El de los transgénicos es un tema silenciado en la sociedad, dijo a Brecha Claudio Martínez Debat, doctor en biología molecular y celular y docente en la sección bioquímica del Instituto de Biología de la Facultad de Ciencias. No hablan de él los medios de comunicación, ni las instancias de regulación ni la comunidad científica. Y no está en la agenda de ningún gran partido a pesar de ser un asunto de primera importancia que tiene que ver con algo tan esencial como los alimentos que consumimos.
Claudio Martínez es biólogo, docente, académico, científico. Fotografía hecha en uno de los laboratorios de la Facultad de Ciencias. Foto: JUANJO CASTEL
Transgénicos, agrotóxicos, bioseguridad
—¿Por qué el silencio?
—Lo que pasa es que los organismos genéticamente modificados forman parte de un modelo que se aplica mejor si no hay discusión.
Es un asunto con muchas aristas. La que cito siempre en primer lugar es la económico-política, que tiene una base geopolítica: a cada lugar del mundo se le ha asignado desde los centros de poder un papel, una función en materia de producción de insumos, de commodities. Y a nosotros nos ha tocado ser parte de la república sojera del Sur.
Está luego la arista científica. De ahí surge el modelo, de las investigaciones científicas, pero en realidad es un nivel sin poder real de decisión. Quienes toman las decisiones son las grandes empresas biotecnológicas, a las cuales no les interesa discutir sobre la seguridad de los productos que generan, como tampoco les interesa hacerlo a los científicos que trabajan para ellas. Las otras aristas son la de la salud, la cultural, la medioambiental, la bioética…
—¿Hay gente trabajando en el tema en Uruguay?
—No mucha. Y menos aun desde un punto de vista independiente. Aquí en la Facultad de Ciencias hay dos grupos. Puede haber otro en Agronomía, y en el inia, pero en este caso no se trata de científicos independientes sino de gente que cree en el modelo. Tal vez no crean tanto en las compañías trasnacionales, pero ahí tendrán un problema, porque cuando logren un producto patentable, ¿quién les va a comprar la patente? ¿Hasta dónde uno es independiente al desarrollar un transgénico, vistas las enormes presiones que reciben de las grandes empresas?
Después estamos los científicos que abordamos el tema desde otra óptica. En mi caso particular lo abordo desde dos aspectos: uno es el de la materia prima y el otro el de la alimentación. En ambos casos lo he hecho a partir de demandas de la sociedad civil, de asociaciones que se nos acercaron con preocupaciones. Yo estaba trabajando en otro tema, cuando tomé contacto por primera vez con éste y encontré oportunidad de desarrollar experiencias en laboratorio. Fue cuando un grupo de productores orgánicos de maíz llegó a la facultad preocupado por saber si sus cultivos estaban siendo contaminados por el maíz transgénico. Las empresas semilleras les decían que no, les aseguraban que es perfectamente posible la coexistencia entre las dos producciones, la orgánica y la modificada genéticamente, y nosotros terminamos demostrando que no es así. Uruguay es un país muy ventoso, lo que facilita la difusión de las semillas trans por todos lados, pero en realidad el modelo de coexistencia regulada está en crisis en el conjunto del planeta. Y obviamente a las grandes compañías semilleras no les interesa en lo más mínimo si se da o no contaminación. ¿Por qué les interesaría? Paralelamente, los organismos estatales de regulación, a los que el tema debería sí importarles, se ven desbordados y reaccionan haciendo la del avestruz o pura y simplemente con inopia. El resultado de todo esto es que no hay herramientas para impedir la contaminación de la producción orgánica por la transgénica: se ha encontrado maíz modificado hasta en la Quebrada de los Cuervos, por intercambio de semillas. Y eso sucede también porque las empresas venden las semillas transgénicas sin etiquetado claro, lo que hace que un productor del Uruguay profundo no sepa con seguridad si la semilla que compró está o no genéticamente modificada: le pueden llegar a decir que no lo es, y sí lo es.
