28 mar 2015

ASÍ FUE LA TORTURA EN ÉPOCAS DE BORDABERRY

En el Batallón 13


José Jorge Martínez. Uno de los capítulos de su libro “Crónicas de una derrota-Testimonio de un luchador”.

“Siento correr un portón de hierro y me invade una música estridente. Me bajan, me atan fuertemente las manos por detrás con un cable y me sacan la funda que me envuelve la cabeza: estoy contra una pared. Luego me tapan los ojos con una tela áspera y la anudan fuertemente. También me cuelgan algo del cuello y alguien me dice que en adelante me llamarán por un número que me

indica y que por los nervios olvido de inmediato. Ahora me toman firmemente del brazo y me conducen unos metros. Una voz me pregunta: cómo te llamás. Contesto Martínez. Una bofetada. Me pregunta de nuevo: cómo te llamás. Uno aprende rápido y contesto José Jorge Martínez. El Tito, comenta el interrogador, y sigue: la mano viene brava para vos, ¿vas a hablar? Callo, esperando otra bofetada. No se produce. Me toman de nuevo del brazo y me llevan, me hacen subir una escalera de madera y luego de unos pasos nos paramos. De súbito me toman vigorosamente de los brazos y de la nuca, son dos pienso, y me doblan, hundiéndome la cabeza en un tacho con agua. Es un agua con algo viscoso, con olor nauseabundo, vómito pienso, es un olor inconfundible pienso, mientras cierro fuertemente la boca. Al cabo de un momento, es fácil de aguantar me digo. Pasa el tiempo y sigo con la cabeza en el agua. Siento que me asfixio, el pecho parece explotar, me agito inútilmente, lo único que pienso es no abrir la boca, pero el agua comienza a entrar por la nariz, me sacudo, la nariz me arde. Me levantan. Respiro a bocanadas, ruidosamente, ansiosamente. Me preguntan: vas a hablar. No digo nada. Otra, se dicen, y de nuevo me empujan por la nuca hacia el agua, larga, interminablemente; siento que voy perdiendo el control, no resisto, no resisto, abro la boca y aspiro, el agua y la porquería entran pero no aire, me convulsiono, me sacan. Me preguntan: vas a hablar, puto. No digo nada. Me impulsan otra vez hacia el tacho y así todo recomienza.

Estoy parado hace mucho tiempo, no sé dónde ni cuánto. Pienso insistentemente, obsesivamente, bueno, esto es así, se aguantó una vez, se puede aguantar otra, hay que pasarlo de a una vez, de una vez por vez, sí, de una vez por vez”.

“Siento que me ponen una capucha, no sé de que material: está húmeda, huele a roña, a inmundicia. Me llevan casi corriendo, a los tropezones y de inmediato estoy otra vez con la cabeza en el agua. Pero para mi alivio esta vez me sacan pronto: un tipo me toma la capucha a la altura de la garganta y la aprieta. No entiendo qué pretende. El tipo la aprieta aun más, la estruja y siento que me falta el aire; abro bien la boca y en vez de aire me entra la capucha, me sacudo como loco, me sujetan violentamente, deben ser tres, me asfixio, siento que me voy, el tipo afloja y me llega aire que trago a borbotones; el tipo vuelve a estrujar la capucha, imagino que la capucha entra también por la nariz, pataleo y logro zafar pero un golpe en la cabeza da conmigo en el suelo y puedo respirar aliviado. Una voz me dice: vos te la buscaste, ahora vas a saltar, vas a ver lo que es bueno. Advierto que a los tirones me arrancan la ropa y me dejan desnudo; me tiran sobre algo duro pero flexible, no sé, sí, parece una cama metálica con elásticos y con una arpillera mojada arriba.

Picana, es la picana; me recorren el cuerpo y yo me arqueo, salto como una rana, me tiran agua encima y siento que vibro todo entero. Alguien me dice: vas a hablar, hijo de puta. La picana pasa por el pecho y me da como un golpe, percibo lejanamente que me paralizo. Un tipo me levanta los labios, hurga en mi boca cerrada y un rayo continuo se me descarga. Oigo a alguien que grita, que aúlla, soy yo”.

