Por Roberto López Belloso.
En todo caso, a los 8 años no se apela a tecnicismos. A los 8 años, en una ciudad ocupada, el mundo es un lugar peligroso donde el bien y el mal están claramente delimitados. Para prestar oídos a ese rumor se necesitaba una profunda fe en un sustrato común de humanidad, un sustrato tan fuerte y tan elemental como para abarcar incluso al enemigo. A los 8 años Akram Zaatari disponía de esa base. Era hijo de un maestro, y un maestro, esencialmente, es alguien que cree en lo que hay de humano detrás de cada uno.
Akram Zaatari no murió en el bombardeo que nunca ocurrió sobre la escuela de su infancia. Así que Akram Zaatari creció, dejó el sur de Líbano, estudió para arquitecto y se hizo artista plástico. Como un zumbido extraño, el rumor acerca del piloto que se negó a matarlo siguió persiguiéndolo durante todos esos años.
Habló de eso una y otra vez. Con propios y extraños.
Una de esas veces fue en París, ante la cámara del cineasta israelí Avi Mograbi. De esas palabras se hizo un pequeño documental y un libro. Un pequeño libro naranja, como recuerda Zaatari.
Y las palabras llegaron a los ojos que tenían que leerlas.
Hagal Tamir había nacido y había crecido en un kibutz. Después había estudiado arquitectura. Años más tarde se había enrolado en la fuerza aérea israelí. Hagal Tamir fue el piloto que se negó a lanzar sus bombas sobre la escuela del sur de Líbano.
Eso, que primero fue un rumor, ahora se confirmaba. Pero seguía resonando en la cabeza de Akram Zaatari sin que supiera muy bien qué hacer con ese zumbido. Resonó con más fuerza a principios de este siglo todavía joven, cuando otro piloto israelí tomó el camino contrario al de Hagal Tamir y en lugar de negarse a lanzar sus bombas sobre una infraestructura civil, tiró desde su F16 una tonelada de explosivos sobre una zona densamente poblada de Gaza, matando a 15 personas.
Ese bombardeo –y no el hallazgo de aquel piloto de su infancia– fue el detonador del mecanismo de relojería que el rumor había plantado en la cabeza de Akram Zaatari. No es metáfora. No se pasa indemne la infancia en una ciudad ocupada.
Entonces Akram Zaatari, ya convertido en uno de los principales artistas conceptuales de su país, hizo lo que hace el arte con la realidad: la iluminó de tal manera que pudiera verse (casi) como realmente es, sin las máscaras de la política circunstancial, de los intereses económicos, de la opaca parodia que son los medios que dicen comunicarla. Sin ocultar que también el arte es una máscara. Aunque probablemente la máscara más honesta, si se permite el oxímoron.
En esa construcción artística, que pudo verse en la más reciente Bienal de Venecia como obra única del envío libanés, Akram Zaatari juntó croquis, fotos de familia, páginas de una agenda, fragmentos de esa conversación imaginaria con el piloto que no sabía si en verdad existía y que dio lugar al pequeño libro naranja. Y un video. Un inquietante video de bombas que caen donde deben y donde no deben caer.
Llamó a su obra “Carta a un piloto que dijo no”. En verdad llegó a Venecia titulada en inglés con el mucho más preciso y certero “Letter to a refusing pilot”. Sin embargo me permito la licencia. Porque una traducción se hace también de influencias, y decir no es mucho más que negarse a obedecer una orden. El Día del No es la fiesta nacional griega, conmemorando el momento en que el pequeño país de Europa, donde está enterrado el ombligo de lo mejor de ese mundo bastante pérfido que llamamos Occidente, se negó a aceptar el ultimátum de la Alemania nazi y se decidió a pelear y ganar perdiendo. “¿Y ese quién es?”, preguntaba un niño a otro en un afiche de París a fines de los noventa delante de una foto de Charles de Gaulle. “El que dijo no”, le respondía el otro, en una de las campañas más inspiradas de los publicistas galos. Decir no. Como en la Segunda Guerra, como en los ochenta en los plebiscitos de Uruguay o de Chile. Como cuando se recibe la orden de bombardear una escuela.