—Decías que en tu laboratorio trabajaban también sobre los alimentos.
—Sí, y es el aspecto en el que estamos actualmente más concentrados.
En 2008 vinieron a la facultad un grupo de asociaciones interesadas en saber si la polenta consumida en Uruguay tenía componentes transgénicos. Nos contactamos entonces con la división Salud de la Intendencia de Montevideo, que nos entregó un muestreo de 20 polentas, todas codificadas, sin que aparecieran las marcas. Cuando las analizamos en laboratorio, vimos que todas (pudimos extraerle el adn a 18) tenían componentes transgénicos. A partir de ahí empezamos a buscar transgénicos en otros alimentos, como quesos de cabra, hamburguesas de carne, snacks, cereales para el desayuno. En los quesos de cabra encontramos que el almidón de maíz es Bt, en los panchos y hamburguesas aparecieron adiciones con pasta de soja RR. También encontramos maíz transgénico Bt en los snacks y en los cereales.
Una cosa interesante: estas experiencias nos permitieron ir desarrollando recursos humanos de grado y de posgrado y afianzando infraestructura en esta materia, algo a lo que yo le doy especial prioridad. Y lo hicimos en colaboración estrecha con la división Salud de la Intendencia de Montevideo, que el año pasado concretó una fuerte inversión en aparatos de última generación para analizar la presencia de transgénicos en alimentos (véase recuadro).
—¿Notás una mayor sensibilidad respecto al tema en los últimos años en la Universidad?
—Sí. Una evolución positiva de los últimos años es que en la Udelar se ha ido extendiendo la preocupación por generar un debate. A nivel de rectorado y de pro rectorados (investigación, extensión, enseñanza) hay gente sensible al tema y hemos recibido apoyo. El problema es que la Universidad carece de recursos económicos suficientes.
Por otro lado, hemos ido generando un núcleo interdisciplinario interesado en los temas de transgénicos y bioseguridad. Allí hay gente de diversas facultades (Medicina, Química, Ciencias, Agronomía, Nutrición, Derecho), del Clemente Estable y de la sociedad civil.
Los científicos que estamos en este núcleo damos la cara, en el sentido de que nos interesa que haya un debate. Las compañías y algunos organismos reguladores, el poder político también en muchos casos, sostienen que los transgénicos son seguros desde el punto de vista sanitario y nosotros preguntamos de dónde sacan eso. La mayoría de las veces lo sacan de los estudios realizados por los científicos que trabajan para las propias compañías. Y resulta que hay otros experimentos, sobre animales, que van en sentido contrario. Los transgénicos, además, no vienen solos, vienen con un paquete asociado de productos agrotóxicos que nos preocupan sobremanera: sabemos de muchísimos casos de contaminación por fumigaciones con esos productos y sabemos igualmente que una parte de esos agrotóxicos quedan en el grano.
Este es un tema muy polarizado en el que muchos prefieren no intervenir. Los que están a favor no se pronuncian o lo hacen a través del gobierno.
Organizan debates, pero invitan a gente que tiene apoyos en las grandes compañías del sector, y el contenido de sus cursos está basado en una ciencia perimida, en la que se respaldan las propias trasnacionales para sacar sus productos.
—¿A qué te referís cuando decís que se basan en una “ciencia perimida”?
—La biología ha avanzado enormemente en los últimos años, al punto que las grandes verdades que dábamos en el salón de clases ya no las podemos sostener. Vos no podés aplicar un modelo como éste sin tener en cuenta que opera con interacciones complejas, en un contexto en el que cada componente incide en el otro. A mí no me pueden venir con un discurso del tipo: “introduje un gen en una planta y lo único distinto en la planta es ese gen y el resto es igual”. Es una mentira enorme. Las técnicas modernas consideran a la planta como un todo y la relacionan con el entorno en el que se desarrolla. En este caso no se la puede analizar sin tener en cuenta que vive en un entorno sometido a una alta presión de pesticidas, en el que sufre un cambio mucho mayor que la mera introducción de un segmento de adn. Cómo impacta ese cambio en la salud del consumidor es lo que no se sabe aún porque no hay demasiados estudios al respecto.