“Me están haciendo subir otra vez la escalera; de nuevo la picana, me digo, ¿cuántos días van? Tres, cuatro, no me acuerdo bien. Una vez por vez me repito monótonamente, hay que pasarlo una vez por vez. Estoy arriba y con las vísceras apretadas espero que empiece, pero no, un tipo me habla. Amable, firme. Me está diciendo que es al cohete que me haga masacrar, que tarde o temprano todos terminan hablando. A esta altura por las voces ya me he dado cuenta que los que torturan son oficiales, que los soldados, los números, sólo te llevan y traen, pero aun así éste es otra cosa”.

“El tipo pierde la paciencia, o hace que la pierde, y me grita, es un truco, pienso, es técnica elemental de interrogatorio, pienso, y el tipo me insulta, se evapora su corrección, me golpea, es un golpe seco y duro, es una cachiporra de goma identifico, el tipo me da en la espalda, en los brazos, se encarniza en los muslos, que queman, atontado en un momento me caigo y el tipo me sigue dando en el suelo, sin parar. No, ahora se detiene y me vuelve a conminar, vuelve a ser convincente, dice que me tiene lástima, que no sea idiota al pedo. Callo. Vuelve a pegarme en los muslos. Duele mucho, pero pienso que se puede soportar, que al lado de la picana en la pija eso no es nada, que mejor siga con los golpes y gimo para impresionarlo.

Al final se detiene. Debe haber hecho un gesto porque sin más palabras me agarran y me llevan escaleras abajo. Me hacen caminar un trecho y luego me dicen quieto y me dejan. Estoy desconcertado. Ya sé que alzando con disimulo la cabeza puedo entrever algo debajo de la venda, por las comisuras: lo hago brevemente y percibo otros pies, concluyo que estamos de plantón, esperando. Siento una conversación, parece radial, alguien está diciendo 300 Carlos, sí, aquí Oscar 2, escucho”.

“Debe ser ya media mañana. Alzo la cabeza para tratar de ver algo cuando un fuerte golpe en la cabeza me saca las ganas: y al cabo de un rato alguien viene y me coloca algodones en los ojos debajo de la venda: esto debe ser jodido, pienso, cuando noto que algunas hebras se me han metido debajo de los párpados.

Me vienen a buscar y me digo, con pánico, de nuevo arriba. No, me ponen otra vez la atadura a la espalda, maniobran con ella y siento que soy lentamente izado, mis brazos arqueados en la espalda se elevan y alzan tras ellos el cuerpo, éste se estira, me pongo de puntillas, se sigue elevando: estoy en el aire. Alguien ha tanteado con el pie haciéndome oscilar y así quedo.

No pensaba en nada, duraba como una cosa, cuando me apercibo que ahora con las puntas de los pies rozo el piso: me duelen terriblemente los omóplatos pero igual hago un esfuerzo para bajar; me retuerzo, lo voy logrando y consigo que los dedos de mi pie derecho se apoyen, sí, se apoyan en el suelo. No me dan tiempo para saber si he mejorado o empeorado porque alguien viene, siento que maniobra con la cuerda y vuelvo a elevarme en el aire. Es insoportable, pero continúa sin pausas.

Puedo ver, a través de la venda puedo ver con claridad a unos niños que me miran atentos, curiosos, son cinco o seis y uno tiene los dedos en la boca: están callados e inmóviles; ahora se mecen, crecientemente se mecen en el aire mientras me miran reflexivos. Estoy abstraído ante los niños que me custodian expectantes mientras oscilan ingrávidos como movidos por una brisa.

Alguien me toma por los sobacos y me alza mientras otro va soltando la cuerda; voy recobrando la lucidez en tanto los músculos de los hombros se van encogiendo entre punzadas taladrantes: siento que me voy a derrumbar pero me sostienen y luego uno me lleva trastabillando, me hace acostar y me arropa con un poncho. Quedo muerto.

Estoy otra vez en el gancho, colgado. Una voz, alguien, me habla y yo me retuerzo en el aire; la voz me pregunta si ahora estoy dispuesto a hablar, nada digo, el tipo me insulta larga y pacientemente, me lo pregunta de nuevo y yo decido no contestarle pero me oigo decir entre gemidos nombres no, nombres no cuando algo me toca y salto, es la picana, yo me arqueo, los omóplatos van a reventar, me sacudo, cimbreo como una bandera sacudida por un ventarrón. Voy perdiendo la noción de las cosas.