La obra de Akram Zaatari muestra la serie de fotos que componen una joven vida como la suya. En ese technicolor de las fotos de finales de los setenta puede vérselo con su pequeño hermano en tiradores y un fondo de vegetación cuidada pero desértica. O con su madre y su perro. O muy serio, con una camisa celeste abotonada hasta el último botón del cuello. O ya adolescente, sonriendo, de remera, en el patio de la escuela que no fue destruida, donde su padre ya era director. Es la biografía en fotos de un niño que debió morir en un bombardeo. Es su carta al piloto que eligió no matarlo.
La obra se expone en un ambiente de semipenumbra. Los visitantes apenas recorren el espacio. Miran alrededor fugazmente y se sientan, largo rato, a observar el hipnótico video del avión y las bombas. El mismo avión que aparece como una sombra, casi como un ovni, lejos, en el cielo, en una foto que tiene el grano de las viejas imágenes de periódico, y que se reproduce en tamaño sábana en el catálogo de 16 páginas de donde fue tomada la historia que acá se cuenta.
Un año estuvieron guardadas en un cajón de Montevideo esas 16 páginas. Hace más de nueve meses que terminó la Bienal de Venecia. De allá vinieron en una maleta, apretujadas entre otros catálogos y folletos. Como un zumbido en mis oídos, la carta de Akram Zaatari volvía una y otra vez a medida que las noticias sobre la más reciente operación de castigo contra Gaza iban tomando dimensiones más dantescas.
Niños que tenían casi la misma edad de Akram Zaatari cuando escuchó por primera vez la historia del piloto que eligió no matarlo, han estado muriendo a diario.
La carnicería es tan grande
–más de 1.900 muertos la última vez que reparé en la cifra que parece una hemorragia que no para– que ha de ser difícil encontrar hoy, en alguna parte de Gaza, un maestro dispuesto a creer en un rumor que hable de un piloto que se negó a bombardear una escuela. O un rumor que hable de un combatiente de Hamas que se negó a esconderse en una escuela para evitar poner en riesgo vidas inocentes. Ha de ser difícil de encontrar. Pero a veces, en una ciudad cercada y ocupada, no se tiene más que eso.
Akram Zaatari no murió en el bombardeo que nunca ocurrió sobre la escuela de su infancia. Así que Akram Zaatari creció, dejó el sur de Líbano, estudió para arquitecto y se hizo artista plástico. Como un zumbido extraño, el rumor acerca del piloto que se negó a matarlo siguió persiguiéndolo durante todos esos años.
Habló de eso una y otra vez. Con propios y extraños.
Una de esas veces fue en París, ante la cámara del cineasta israelí Avi Mograbi. De esas palabras se hizo un pequeño documental y un libro. Un pequeño libro naranja, como recuerda Zaatari.
Y las palabras llegaron a los ojos que tenían que leerlas.
Hagal Tamir había nacido y había crecido en un kibutz. Después había estudiado arquitectura. Años más tarde se había enrolado en la fuerza aérea israelí. Hagal Tamir fue el piloto que se negó a lanzar sus bombas sobre la escuela del sur de Líbano.
Eso, que primero fue un rumor, ahora se confirmaba. Pero seguía resonando en la cabeza de Akram Zaatari sin que supiera muy bien qué hacer con ese zumbido. Resonó con más fuerza a principios de este siglo todavía joven, cuando otro piloto israelí tomó el camino contrario al de Hagal Tamir y en lugar de negarse a lanzar sus bombas sobre una infraestructura civil, tiró desde su F16 una tonelada de explosivos sobre una zona densamente poblada de Gaza, matando a 15 personas.
Ese bombardeo –y no el hallazgo de aquel piloto de su infancia– fue el detonador del mecanismo de relojería que el rumor había plantado en la cabeza de Akram Zaatari. No es metáfora. No se pasa indemne la infancia en una ciudad ocupada.