—¿La Universidad participa en alguna instancia de evaluación estatal de los productos transgénicos?
—Durante tres-cuatro años intervino en el Comité de Articulación Interinstitucional (cai), junto al msp, el latu, la Dinase, el Clemente Estable, entre otros. Pero hace dos años nos retiramos porque nuestro malestar era creciente respecto a su forma de funcionamiento. El cai no es vinculante, se puede opinar pero nada más. Reclamamos que la opinión de la Universidad fuera pública, cosa que no lo era. También que el Estado apoyara el trabajo en estos temas, y el trabajo sigue siendo honorario, lleva mucho tiempo y es como jugar con la cancha flechada, con el aditivo de que desde el punto de vista personal y profesional es muy frustrante.
Nuestra estrategia actual es fortalecer dentro de la Udelar un equipo interdisciplinario sobre bioseguridad, transgénicos y paquete asociado para luego eventualmente volver al cai bajo otras reglas del juego.
El sistema de evaluación, además, tiene una debilidad fundamental: se nos pedía que analizáramos la planta transgénica aislada del paquete tecnológico. Y al paquete tecnológico se lo dejaba de lado.
Lo que nosotros queremos es que se hable, que no se maneje el tema con la ley del silencio. A nivel científico, Uruguay tiene la oportunidad de generar toda la estructura necesaria alrededor del tema. Podemos ser referentes en la región montando laboratorios para analizar transgénicos en alimentos, en las semillas, cómo se comportan en el campo. Cuando se va a aprobar un transgénico y las compañías nos ofrecen un dossier deberíamos ser capaces de replicar esas pruebas: ¿es realmente como dicen las empresas? En Estados Unidos no hacen esos estudios y en otros lugares dicen: “como se aprobó en tal lado, también acá”. Tenemos una enorme oportunidad de distinguirnos y ya contamos con los recursos humanos necesarios.
—Cuando hablabas de investigaciones preocupantes sobre transgénicos, ¿te referías por ejemplo a las que llevó a cabo el francés Gilles Seralini?1
—Sí, a las de Seralini y a las del argentino Andrés Carrasco,2 entre otras. A Seralini se lo puede criticar por la espectacularidad mediática con que se movió, por el hecho de ser muy personalista, tal vez por alguna de sus conclusiones, pero el suyo fue un trabajo serio, llevado a cabo con los mismos protocolos que emplean los laboratorios de las grandes compañías, y fue el primero desarrollado a largo plazo. De su investigación se desprende que el consumo de transgénicos produce en las ratas envejecimiento acelerado prematuro, con lo cual los tumores que él ve aparecen más prontamente porque el glifosato, el herbicida asociado al transgénico, es un veneno potente. Se nos hizo pensar durante años que el glifosato era inocuo –yo mismo me tragué la pastilla–, hasta que Andrés Carrasco nos abrió los ojos con sus investigaciones. No sólo el glifosato, sino también los coadyuvantes que hacen que el glifosato entre a la planta y los productos de degradación del glifosato. Todos son recontratóxicos.
La campaña de desprestigio a la que fueron sometidos tanto Seralini como Carrasco por parte de las empresas fue tremenda.
Las denuncias sobre las presiones a científicos independientes que han llegado a conclusiones cuestionadoras del modelo han aparecido hasta en publicaciones académicas muy poco sospechosas de estar contra los modelos de gran producción. Es terrible lo que les ha sucedido: en Estados Unidos en su gran mayoría han sido obligados a cambiar de tema o a abandonar la ciencia.
Carrasco decía que estamos en un momento en que los científicos nos vemos obligados a demostrar la realidad en el laboratorio, cuando la realidad está ahí pero nadie la quiere ver.