Alguien me toma por los sobacos”.

“Nuevamente estoy de plantón. Llevo cinco, no, seis días con esta rutina diabólica, plantón, gancho, picana, reposo, plantón, gancho, picana. Llevo cinco, no, seis días, dormitando sólo parado, los pies están hinchados y vivo en un sopor que no sé qué pensarán ellos pero que hacen más soportable el tormento”.

“Estoy colgado del gancho. De pronto aparece Adriana que se detiene a lo lejos y me mira callada, meditativa. Yo me pregunto qué estará haciendo ahí, qué imprudencia, la van a agarrar, qué incauta. Ella me mira en silencio y yo me esfuerzo para hacerle señas con la cabeza de que se vaya ya, que no se arriesgue porque la va a quedar. No me hace caso y mi tensión sube: qué temeridad y todo para qué, si al menos tentara aflojarme la cuerda y yo pudiera apoyarme en el suelo: pero no, está demasiado lejos. Ahora parece que me ha comprendido y sin darse vuelta comienza a alejarse lentamente, cuando yo me apercibo que tengo una necesidad y le digo que me traiga un par de alpargatas, sí, necesito imperiosamente un par de alpargatas. Ella no contesta ni da señales de haber oído; alpargatas, le imploro, le grito, por favor, alpargatas. Desaparece, se ha ido: pero yo necesito alpargatas.

Estoy de plantón. Siento ruidos familiares porque estoy al lado del baño y del baño mana como un arroyo de aguas servidas que empieza a mojarme los pies: es mierda, diablos, es mierda...”

“Estoy sentado: es el descanso de cinco minutos. Siento los ojos pegajosos. Me preocupa que la infiltración de los algodones debajo de los párpados haga que sienta que mis ojos supuren permanentemente y que provoque que la pringue de hilos de algodón, pestañas y líquido vayan formando como pequeños bolsones. Alguien viene y me examina la pierna. Es que al costado de la pantorrilla ha erupcionado como una úlcera y exuda una débil mezcla de pus y sangre. Ya lo había entrevisto con indiferencia, como una curiosidad. Ahora que me examinan me digo que es raro porque nunca he tenido várices, me pregunto displicente a qué se deberá. El tipo parece que me pasa un algodón mojado, una y otra vez, y en la maniobra le huelo un tufo alcohólico; me pone una gasa y la sujeta con una cinta. Yo pienso decirle que no se preocupe por pavadas, lo que me importa son los ojos que supuran cada vez más, sí. El tipo parece que se ha ido: a mí lo que me preocupan son los ojos

Estoy sentado y viene alguien que me dice: tomá, mientras me da un par de pastillas y yo me digo: qué bueno, debe ser para los ojos, el médico será un borracho pero se acordó; las trago y luego recuerdo que no alcancé a planteárselo pero tal vez el tipo se dio cuenta, y me digo qué atento, qué tipo piola. Mientras, viene la orden, de pie, y cuando me dispongo a pararme siento una mano en el hombro y me dicen no, vos no, dormí. Me invade una enorme sensación de felicidad, de reconocimiento y gratitud, y me recuesto encogido entre los ponchos. Qué bien se está: mi agradecimiento es totalizador, qué buenos son pienso, después de nueve días podré dormir, qué tipos macanudos. Me despierto y quedo absorto: veo grandes manchas de color, geométricas, como un conjunto de edificios que se movieran lentamente, meciéndose, tal como si fueran haces de luz multicolor. Es un espectáculo tranquilo, de una serenidad increíble, profundamente armonioso, que trae paz y bienestar. Lo observo sosegado, sin preguntarme a qué corresponderá. Lo acepto plácidamente encantado. Los planos de luz se cortan, se entroncan como si estuvieran regidos por una música inaudible. Es posible que me haya muerto, me digo sin el menor asomo de inquietud, sí, es posible, mientras alguien cerca está diciendo: 300 Carlos, aquí Oscar 1.

Los plazos se han acortado: ahora, cuando me cuelgan del gancho, los niños me vienen a ver casi de inmediato”.

