Estos días asistimos a un momento de la historia contemporánea brasileña encarnado por dos hombres: Lula y Fernando Henrique Cardoso. El primero se expresa en Dilma Rousseff, el segundo en José Serra, el gobernador del estado de San Pablo Alkmin, y ahora Aécio Neves, el “señorito”, el filhinho de papai.
Hace muchos años, cuando Lula recién surgía con su gorrito de ferroviario (era metalúrgico y hasta el momento sólo organizaba las fiestas de su sindicato), vociferando discursos en los que mezclaba el sentido común reivindicativo y una peculiar intuición política (hablaba en estadios repletos de obreros de las automotrices alemanas en los suburbios paulistas), Fernando Henrique Cardoso intentaba sus primeros escarceos en la política electoral. Era un prestigioso intelectual al que la dictadura militar le había impedido dar clases en la universidad, que había publicado en el exilio chileno lo que serían sus famosas tesis sobre la “teoría de la dependencia”, y que tiempo antes –si las fotos sirven de extraño emblema que congela un instante de vida para tornarlo arquetipo– se lo veía escuchando a Sartre en su visita a Brasil, sentado en primera fila.
Cardoso había hecho su tesis por la Universidad de San Pablo sobre la esclavitud en el sur de Brasil; había sido auspiciado por Florestan Fernandes, viejo maestro de la sociología marxista, años después diputado por el PT. Luego, en sus conocidos trabajos sobre la dependencia, se había inspirado en Prebisch y el pensamiento desarrollista más refinado, arraigado muy explícitamente en la academia y los intelectuales brasileños.
Cardoso coqueteaba también con algunos despuntes de un desarrollismo populista, nunca exactamente definidos así, pero su idea de “dependencia” muy tempranamente había revelado que –al no ser el imperialismo sólo externo sino una “categoría interna” de la sociedad de cada país– debería haber entonces un tipo de alianza social que en cada caso pudiera aprovechar la complejidad de la relación entre las clases sociales, para producir rupturas culturales y políticas en un marco histórico no determinista.
Los inicios de Lula, como dirigente obrero de masas, están marcados por la tensión con Fernando Henrique Cardoso, que aspira a saltar de la alta academia a la laboriosa e intrincada arena política brasileña, y para eso considera el surgimiento del nuevo proletariado brasileño –que rompía con la herencia de Vargas, que en su costado más democrático social representaba Brizola– como su natural aliado. Son tiempos en que busca a Lula; lo imagina como la porción de esa gran alianza social democratizadora que no podría encabezar un obrero nordestino “sin preparación”, como diría después cuando las campañas electorales los enfrentaban. Cardoso ya actuaba aplicando explícitamente el giro neodesarrollista liberal que potencialmente estaba encerrado en los pliegues íntimos de su “dependentismo”, habiendo adquirido entonces el poderoso aspecto de una tesis sobre la “sociedad civil activa”, que tenía remotos rasgos gramscianos de derecha.
Lula es su propio teórico. “La clase obrera precisa su propio partido.” Y al formarse el PT y presentarse en las elecciones para el fundamental municipio de San Pablo, le resta a Cardoso –el candidato natural de la “democratización y apertura” con la que comenzaba la retirada del régimen militar– los votos necesarios para su triunfo, permitiendo que asumiera la intendencia el populista, derechista e histrión Jânio Quadros. Allí Lula se convierte en el fantasma de Cardoso, el discípulo que no pudo ser, y su adversario más contundente. Venía Lula de la experiencia de los migrantes nordestinos de los años sesenta, con su sabiduría socrática obtenida mientras viajaba en la caja de los camiones, y el mote prejuicioso contra el movimiento intelectual (“obrero en fábrica; intelectual en universidad”), luego urgentemente corregido. Así, en los comienzos del PT se vuelca a su favor buena parte de la Universidad de San Pablo, y la desde entonces fiel aliada de Lula, la importantísima filósofa Marilena Chauí; también se pueden recordar las charlas de formación política que en su viaje por Brasil daba a las huestes iniciáticas del PT el filósofo francés Félix Guattari con sus “máquinas productoras de subjetividad”.