—¿Y acá qué sucede? Sería raro que no hubiera presiones…
—No las conozco a un nivel tan grande. Estamos esperando el marronazo, sobre todo de parte de las empresas.
1. Véase Brecha, 28-IX-12.
2. Véase Brecha, 16-V-14.
Transgénicos, agrotóxicos, bioseguridad
—¿Por qué el silencio?
—Lo que pasa es que los organismos genéticamente modificados forman parte de un modelo que se aplica mejor si no hay discusión.
Es un asunto con muchas aristas. La que cito siempre en primer lugar es la económico-política, que tiene una base geopolítica: a cada lugar del mundo se le ha asignado desde los centros de poder un papel, una función en materia de producción de insumos, de commodities. Y a nosotros nos ha tocado ser parte de la república sojera del Sur.
Está luego la arista científica. De ahí surge el modelo, de las investigaciones científicas, pero en realidad es un nivel sin poder real de decisión. Quienes toman las decisiones son las grandes empresas biotecnológicas, a las cuales no les interesa discutir sobre la seguridad de los productos que generan, como tampoco les interesa hacerlo a los científicos que trabajan para ellas. Las otras aristas son la de la salud, la cultural, la medioambiental, la bioética…
—¿Hay gente trabajando en el tema en Uruguay?
—No mucha. Y menos aun desde un punto de vista independiente. Aquí en la Facultad de Ciencias hay dos grupos. Puede haber otro en Agronomía, y en el inia, pero en este caso no se trata de científicos independientes sino de gente que cree en el modelo. Tal vez no crean tanto en las compañías trasnacionales, pero ahí tendrán un problema, porque cuando logren un producto patentable, ¿quién les va a comprar la patente? ¿Hasta dónde uno es independiente al desarrollar un transgénico, vistas las enormes presiones que reciben de las grandes empresas?
Después estamos los científicos que abordamos el tema desde otra óptica. En mi caso particular lo abordo desde dos aspectos: uno es el de la materia prima y el otro el de la alimentación. En ambos casos lo he hecho a partir de demandas de la sociedad civil, de asociaciones que se nos acercaron con preocupaciones. Yo estaba trabajando en otro tema, cuando tomé contacto por primera vez con éste y encontré oportunidad de desarrollar experiencias en laboratorio. Fue cuando un grupo de productores orgánicos de maíz llegó a la facultad preocupado por saber si sus cultivos estaban siendo contaminados por el maíz transgénico. Las empresas semilleras les decían que no, les aseguraban que es perfectamente posible la coexistencia entre las dos producciones, la orgánica y la modificada genéticamente, y nosotros terminamos demostrando que no es así. Uruguay es un país muy ventoso, lo que facilita la difusión de las semillas trans por todos lados, pero en realidad el modelo de coexistencia regulada está en crisis en el conjunto del planeta. Y obviamente a las grandes compañías semilleras no les interesa en lo más mínimo si se da o no contaminación. ¿Por qué les interesaría? Paralelamente, los organismos estatales de regulación, a los que el tema debería sí importarles, se ven desbordados y reaccionan haciendo la del avestruz o pura y simplemente con inopia. El resultado de todo esto es que no hay herramientas para impedir la contaminación de la producción orgánica por la transgénica: se ha encontrado maíz modificado hasta en la Quebrada de los Cuervos, por intercambio de semillas. Y eso sucede también porque las empresas venden las semillas transgénicas sin etiquetado claro, lo que hace que un productor del Uruguay profundo no sepa con seguridad si la semilla que compró está o no genéticamente modificada: le pueden llegar a decir que no lo es, y sí lo es.
—Decías que en tu laboratorio trabajaban también sobre los alimentos.
—Sí, y es el aspecto en el que estamos actualmente más concentrados.