“... ¿cuánto llevo aquí? Concluyo que debe ser un mes, más o menos un mes. Qué mierda. Me viene una certidumbre, absoluta, total: estoy en reparaciones y dentro de poco recomenzará todo, pero sólo una vez, sí, una vez, y luego abandonarán y me llevarán al Juzgado: si después de todo ya saben todo, me dejarán en paz. Sólo tengo que aguantar otra tanda de torturas como la primera: si aguanté una puedo aguantar otra, y después me dejarán en paz, me dejarán en paz”.

“Luego de cuatro o cinco días de recuperación todo ha recomenzado: la colgada, la picana, los plantones; todo el día, todos los días. Es inaguantable; antes me decía una vez por vez, pero ahora ya sé que esa una vez va a durar un mes por lo menos, un mes soportando esto. Ya no sólo me duelen los hombros cuando me cuelgan, sino que al llevarme y tocarme casualmente siento ya un tormento. Mejor estar muerto, me digo, mejor morir que seguir soportando esto.

Dale, puto de mierda, hablá, qué ganás con hacerte masacrar. Nombres no, nombres no. Salto en el aire, siento que me desgarro.

Me llevan, otra vez me llevan al gancho: pero no, la escalera, será otra vez el tacho, es preferible, me enlazan una cuerda al cable que me ata las muñecas en la espalda y me empujan, tropiezo, me empujan y quedo montado a caballo sobre una barra. Un tipo me dice: mirá que esto nadie lo aguanta, largá mejor. Quedo expectante, aterrado, y contesto nombres no, nombres no. La picana, salto en el aire, me retuerzo y caigo, la barra es filosa y el tajo es como si me seccionara en la entrepierna el hueso, no me dan tiempo ni para pensar y vuelvo a saltar, es como si me rajaran todo el cuerpo, siento que todo yo estallo, ahora caigo sobre los testículos, van a explotar, vuelvo a saltar, siento que me voy, salto.

Estoy acostado porque han suprimido los plantones: luego que me aplican el caballete me bajan y me acuestan. Y aquí quedo, en un sopor, idiotizado, todo el resto del día. Rechazo la comida, mejor dicho, no la ingiero, simplemente no hago nada. Nada. Dormito.

Me tiran agua a la cara, cobro conciencia, me levantan y me llevan: de nuevo el caballete, mejor morir me digo. Estoy en lo alto de la escalera, doy un brusco tirón, me suelto, monto a horcajadas sobre la baranda, voy a saltar, me agarran, me tiran al suelo, gritan. Pará, hijo de puta, qué querías, tirarte, bien, soldado, bien, estuvo atento, pero para qué querías hacerlo, para qué, qué fanáticos.

Me llevan, otra vez me llevan. Me digo esto no va a parar nunca, no, no va a parar”.

“Viene alguien que me quita la atadura y me alcanza una camisa y un short. Recién me apercibo que estoy casi desnudo, con sólo un calzoncillo: y que está mugriento. En dos meses sólo una vez me ducharon con una manguera y cantidad de veces me cagué encima. Sí: no sólo es el calzoncillo, soy yo el que está inmundo. Me pongo la ropa y me preocupo porque el short es muy chico: qué falta de consideración, me digo.

Voy en un camión cerrado. Pienso que a lo mejor me llevan a un Juzgado militar (...). Sigue otro rato y ahora se detiene. Me bajan con cuidado y me doy cuenta que no venía solo. Siento gritos e insultos, me empujan, me golpean, hemos llegado a un cuartel, imagino”. http://www.laondadigital.com/laonda/laonda/201-300/265/a3.htm

Comentario de Andres Gesto: La Unidad de Capacitación (de la UDELAR) se llama José Jorge "Tito" Martínez Fontana en honor a un reconocido funcionario de la Universidad de la República. José Jorge "Tito" Martínez Fontana nació en 1931. En 1954 ingresó por concurso a la Universidad de la República como funcionario no docente.
Estudió arquitectura, fue militante del Centro de Estudiantes, tuvo una destacada participación en la consecución de lo que fue el Plan de Estudios 1952 y en la lucha por la Ley Orgánica.
Durante la Dictadura fue detenido, torturado durante 37 días y recluido, primero en un cuartel y luego en el Penal de Libertad, durante nueve años.
Cuando el Ing. Rafael Guarga fue electo Rector de la Universidad de la República, Martínez le acompañó como Asistente Académico desde 1998 hasta su jubilación en el 2000. A modo de homenaje se le asignó su nombre a la Unidad de Capacitación.