tarde, según ese mismo testimonio, llegó una patrulla del ejército, que vio a los heridos, pero no los atendió. Esta es la parte que la investigación federal no profundizaba, y una de las razonas por las que los familiares de los desaparecidos han exigido que intervengan, entre otros, miembros de la CIDH y los expertos del Equipo Argentino de Antropología Forense. También han exigido que oficialmente a los desaparecidos no se los llame así, sino “no localizados”. El cambio obedece a poner la responsabilidad donde está: en la obligación del Estado de encontrarlos y explicar qué pasó.
Esa noche, según el mismo testimonio –que se puede ver completo en el Dossier Cronológico de Telesur sobre la masacre de Ayotzinapa–, esa patrulla del ejército no sólo no asistió a los heridos sino que además interrogó violentamente a las víctimas, que eran esos catorce, y antes de retirarse les exigieron su identificación completa. “Queremos sus nombres verdaderos porque si no, no los van a encontrar nunca”, les dijeron, antes de advertirles que la policía estaba por llegar nuevamente y, así, entregarlos. Por eso se escondieron.
Recién reaparecieron cuando el caso ya era demasiado público para que continuara la matanza y ahora sus testimonios son vitales para esclarecer lo que según la ONU es uno “de los sucesos más terribles de los tiempos recientes”, y según la OEA es “un asesinato tan inhumano como absurdo”. Son frases de circunstancia que no alcanzan a expresar lo que significa la masacre de Ayotzinapa en la historia contemporánea mexicana. Una bisagra. Desde el 27 de septiembre, cuando comenzó la búsqueda de los 43 normalistas, han aparecido en el estado de Guerrero más de una decena de fosas clandestinas, llenas de cuerpos calcinados. Cuando apareció la primera, todos pensaron que en ella estaban los cuerpos de los estudiantes. Pero no eran ellos. Después aparecieron más fosas. Tampoco eran ellos. ¿Pero quiénes eran, entonces? Ayotzinapa y la búsqueda convertida en clamor nacional y ahora global, han puesto sobre el tapete el lado B de la democracia mexicana. Hay fosas con desaparecidos por todas partes. Gente que nadie reclama por miedo. ¿De qué se trata entonces esa democracia? Hay que pasar en limpio a México. Eso dice Ayotzinapa.
Hasta ahora, el estupor inicial ha dado paso a una comprensión colectiva de la espantosa realidad que estaba tapada como mugre debajo de la alfombra plástica que pretende hacer de México un territorio basura y al servicio de la tracción norteamericana en la región. El estado de Guerrero, gobernado hasta entonces no por el PRI ni el PAN, sino por el PRD, es una enorme fosa común donde yacen innombrados miles y miles de luchadores sociales que han intentado oponerse al narcoestado que florece en un país cuyos expertos en narcotráfico dan vueltas por la región dando consejos de seguridad.
En la entrevista al estudiante sobreviviente –que tiene el enorme valor de dar la cara, aunque dice que “hablo porque ya me considero un muerto”–, la periodista –cuyo nombre el video no precisa–, le pregunta por qué cree que se dio esa orden tan terrible, por qué eran considerados tan peligrosos como para ser víctimas de un asesinato en masa, y el muchacho responde: “Pues no representábamos ningún peligro. Dentro de la lógica de los grupos delincuenciales, el peligro está en bajarles las plazas, en controlarles el territorio, en penetrar los lugares para la distribución de lo que ellos venden. Pero nosotros no hacemos nada de eso. ¿Qué peligro representábamos? Acá hubo un móvil político, un móvil de estigmatización total contra los estudiantes normalistas. Guerrero es la cuna de la Revolución Mexicana. No hay tolerancia en el país, no hay libertad de expresión, no hay algo que pueda hacernos ver al otro como nuestro paisano o nuestro compatriota. Aquí se ve con desconfianza a aquel que piensa diferente. Y ése es el problema con Ayotzinapa. Pensamos diferente. Y no nos callamos. ¿Por qué no habrían de escarmentar a todo el movimiento social haciendo esto? Pero no nos van a callar. Aunque entendemos que decir la verdad nos pone en riesgo mortal”.
¿Quiénes son los muchachos que corren “riesgo mortal” en el sur de México? Los estudiantes de Ayotzinapa, explica el sobreviviente, son “chavos del campo” que han buscado una alternativa de vida opuesta a la del narco. Estudian para ser maestros rurales, para ser destinados a alguna localidad del interior profundo de ésas en las que, cuando llega el maestro, todos lo reconocen como a alguien respetable y al que acuden para que tramite el agua potable o para que les gestione la visita de un médico. Los maestros rurales no sólo enseñan, organizan. Eso es lo que un narcoestado no tolera y repele, aun cuando el crimen masivo de lesa humanidad de Ayotzinapa haya sido el resultado de un error de cálculo y escala de un alcalde vinculado con los narcos. Eso es, después de todo, un narcoestado: una fachada institucional en la que el Estado ha sido privatizado y puesto al servicio del crimen organizado. Decía el sobreviviente: “Detestan que seamos gestores de las comunidades, y especialmente detestan que fundemos escuelas. Muchos maestros rurales fundan escuelas. En nuestras prácticas como estudiantes vemos lo que ha pasado en México: las niñas quieren estudiar, pero los niños quieren ser narcos. Quieren serlo aunque la expectativa de vida dentro del narco es como máximo de dos años. Esto es cultural. Nosotros queremos hablarles de otras formas de vida. Por eso nos quieren callados, pero no tenemos miedo. Yo vi matar a un hombre por primera vez cuando tenía seis años. Alguien sacó a bailar a mi hermana y ella dijo que no y se fue a bailar con otro. El desairado sacó un arma y mató al acompañante de mi hermana. Todos nosotros crecimos viendo cosas así. Si en México a la gente la matan por cosas tan pequeñas, cómo no habrían de querer matarnos si tenemos otra idea de cómo debería ser este país”.
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