Entonces Akram Zaatari, ya convertido en uno de los principales artistas conceptuales de su país, hizo lo que hace el arte con la realidad: la iluminó de tal manera que pudiera verse (casi) como realmente es, sin las máscaras de la política circunstancial, de los intereses económicos, de la opaca parodia que son los medios que dicen comunicarla. Sin ocultar que también el arte es una máscara. Aunque probablemente la máscara más honesta, si se permite el oxímoron.
En esa construcción artística, que pudo verse en la más reciente Bienal de Venecia como obra única del envío libanés, Akram Zaatari juntó croquis, fotos de familia, páginas de una agenda, fragmentos de esa conversación imaginaria con el piloto que no sabía si en verdad existía y que dio lugar al pequeño libro naranja. Y un video. Un inquietante video de bombas que caen donde deben y donde no deben caer.
Llamó a su obra “Carta a un piloto que dijo no”. En verdad llegó a Venecia titulada en inglés con el mucho más preciso y certero “Letter to a refusing pilot”. Sin embargo me permito la licencia. Porque una traducción se hace también de influencias, y decir no es mucho más que negarse a obedecer una orden. El Día del No es la fiesta nacional griega, conmemorando el momento en que el pequeño país de Europa, donde está enterrado el ombligo de lo mejor de ese mundo bastante pérfido que llamamos Occidente, se negó a aceptar el ultimátum de la Alemania nazi y se decidió a pelear y ganar perdiendo. “¿Y ese quién es?”, preguntaba un niño a otro en un afiche de París a fines de los noventa delante de una foto de Charles de Gaulle. “El que dijo no”, le respondía el otro, en una de las campañas más inspiradas de los publicistas galos. Decir no. Como en la Segunda Guerra, como en los ochenta en los plebiscitos de Uruguay o de Chile. Como cuando se recibe la orden de bombardear una escuela.
La obra de Akram Zaatari muestra la serie de fotos que componen una joven vida como la suya. En ese technicolor de las fotos de finales de los setenta puede vérselo con su pequeño hermano en tiradores y un fondo de vegetación cuidada pero desértica. O con su madre y su perro. O muy serio, con una camisa celeste abotonada hasta el último botón del cuello. O ya adolescente, sonriendo, de remera, en el patio de la escuela que no fue destruida, donde su padre ya era director. Es la biografía en fotos de un niño que debió morir en un bombardeo. Es su carta al piloto que eligió no matarlo.
La obra se expone en un ambiente de semipenumbra. Los visitantes apenas recorren el espacio. Miran alrededor fugazmente y se sientan, largo rato, a observar el hipnótico video del avión y las bombas. El mismo avión que aparece como una sombra, casi como un ovni, lejos, en el cielo, en una foto que tiene el grano de las viejas imágenes de periódico, y que se reproduce en tamaño sábana en el catálogo de 16 páginas de donde fue tomada la historia que acá se cuenta.
Un año estuvieron guardadas en un cajón de Montevideo esas 16 páginas. Hace más de nueve meses que terminó la Bienal de Venecia. De allá vinieron en una maleta, apretujadas entre otros catálogos y folletos. Como un zumbido en mis oídos, la carta de Akram Zaatari volvía una y otra vez a medida que las noticias sobre la más reciente operación de castigo contra Gaza iban tomando dimensiones más dantescas.
Niños que tenían casi la misma edad de Akram Zaatari cuando escuchó por primera vez la historia del piloto que eligió no matarlo, han estado muriendo a diario.
La carnicería es tan grande
–más de 1.900 muertos la última vez que reparé en la cifra que parece una hemorragia que no para– que ha de ser difícil encontrar hoy, en alguna parte de Gaza, un maestro dispuesto a creer en un rumor que hable de un piloto que se negó a bombardear una escuela. O un rumor que hable de un combatiente de Hamas que se negó a esconderse en una escuela para evitar poner en riesgo vidas inocentes. Ha de ser difícil de encontrar. Pero a veces, en una ciudad cercada y ocupada, no se tiene más que eso.