En 2008 vinieron a la facultad un grupo de asociaciones interesadas en saber si la polenta consumida en Uruguay tenía componentes transgénicos. Nos contactamos entonces con la división Salud de la Intendencia de Montevideo, que nos entregó un muestreo de 20 polentas, todas codificadas, sin que aparecieran las marcas. Cuando las analizamos en laboratorio, vimos que todas (pudimos extraerle el adn a 18) tenían componentes transgénicos. A partir de ahí empezamos a buscar transgénicos en otros alimentos, como quesos de cabra, hamburguesas de carne, snacks, cereales para el desayuno. En los quesos de cabra encontramos que el almidón de maíz es Bt, en los panchos y hamburguesas aparecieron adiciones con pasta de soja RR. También encontramos maíz transgénico Bt en los snacks y en los cereales.
Una cosa interesante: estas experiencias nos permitieron ir desarrollando recursos humanos de grado y de posgrado y afianzando infraestructura en esta materia, algo a lo que yo le doy especial prioridad. Y lo hicimos en colaboración estrecha con la división Salud de la Intendencia de Montevideo, que el año pasado concretó una fuerte inversión en aparatos de última generación para analizar la presencia de transgénicos en alimentos (véase recuadro).
—¿Notás una mayor sensibilidad respecto al tema en los últimos años en la Universidad?
—Sí. Una evolución positiva de los últimos años es que en la Udelar se ha ido extendiendo la preocupación por generar un debate. A nivel de rectorado y de pro rectorados (investigación, extensión, enseñanza) hay gente sensible al tema y hemos recibido apoyo. El problema es que la Universidad carece de recursos económicos suficientes.
Por otro lado, hemos ido generando un núcleo interdisciplinario interesado en los temas de transgénicos y bioseguridad. Allí hay gente de diversas facultades (Medicina, Química, Ciencias, Agronomía, Nutrición, Derecho), del Clemente Estable y de la sociedad civil.
Los científicos que estamos en este núcleo damos la cara, en el sentido de que nos interesa que haya un debate. Las compañías y algunos organismos reguladores, el poder político también en muchos casos, sostienen que los transgénicos son seguros desde el punto de vista sanitario y nosotros preguntamos de dónde sacan eso. La mayoría de las veces lo sacan de los estudios realizados por los científicos que trabajan para las propias compañías. Y resulta que hay otros experimentos, sobre animales, que van en sentido contrario. Los transgénicos, además, no vienen solos, vienen con un paquete asociado de productos agrotóxicos que nos preocupan sobremanera: sabemos de muchísimos casos de contaminación por fumigaciones con esos productos y sabemos igualmente que una parte de esos agrotóxicos quedan en el grano.
Este es un tema muy polarizado en el que muchos prefieren no intervenir. Los que están a favor no se pronuncian o lo hacen a través del gobierno.
Organizan debates, pero invitan a gente que tiene apoyos en las grandes compañías del sector, y el contenido de sus cursos está basado en una ciencia perimida, en la que se respaldan las propias trasnacionales para sacar sus productos.
—¿A qué te referís cuando decís que se basan en una “ciencia perimida”?
—La biología ha avanzado enormemente en los últimos años, al punto que las grandes verdades que dábamos en el salón de clases ya no las podemos sostener. Vos no podés aplicar un modelo como éste sin tener en cuenta que opera con interacciones complejas, en un contexto en el que cada componente incide en el otro. A mí no me pueden venir con un discurso del tipo: “introduje un gen en una planta y lo único distinto en la planta es ese gen y el resto es igual”. Es una mentira enorme. Las técnicas modernas consideran a la planta como un todo y la relacionan con el entorno en el que se desarrolla. En este caso no se la puede analizar sin tener en cuenta que vive en un entorno sometido a una alta presión de pesticidas, en el que sufre un cambio mucho mayor que la mera introducción de un segmento de adn. Cómo impacta ese cambio en la salud del consumidor es lo que no se sabe aún porque no hay demasiados estudios al respecto.
