Las experiencias de 1969, 1982, 1989 y 2002 dejan pocas dudas de cómo termina la historia de la bicicleta financiera con tasas de interés elevadas y tipo de cambio planchado. Ganancias para pocos y crisis para la mayoría de la población.
Por Andres Musacchio *
Federico Sturzenegger, presidente del Banco Central, lidera una política que fomenta la perturbadora bicicleta financiera. Imagen: Jorge Larrosa
En la city porteña se destaca el reverdecer del “carry-trade”, es decir la toma de créditos en divisas en el extranjero a bajas tasas de interés y su colocación en inversiones líquidas en pesos a altísimas tasas en Argentina. La vieja bicicleta financiera en tiempos de la digitalización. El fenómeno no es nuevo. Cada experiencia neoliberal, de Adalbert Krieger Vasena a este nuevo capítulo, estuvo signada por movimientos de este tipo, que gestaron explosivos aumentos de la deuda privada, luego absorbida de una u otra forma por el Estado.
Círculo vicioso
El “carry-trade” se nutre de varios supuestos, muchos de los cuales son cuestionables. El primero de ellos es atribuir la inflación a fenómenos monetarios. En última instancia, el aumento de los precios se originaría en devaluaciones cambiarias y en una excesiva cantidad de moneda. Por lo tanto, la buena práctica antiinflacionaria neoliberal supone fijar el tipo de cambio y aumentar drásticamente la tasa de interés, para que la gente coloque su dinero en el sistema bancario. Esto, de paso, evita que la gente destine todo su dinero al consumo y, de ese modo, presione sobre los precios.
La estabilización cambiaria requiere de un respaldo externo: sólo con un fluido ingreso de dólares se lo puede mantener al mismo precio. Pero nadie está dispuesto a prestar sus dólares a un país del que luego no podrá retirarlos. Por eso, el factor clave es la liberalización financiera, que permite comprar o vender divisas sin restricciones, ingresarlas o sacarlas del país, abrir o cerrar filiales bancarias y financieras libremente, la reducción de los derechos del consumidor de productos financiero, la reducción del control a las entidades financieras y la posibilidad de que éstas encaren todo tipo de negocios (en las épocas de Bretton Woods los bancos podían operar sólo en algunos segmentos, pero no en otros, para evitar maniobras especulativas sistémicas).
Ahora bien, quienes ingresan divisas suelen cambiarlas a pesos, para poder acceder a inversiones cuya tasa de interés se nutre de la tasa de inflación. Si colocan el dinero al 10 por ciento y la inflación es del 30 por ciento, pierden plata. Por lo tanto, la tasa de interés interna debe ser mayor a la tasa de inflación. Y el propio Banco Central incrementa sus tasas de interés para frenar la inflación. Además, el Estado intenta mejorar su perfil ajustando sus cuentas y aumentando los precios de los servicios para achicar el déficit. Pero esto dispara la inflación y obliga a aumentar todavía más la tasa de interés. El coctel es dólar quieto, inflación alta y tasas de interés por las nubes.
Allí se produce el gran círculo vicioso neoliberal. Las altas tasas de interés en pesos atraen inversores que ingresan y venden dólares. La sobreabundancia de divisas frena el posible aumento del dólar, mientras expande la cantidad de moneda local. El Banco Central intenta compensarlo con tasas más altas. Esas tasas atraen más inversiones financieras, normalmente por la vía del aumento de la deuda, del “carry-trade”. Y así sucesivamente.
¿Y la producción?
Mientras tanto, las altas tasas de interés golpean de varias formas la producción industrial. Las más visibles: con tasas de interés altas no conviene tomar créditos. Tampoco vale la pena invertir, pues el dinero rinde más en el banco y ni siquiera hay que pelearse con el delegado gremial. El consumo también cae. El retraso cambiario (es decir dólar planchado con alta inflación) abarata los productos importados. Las consecuencias son fáciles de predecir. Según las cifras del Indec, la capacidad ociosa de la industria es del 40 por ciento, y la desocupación se disparó.
Si el sector productivo no toma créditos, ¿dónde se colocan las inversiones financieras? Generalmente en el propio Banco Central por medio de las Letras –las famosas Lebac– y de títulos públicos. Es decir, el Estado es el pagador en última instancia de la fiesta del “carry-trade”. Y se obliga a un doble endeudamiento. Por un lado, la deuda interna para absorber los dólares; por el otro, deuda externa para garantizar las divisas en caso de una salida masiva.
Mientras tanto, las altas tasas de interés golpean de varias formas la producción industrial. Las más visibles: con tasas de interés altas no conviene tomar créditos. Tampoco vale la pena invertir, pues el dinero rinde más en el banco y ni siquiera hay que pelearse con el delegado gremial. El consumo también cae. El retraso cambiario (es decir dólar planchado con alta inflación) abarata los productos importados. Las consecuencias son fáciles de predecir. Según las cifras del Indec, la capacidad ociosa de la industria es del 40 por ciento, y la desocupación se disparó.