Sobre la contraposición Lula-Cardoso y sus diversas proyecciones simbólicas se jugó la política brasileña en las décadas siguientes, a la manera perseverante de los eternos duelistas. Cardoso había completado el giro que ya insinuaban sus primeras teorizaciones, hacia un neoliberalismo globalizante, enemigo de lo que llamaba con desprecio “el tercermundismo revolucionario” (lo he escuchado decir esa frase alojada en el énfasis que describo) y que tenía razón al decir que rechazaba haber dicho “rechazo todo lo que escribí antes”. No era verdad que se había apartado tanto de sus comienzos, ni de su herencia familiar –las campañas por el nacionalismo petrolero de los cincuenta, aunque medio siglo después el privatizador haya sido él–, y por momentos seguía diciendo –en frase que había tomado de otros– que “antes de escribir cualquier cosa que sea, consulto el 18 Brumario de Marx”.
Lula, en cambio, se convirtió en un agudo dirigente que enseguida captó el sentido que le daba Cardoso al duelo personal y colectivo que estaba en curso. Su respuesta era: los obreros pueden y deben gobernar, no deben aceptar el chantaje de los estamentos intelectuales que realizaron su transformismo –tan complejo como fuere– hacia los dominios de las fuerzas económicas, financieras y comunicacionales que antes repudiaban como malas fórmulas de la “modernización”. Construyó Lula una gran maquinaria electoral (a la que al principio aportaron los “setentismos” vacantes, las comunidades eclesiásticas de base y las diversas izquierdas sociales, en donde brillaba su chispeante expresividad surgida de un humanismo social realista), en la que su jefatura era la de un primus inter pares y donde aún hoy es el encargado de responder a las pobres temeridades de Cardoso (“los nordestinos no votan mal por ser pobres sino por estar mal informados”), afirmando con gracia lo que es su especialidad: el despliegue de una autoafirmación de lo popular que pasa por evocar otras sabidurías de la “escuela del sentido común”, sostenida por una espontánea emotividad y con otros lenguajes que el PT contiene, como la crítica a la “invención de tradiciones” de Marco Aurélio Garcia.
Dilma Rousseff es otra interesante biografía que aporta su itinerario propio a este “18 Brumario brasileño”. Se inicia en los más conocidos grupos insurgentes de los años sesenta, se inscribe luego en el partido de Brizola en Río Grande del Sur y después, como “economista de la planificación”, pasa al PT. Posee seriedad y fuerza argumentativa de gran administradora, y lo que falta en emotividad espontánea, lo aporta la agudeza de la “dramatis persona” de Lula. Fue castigada por arduos procesos de corrupción en su propio partido, hoy un archipiélago de tendencias donde domina el lulismo de los orígenes. Aquel es un flanco débil que obedece a los nunca resueltos temas de financiamiento de los grandes partidos de países como Brasil, donde el concepto de “potencia” no es ajeno al lenguaje petista.
Cardoso nunca tuvo la exquisitez como economista que sí caracterizó a Celso Furtado. Su relación con Aécio Neves es patriarcal, y tiene que conformarse con haberle sustraído a Lula una pieza fundamental, pero que revela la complejidad del tapiz político brasileño: la volátil Marina Silva, ecologista de izquierda y apoyada por la derecha financiera y los poderosos lenguajes pastorales. La relación de Lula con Dilma, no exenta de problemas, es en cambio de naturaleza igualitaria y apunta, en germen, a ser el símbolo de la reconstrucción de los interlazos personales en los dirigentes políticos más encumbrados del más que enmarañado movimiento popular brasileño.
Tomado de Página 12 por convenio. Brecha publica fragmentos.