—¿La Universidad participa en alguna instancia de evaluación estatal de los productos transgénicos?
—Durante tres-cuatro años intervino en el Comité de Articulación Interinstitucional (cai), junto al msp, el latu, la Dinase, el Clemente Estable, entre otros. Pero hace dos años nos retiramos porque nuestro malestar era creciente respecto a su forma de funcionamiento. El cai no es vinculante, se puede opinar pero nada más. Reclamamos que la opinión de la Universidad fuera pública, cosa que no lo era. También que el Estado apoyara el trabajo en estos temas, y el trabajo sigue siendo honorario, lleva mucho tiempo y es como jugar con la cancha flechada, con el aditivo de que desde el punto de vista personal y profesional es muy frustrante.
Nuestra estrategia actual es fortalecer dentro de la Udelar un equipo interdisciplinario sobre bioseguridad, transgénicos y paquete asociado para luego eventualmente volver al cai bajo otras reglas del juego.
El sistema de evaluación, además, tiene una debilidad fundamental: se nos pedía que analizáramos la planta transgénica aislada del paquete tecnológico. Y al paquete tecnológico se lo dejaba de lado.
Lo que nosotros queremos es que se hable, que no se maneje el tema con la ley del silencio. A nivel científico, Uruguay tiene la oportunidad de generar toda la estructura necesaria alrededor del tema. Podemos ser referentes en la región montando laboratorios para analizar transgénicos en alimentos, en las semillas, cómo se comportan en el campo. Cuando se va a aprobar un transgénico y las compañías nos ofrecen un dossier deberíamos ser capaces de replicar esas pruebas: ¿es realmente como dicen las empresas? En Estados Unidos no hacen esos estudios y en otros lugares dicen: “como se aprobó en tal lado, también acá”. Tenemos una enorme oportunidad de distinguirnos y ya contamos con los recursos humanos necesarios.
—Cuando hablabas de investigaciones preocupantes sobre transgénicos, ¿te referías por ejemplo a las que llevó a cabo el francés Gilles Seralini?1
—Sí, a las de Seralini y a las del argentino Andrés Carrasco,2 entre otras. A Seralini se lo puede criticar por la espectacularidad mediática con que se movió, por el hecho de ser muy personalista, tal vez por alguna de sus conclusiones, pero el suyo fue un trabajo serio, llevado a cabo con los mismos protocolos que emplean los laboratorios de las grandes compañías, y fue el primero desarrollado a largo plazo. De su investigación se desprende que el consumo de transgénicos produce en las ratas envejecimiento acelerado prematuro, con lo cual los tumores que él ve aparecen más prontamente porque el glifosato, el herbicida asociado al transgénico, es un veneno potente. Se nos hizo pensar durante años que el glifosato era inocuo –yo mismo me tragué la pastilla–, hasta que Andrés Carrasco nos abrió los ojos con sus investigaciones. No sólo el glifosato, sino también los coadyuvantes que hacen que el glifosato entre a la planta y los productos de degradación del glifosato. Todos son recontratóxicos.
La campaña de desprestigio a la que fueron sometidos tanto Seralini como Carrasco por parte de las empresas fue tremenda.
Las denuncias sobre las presiones a científicos independientes que han llegado a conclusiones cuestionadoras del modelo han aparecido hasta en publicaciones académicas muy poco sospechosas de estar contra los modelos de gran producción. Es terrible lo que les ha sucedido: en Estados Unidos en su gran mayoría han sido obligados a cambiar de tema o a abandonar la ciencia.
Carrasco decía que estamos en un momento en que los científicos nos vemos obligados a demostrar la realidad en el laboratorio, cuando la realidad está ahí pero nadie la quiere ver.
—¿Y acá qué sucede? Sería raro que no hubiera presiones…
—No las conozco a un nivel tan grande. Estamos esperando el marronazo, sobre todo de parte de las empresas.
1. Véase Brecha, 28-IX-12.
2. Véase Brecha, 16-V-14.