Si el sector productivo no toma créditos, ¿dónde se colocan las inversiones financieras? Generalmente en el propio Banco Central por medio de las Letras –las famosas Lebac– y de títulos públicos. Es decir, el Estado es el pagador en última instancia de la fiesta del “carry-trade”. Y se obliga a un doble endeudamiento. Por un lado, la deuda interna para absorber los dólares; por el otro, deuda externa para garantizar las divisas en caso de una salida masiva.
Insolvencia
Como se mencionó, este fenómeno no es nuevo para Argentina. El bautismo de fuego fue el Plan Krieger Vasena, incluso cuando Krieger no provocó grandes transferencias intersectoriales de ingresos como sus discípulos. La “ultima devaluación de la historia” –la de 1967– se combinó con una política monetaria restrictiva que disparó, por primera vez desde la crisis de 1930, un salto importante de la deuda externa propiamente financiera. Por entonces, algunos economistas insistían en que Krieger mantenía una política monetaria laxa, porque la cantidad de dinero aumentaba. Una lectura sesgada, pues ese aumento se debía al ingreso de capitales especulativos de corto plazo, mientras el Estado aumentaba las tasas de interés fuertemente, indicador claro de la política monetaria contractiva.
Más de manual fue lo que ocurrió con Martínez de Hoz durante la dictadura. Luego de la implementación de la “tablita cambiaria” y la liberalización financiera, aparecieron los encajes remunerados. Los bancos debían depositar buena parte de sus depósitos obligatoriamente en el Banco Central, y éste se obligaba a pagarles la tasa de interés activa. La nueva Cuenta de Regulación Monetaria del Banco Central reflejó las enormes transferencias del BCRA al sistema financiero –otra vez la política monetaria restrictiva–, que, según FIDE, alcanzó un monto equivalente al 5 por ciento del PIB.
El último tramo del gobierno de Alfonsín también cayó en un círculo vicioso parecido, que por entonces se llamó el “festival de bonos”, más por la forma de pago de la deuda que por una política explícitamente neoliberal.
La misma fiesta para pocos invitados organizó Domingo Cavallo en sus épocas doradas del menemismo y del gobierno radical. Varios funcionarios de entonces ocupan hoy cargos en los principales organismos del Estado. Y que se han encargado de aceitar otra vez esos mecanismos especulativos.
La fiesta es, naturalmente, para pocos. El verdadero negocio es tomar un crédito en el exterior al 4 ó 5 por ciento y colocar ese dinero al 26,25 por ciento anual en el Banco Central. ¿Quién puede tomar esos créditos? El fallo del Juez Ballesteros sobre la deuda externa argentina indica algunos posibles beneficiarios con nombres de Sociedad Anónima. Y también explica que, para esos pocos privilegiados, el Banco Central reserva información confidencial que les permite salir a tiempo y adecuadamente protegidos.
La deuda suele quedar estatizada a la corta o a la larga. Por eso, en 1982 o en 2002 no eran esos pocos privilegiados, sino una parte de la clase media pauperizada la que golpeaba sus cacerolas en la puerta de los bancos. Arrastrado por la misma codicia, pero sin información precisa ni conocimientos de finanzas, en lugar de tomar préstamos baratos y comprar activos caros, el “porteño vivo” vende su casa y compra plazos fijos o dólares sin entender como termina la cuestión.
Y la cuestión termina con el camino de la insolvencia. En algún momento, la deuda se hace impagable, o las tasas de interés internacionales suben y se interrumpe el flujo de fondos. Los grandes especuladores salen rápidamente, apoyados por el Estado y dejan el tendal de deuda. En ese contexto, el tipo de cambio no se sostiene y se produce una megadevaluación, que golpea especialmente sobre los precios de los productos transables (así le dicen los economistas a los alimentos, la heladera, la televisión o la indumentaria).
El Estado colapsa, la economía privada también (excepción de los grandes exportadores) y el peso de la deuda se descarga sobre la mayoría de la población. Mientras, el sector financiero se declara insolvente y no devuelve los ahorros de los ahorristas pequeños. Recuerde el lector la quiebra del BIR o, más adelante, el Plan Bonex o, más cerca, el corralito y el corralón.
Los economistas observan el crecimiento de indicadores de pobreza y miseria, mientras la mayoría de la población empieza a padecer el hambre y acumular broncas. Las experiencias 1969, 1982, 1989 y 2002 dejan pocas dudas de cómo termina la historia. Las viejas fórmulas dejan poco lugar para las dudas, porque no son una cuestión esotérica, sino el resultado lógico de una política que beneficia a algunos pocos. Los mecanismos de transmisión y los problemas que se van generando son demasiado evidentes como para esperar que alguna vez ese experimento salga bien. Salga bien para el país porque para algunos pocos sí ganan mucho.
* Investigador Idehesi-UBA/Conicet.
Como se mencionó, este fenómeno no es nuevo para Argentina. El bautismo de fuego fue el Plan Krieger Vasena, incluso cuando Krieger no provocó grandes transferencias intersectoriales de ingresos como sus discípulos. La “ultima devaluación de la historia” –la de 1967– se combinó con una política monetaria restrictiva que disparó, por primera vez desde la crisis de 1930, un salto importante de la deuda externa propiamente financiera. Por entonces, algunos economistas insistían en que Krieger mantenía una política monetaria laxa, porque la cantidad de dinero aumentaba. Una lectura sesgada, pues ese aumento se debía al ingreso de capitales especulativos de corto plazo, mientras el Estado aumentaba las tasas de interés fuertemente, indicador claro de la política monetaria contractiva.
Más de manual fue lo que ocurrió con Martínez de Hoz durante la dictadura. Luego de la implementación de la “tablita cambiaria” y la liberalización financiera, aparecieron los encajes remunerados. Los bancos debían depositar buena parte de sus depósitos obligatoriamente en el Banco Central, y éste se obligaba a pagarles la tasa de interés activa. La nueva Cuenta de Regulación Monetaria del Banco Central reflejó las enormes transferencias del BCRA al sistema financiero –otra vez la política monetaria restrictiva–, que, según FIDE, alcanzó un monto equivalente al 5 por ciento del PIB.
El último tramo del gobierno de Alfonsín también cayó en un círculo vicioso parecido, que por entonces se llamó el “festival de bonos”, más por la forma de pago de la deuda que por una política explícitamente neoliberal.
La misma fiesta para pocos invitados organizó Domingo Cavallo en sus épocas doradas del menemismo y del gobierno radical. Varios funcionarios de entonces ocupan hoy cargos en los principales organismos del Estado. Y que se han encargado de aceitar otra vez esos mecanismos especulativos.
La fiesta es, naturalmente, para pocos. El verdadero negocio es tomar un crédito en el exterior al 4 ó 5 por ciento y colocar ese dinero al 26,25 por ciento anual en el Banco Central. ¿Quién puede tomar esos créditos? El fallo del Juez Ballesteros sobre la deuda externa argentina indica algunos posibles beneficiarios con nombres de Sociedad Anónima. Y también explica que, para esos pocos privilegiados, el Banco Central reserva información confidencial que les permite salir a tiempo y adecuadamente protegidos.
La deuda suele quedar estatizada a la corta o a la larga. Por eso, en 1982 o en 2002 no eran esos pocos privilegiados, sino una parte de la clase media pauperizada la que golpeaba sus cacerolas en la puerta de los bancos. Arrastrado por la misma codicia, pero sin información precisa ni conocimientos de finanzas, en lugar de tomar préstamos baratos y comprar activos caros, el “porteño vivo” vende su casa y compra plazos fijos o dólares sin entender como termina la cuestión.
Y la cuestión termina con el camino de la insolvencia. En algún momento, la deuda se hace impagable, o las tasas de interés internacionales suben y se interrumpe el flujo de fondos. Los grandes especuladores salen rápidamente, apoyados por el Estado y dejan el tendal de deuda. En ese contexto, el tipo de cambio no se sostiene y se produce una megadevaluación, que golpea especialmente sobre los precios de los productos transables (así le dicen los economistas a los alimentos, la heladera, la televisión o la indumentaria).
El Estado colapsa, la economía privada también (excepción de los grandes exportadores) y el peso de la deuda se descarga sobre la mayoría de la población. Mientras, el sector financiero se declara insolvente y no devuelve los ahorros de los ahorristas pequeños. Recuerde el lector la quiebra del BIR o, más adelante, el Plan Bonex o, más cerca, el corralito y el corralón.
Los economistas observan el crecimiento de indicadores de pobreza y miseria, mientras la mayoría de la población empieza a padecer el hambre y acumular broncas. Las experiencias 1969, 1982, 1989 y 2002 dejan pocas dudas de cómo termina la historia. Las viejas fórmulas dejan poco lugar para las dudas, porque no son una cuestión esotérica, sino el resultado lógico de una política que beneficia a algunos pocos. Los mecanismos de transmisión y los problemas que se van generando son demasiado evidentes como para esperar que alguna vez ese experimento salga bien. Salga bien para el país porque para algunos pocos sí ganan mucho.
* Investigador Idehesi-UBA/Conicet.